Almoloya, Estado de México.

“Conocí a Nacho como una persona honesta, trabajadora; pero, sobretodo, justa”, dice con voz tenue María Antonia Trinidad Ramírez Velázquez, integrante del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT) y esposa de Ignacio del Valle Medina, hoy sentenciado a 112 años de prisión.

Atenquense, campesina y madre de tres jóvenes torturados y perseguidos por el Estado mexicano, uno de ellos incluso encarcelado, relata el desmembramiento de su familia desde los días 3 y 4 de mayo de 2006, cuando la Policía Federal Preventiva (PFP) y elementos de la Secretaría de Seguridad del Estado de México tomaron San Salvador Atenco.

Permanece al pendiente de sus hijos Ulises y César del Valle Ramírez, este último liberado apenas el 8 de marzo de 2008, tras ser declarado exonerado de los delitos de secuestro equiparado y ataques a las vías generales de comunicación, según ratificó el Cuarto Tribunal Colegiado del Segundo Circuito con sede en Toluca.

También de América, su hija, de la que sólo sabe que está bien. Acusada de secuestro, la joven que había concluido los estudios universitarios en pedagogía, y estaba a punto de titularse, ahora permanece resguardada en “algún lugar” del país hasta que un juez le otorgue el amparo y con ello evite el encarcelamiento.

Ama de casa y promotora de la justicia social, Trini habla del día en que conoció a su pareja y compañero de lucha, cuando ella organizaba una colecta de víveres que serían enviados a la ciudad de Managua, Nicaragua, en 1972. Un terremoto de 6.2 grados en la escala de Richter había devastado la zona y dejado como saldo 10 mil muertos y unos 15 mil heridos. La tragedia hizo eco internacional.

“Me dolió mucho saber lo que estaba pasando la gente de aquel país”, relata a las afueras del Centro Federal de Readaptación Social del Altiplano, en Almoloya, Estado de México, mientras soldados y policías federales resguardan la zona. En aquel tiempo, junto con su primo y otros jóvenes, inició una colecta entre los atenquenses.

Fue la primera vez que promovió un acto humanitario.

Ignacio del Valle Medina, estudiante de la licenciatura en sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), daba clases de alfabetización en el quiosco del pueblo. Ahí llegó Trinidad a pedir apoyo. La respuesta fue inmediata. La gente que se encontraba reunida pronto recorrió las comunidades cercanas en busca de alimentos.

Pasó un año para el reen cuentro: Nacho ayudó a Trini a concluir los estudios de secundaria en el sistema de educación abierta. La motivó a tomar los libros que había dejado al concluir la primaria.

Fueron novios por tres meses y comenzaron su lucha juntos.

“Algo que nos identifica es el estar inconformes con tanta injusticia”, dice la mujer, que a sus 54 años apenas duerme: organiza foros en la campaña “Libertad y justicia para Atenco”, da conferencias de prensa y asiste a marchas por la liberación de los presos políticos. Así ha sido su vida al lado de Nacho, con quien desde joven se acostumbró a volantear en las marchas de maestros y obreros, a favor de mejores salarios y condiciones laborales.

Recuerda la constitución del Sindicato del Personal Académico de la UNAM, en julio de 1974, cuando los profesores universitarios buscaban la contratación colectiva, la seguridad en el empleo, la profesionalización de la enseñanza y aumentos salariales acordes con el alza de precios. Ignacio y Trini caminaron juntos.

Antes del frente

Con voz pausada, Trini relata: “Acompañábamos distintas causas: a maestros, obreros, indígenas.

Siempre estábamos presentes, creíamos ser uno más de los que hacían la fuerza.

Después, Nacho se integra al Frente Regional de Texcoco y comienza a dar batalla y asesorar a los obreros de una fábrica que exigían salarios más justos. De ahí, conforma el Grupo de Habitantes Unidos de San Salvador Atenco”.

El grupo es el pretexto para “sacar adelante” al pueblo de Atenco, que por la década de 1970 era completamente rural.

