La Habana, Matanzas y Las Villas conocieron en el siglo XIX los andares y vivencias de este lírico romántico y festivo en quien no faltó la inspiración por el ansia libertaria de su Patria, al extremo de costarle la vida cuando apenas comenzaba a crear.

“Huérfano” de padres vivos, artesano de la imprenta, la madera, el carey y la plata, aunque no sufrió los rigores de la esclavitud de la época, arrastró consigo dos de las “calamidades” más señaladas de entonces: hijo bastardo y mulato, mirado con ojerizas por blancos de almidón y negros de barracones.

Debió de haberse llamado Gabriel de la Concepción Ferrer y Vázquez, pero fue fruto de amores clandestinos entre la blanca bailarina Concepción y el mulato Diego, peluquero.

A pocos días de su nacimiento, la madre decidió que su mulatico pesaría demasiado en sus ambiciones faranduleras y lo colocó en la Casa de Beneficencia y Maternidad habanera, donde todos los internos adoptaban el apellido Valdés por el obispo fundador de la institución.

Meses después, quizás abrumado por la conciencia, el padre se hizo cargo del chico, quien ingresó en la escuela a los 10 años de edad y dio sus primeras muestras de talento poético a los 12, cuando redactó su soneto “A una hermosa”.

Marchado el progenitor a México, lo dejó al cuidado de la abuela. Estrecheces económicas impelieron al muchacho a probar suerte en el aprendizaje de oficios.

Con singular habilidad moldeaba conchas de carey para hacer artísticas peinetas, artesanía que lo llevó por vez primera a la ciudad de Matanzas en el año de 1826, donde se desarrollaba un fuerte movimiento literario.

Allí Plácido enriqueció su cultura y desarrolló aptitudes hasta que en 1832 retornó a La Habana, ocasión en la cual entró en contacto con otros poetas y se enamoró de Rafaela (Fe), hija de una negra esclava. La muchacha falleció víctima de cólera. Al año siguiente el bardo obtuvo premio con su poema “La Siempreviva”.

En 1836 estableció relaciones con una joven de piel blanca, pero debía mantenerse en el anonimato. Él la nombró Celia en sus inspiraciones. A ella le dedicó su poema: “A una ingrata”, uno de cuyos fragmentos dice:
Basta de amor: si un tiempo te quería
ya se acabó mi juvenil locura,
porque es, Celia, tu cándida hermosura
como la nieve deslumbrante y fría.(...)

Ruptura amorosa, problemas económicos, y Plácido retorna a Matanzas en ese mismo año, cuando hace nuevas relaciones con literatos, colabora como redactor en el diario La Aurora y se sorprende con la agradable visita del poeta José María Heredia, conocedor de su obra.

Uno de los atributos que más destacan especialistas al considerar la creación del artista es su espontaneidad versificadora, que lo lleva a reflejar la cotidianidad y ganar simpatías entre populares amantes de la poesía.

Correspondiente al período del romanticismo, sin desdeñar su finura expresiva, algunos críticos resaltan que Plácido captó el espíritu de lo cubano surgente, y de él expresó el eminente literato cubano José Lezama Lima: “Fue la alegría de la casa, de la fiesta, de la guitarra y de la noche melancólica. Tenía la llave que abría la puerta de lo fiestero y aéreo.”

La poesía de Plácido ha despertado siempre controversias entre quienes se afanan en ubicarlo dentro de determinados parámetros socioculturales, subrayan lo que consideran “debilidades y ausencias de enfoques ideológicos”.

Otros analistas resaltan la naturalidad de sus expresiones y recuerdan que, un siglo después de redactados, los poemas de Gabriel de la Concepción seguían siendo recordados incluso por quienes desconocían al autor, y en pleno siglo XIX era el de mayor aceptación y divulgación en Cuba, donde se le consideraba como uno de los poetas de mayor sensibilidad.

Agencia Cubana de Noticias