Había arribado Fidel pasada la una de la madrugada del uno de mayo al aeropuerto de Ezeiza, donde entusiasta multitud lo sorprendería para saludarlo y dar vítores a Cuba. Ese día, en La Habana y en toda la Isla, las calles retumbarían con la consigna unitaria de los trabajadores que conmemoraban su día, el primero desde el poder revolucionario.

Procedente de Estados Unidos, ante periodistas que lo asediaban en la capital argentina, Fidel anticipó la claridad de su pensamiento: Buscar soluciones a los grandes trastornos sociales, económicos y políticos de América que vivían a la sazón los pueblos latinoamericanos.

El periodista Luís Báez, testigo de aquel momento, escribió: “En semejante clima de agitación colectiva la presencia de Fidel representa un impacto emocional de alcance imponderable. Las esferas oficiales no disimulan su preocupación. El nerviosismo aumenta cuando se proyecta un documental que refleja los recibimientos y actos multitudinarios (ante la presencia de Fidel) en Washington y Nueva York.”

Durante 80 minutos el verbo claro y diferente se haría escuchar en la sala ante los representantes de los 21 países congregados, invitados y medios de difusión masiva.

“Soy aquí un hombre nuevo en este tipo de reuniones –dijo Fidel—; somos además, en nuestra patria, un gobierno nuevo y, tal vez por eso, sea también que traigamos más frescas las ideas y la creencia del pueblo... Vengo a hablar aquí con la fe y la franqueza de ese pueblo (...)

“Los pueblos apenas si se preocupan por las cuestiones que se discuten en las conferencias internacionales. Los pueblos apenas si creen en las soluciones a que se llega en las conferencias internacionales. Sencillamente, no tienen fe...”, preciso el líder revolucionario.

Nunca antes un discurso vibró con tan clara sinceridad y poder de argumentos en un foro de aquella naturaleza. La palabra expresaba el pensamiento para rendir culto a la dignidad del hombre y explicar, con serenos razonamientos, la necesidad urgente de hacer verdadera justicia social en los pueblos latinoamericanos.

“Se hace necesario despertar la fe de los pueblos, y la fe de las masas no se despierta con promesas; la fe de los pueblos no se despierta con teorías; la fe de los pueblos no se despierta con retórica (...)

“(...) Debemos tener muy en cuenta que el más terrible vicio que se puede apoderar de la conciencia de los hombres y de los pueblos es la falta de fe y la falta de confianza en sí mismos”.

Contundente fueron las conclusiones:

“Hay que salvar el continente para el ideal democrático, más no para una democracia teórica, no para una democracia de hambre y de miseria, no para una democracia bajo el terror y bajo la opresión, sino para una democracia verdadera, con absoluto respeto a la dignidad del hombre, donde prevalezcan todas las libertades bajo un régimen de justicia social, porque los pueblos de América no quieren ni libertad sin pan, ni pan sin libertad.”

Al día siguiente el periódico bonaerense La Nación sintetizó una caracterización de aquel momento y, al referirse a Fidel subrayó: "Un héroe de nuestro tiempo. Si el rostro es el espejo del alma, el alma de Fidel Castro tiene la lealtad, la nobleza y la grandeza de los seres excepcionales".

Cincuenta años después las proféticas palabras del líder latinoamericano cobran vida en la obra visible de naciones hermanas que avanzan con el ímpetu real dimanado de la conciencia adquirida, en la cual el ejemplo de Cuba y de Fidel están modestamente presentes.

Agencia Cubana de Noticias