En muy pocas horas, el conjunto de tagarotes, damas y caballeros que no suelen hacer demasiados esfuerzos para parecer más ridículos e intrascendentes cuando dan discursos en el Estable y lo propio en su condición natural de adornos políticos cobradores los quinces y treintas, brillarán como nunca por una de las más tremebundas claudicaciones en que haya incurrido el Congreso: ¡se dejó escamotear por el Ejecutivo el Tratado de Libre Comercio y quirúrgicamente quedó al margen de cualquier participación en este subprepticio acuerdo comercial, tributario e internacional con Chile. Hasta hoy fue muy simplón cómo han ocultado los del Congreso su inverosímil cobardía y hasta natural renuncia expresa y traidora al país. Cuando un país no debe temer a las inexistentes fuerzas invasoras porque las naturales que posee son ineptas hasta de pronunciar la palabra Dignidad, es poco o nada lo que puede aguardarse de semejante “reserva”. De hoy en adelante habrá de recordarse este Congreso como el que no se atrevió a reafirmar ni siquiera su existencia. Que los oficialistas nos digan arrebañados lo que no pueden decir en singular es cabalísima imagen de qué se sienten dueños los precarísimos inquilinos de la Plaza Bolívar.
Al TLC con Chile le cambiaron el nombre por Acuerdo de Complementación Económica –ACE- y las sendas decisiones en Diputados y Senadores en Valparaíso daban testimonio cómo favorecían al país del sur. A menos a que algún imbécil le funcione el cerebro con cola sintética inmediata y compacte todo al revés. Nunca debe olvidarse, tampoco, que a veces han existido también jenízaros que no dudaron en vender sus almas a quien pagaran más por tales alicaídas verguenzas públicas.
Un razonamiento simplísimo destroza cualquier mamarracho protocolario o engañifa diplomática de esas que suelen impulsar las pandillas patibularias a quienes no importa el fin sino los medios. Y aquí se ha pretendido insinuar que el Congreso no debía de pronunciarse. En puridad de derecho, es cierto que siempre se puede prescindir de una malagua tan jabonosa como el Congreso, no obstante reflexionar cuánto y por causa de qué han servido con tanto desdoro contra el país, equivale a volver a comprender que Perú no pierde sus guerras sino que los apóstatas ponen al país en bandeja y en salsa de hongos y al mejor postor.
¿Podía el Congreso ensayar lo que hasta hoy soy vagidos soterrados y hasta insonoros presididos por el estigma monstruoso de la verguenza? Si para ser congresista debíase llegar a un fango abisal, lo que ocurre en nuestros días equivale al Tratado de Ancón de octubre de 1883 firmado con las tropas y pezuña invasoras fabricando el cartabón de los foráneos. ¿Equivaldrá aquello a uno de los requisitos para todos los futuros parlamentarios? ¿No hemos llegado ya a esa pestilencia que precede a la abyección total de los cuerpos en putridez irreversible?
Quien no cumple la Constitución y la violenta o permite que la trasgresión de los preceptos de la Carta Magna aniquila hasta los barruntos elementales de cualquier espíritu legiferante. Esto es lo que está ocurriendo en Perú, aunque 120 individuos digan lo contrario porque han perdido hasta la última gota de verguenza.
Don Manuel González Prada en Los honorables cinceló palabras de vibrante y estentórea vigencia:
“¿Qué es un Congreso peruano? La cloaca máxima de Tarquino, el gran colector donde vienen a reunirse los albañales de toda la República. Hombre entrado ahí, hombre perdido. Antes de mucho, adquiere los estigmas profesionales: de hombre social degenera en gorila politicante. Raros, rarísimos, permanecen sanos e incólumes; seres anacrónicos o inadaptables al medio, actúan en el vacío, y lejos de infundir estima y consideración, sirven de mofa a los histriones de la mayoría palaciega. Las gentes acabarán por reconocer que la techumbre de un parlamento viene demasiado baja para la estatura de un hombre honrado. Hasta el caballo de Calígula rabiaría de ser enrolado en semejante corporación.
¿Ven ustedes al pobre diablo de recién venido que se aboba con el sombrero de pelo, no cabe en la levita, se asusta con el teléfono, pregunta por los caballos del automóvil y se figura tomar champagne cuando bebe soda revuelta con jerez falsificado? Pues a los pocos meses de vida parlamentaria se afina tanto y adquiere tales agallas que divide un cabello en cuatro, pasa por el ojo de una aguja y desuella caimanes con las uñas. Ese pobre diablo (lo mismo que sus demás compañeros) realiza un imposible zoológico, se metamorfosea en algo como una sanguijuela que succionara por los dos extremos.
El congresante nacional no es un hombre sino un racimo humano. Poco satisfecho de conseguir para sí judicaturas, vocalías, plenipotencias, consulados, tesorerías fiscales, prefecturas, etc; demanda lo mismo, y acaso más, para su interminable séquito de parientes sanguíneos y consanguíneos, compadres, ahijados, amigos, correligionarios, convecinos, acreedores, etc. Verdadera calamidad de las oficinas públicas, señaladamente los ministerios, el honorable asedia, fatiga y encocora a todo el mundo, empezando con el ministro y acabando con el portero. Vence a garrapatas, ladillas, pulgas penetrantes, romadizo crónico y fiebres incurables. Si no pide la destitución de un subprefecto, exige el cambio de alguna institutriz, y si no demanda los medios de asegurar su reelección, mendiga el adelanto de dietas o el pago de una deuda imaginaria. Donde entra, saca algo. Hay que darle gusto: si de la mayoría, para conservarle; si de la minoría, para ganarle. Dádivas quebrantan penas, y ¿cómo no ablandarán a senadores y diputados?
¡Atentos a la historia, las tribunas aplauden lo que suena bien!
¡Ataquemos al poder, el gobierno lo tiene cualquiera!
¡Rompamos el pacto infame y tácito de hablar a media voz!
¡Sólo el talento salvará al Perú!
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