La gente apenas terminaba la educación primaria y comenzaba a trabajar; no había “progreso”.

Con el grupo, al que no se le otorgaba subsidio alguno, se tenía mano de obra y cooperación de los mismos habitantes.

Resolvían las demandas de la gente del pueblo. “Teníamos amistades que tenían un poco más y contribuían con nosotros”.

Si alguien iba a fincar, ellos eran los albañiles, cuenta Trini. En el colectivo había albañiles, herreros, carpinteros, todo aquél que tuviera un oficio lo ponía a disposición del que lo necesitara.

También insistían a los presidentes municipales en que pavimentaran el pueblo, construyeran escuelas, exigían la aplicación transparente de los recursos públicos y se ofrecían a ser ellos los que llevaran a cabo la construcción. Así, edificaron el auditorio Emiliano Zapata, el espacio cultural y una escuela primaria.

La refriega

La idea de equidad y justicia fue inculcada a sus tres hijos –Ulises, administrador de empresas; América, pedagoga, y César, estudiante del Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM–, quienes se involucraron en el movimiento del FPDT, iniciado en 2001. Ellos también salieron a defender sus tierras y sintieron el deber de estar presentes en cada acción del movimiento.

La vida de la familia Del Valle Ramírez (como la de todo el pueblo) cambió radicalmente después del 3 y 4 de mayo de 2006 cuando elementos de la Policía Federal Preventiva y policías del Estado de México entraron a San Salvador Atenco, torturaron a 207 personas, asesinaron a dos jóvenes, violaron a medio centenar de mujeres y realizaron cateos ilegales en los domicilios de los lugareños. Hechos documentados por la Comisión Nacional de Derechos Humanos y por organizaciones civiles del país y del extranjero.

El 3 de mayo “estábamos en la carretera de Texcoco. Yo no veía la magnitud de lo que estábamos viviendo. Pensé que todo se iba a solucionar”. Ese día floricultores del pueblo se enfrentaban ante la fuerza pública que pretendía desalojar a los ejidatarios de la plaza municipal.

Horas después los uniformados entraron al pueblo.

“Fue terrible. La madrugada de ese día, estábamos en Atenco.

Los del frente platicábamos y acordamos que teníamos que insistir en el diálogo”. Apenas iba amaneciendo y escucharon las botas negras anunciando la irrupción violenta. La gente corría de un lado a otro en un pueblo estampado con murales alusivos al zapatismo y la Revolución Mexicana, borrados a tres años de la represión.

“Se escuchaban los disparos, imaginaba que estaban matando gente, que me iban a matar. En ese momento sientes tanto miedo y angustia, que en lo primero que piensas es en la familia. Luego, todo se oscureció. Me sentía como si hubiera bebido, estaba mareada.

Comencé a gritarle muy fuerte a César, mi hijo.

No olvido esos gritos, son un eco en mis oídos. Le gritaba con toda el alma; yo quería absorberlo con mi voz porque sentía que lo mataban”, relata Trinidad Ramírez.

Recuerda que después de correr en busca de refugio, temiendo ser alcanzada por algún policía, llegó a la casa de su hermano Raymundo. Todavía vio a su hijo César, que ahí se había resguardado la madrugada anterior. Ulises había escapado.

Ella entró al baño y escuchó un ruido muy fuerte, “como de abejas”.

Empezó el “tronadero” de vidrios. “Se meten (los policías), me agarran de la cabeza y me agachan. De pronto escucho: ¡Ahora sí ya mátenlos, pinches macheteros, los vamos a matar a todos!” Trini estaba con la cara contra el piso.

“Mi familia gritaba, los niños lloraban. Sentía que el helicóptero entraba por la ventana, seguían rompiendo los vidrios”.

Gloria Espinoza, su cuñada, comenzó a gritar: ¡No se lleven a César, no le peguen! La esposa de Ignacio de Valle intentó incorporarse para auxiliar a su hijo. Un hombre la sometía y le advertía que no lo hiciera. El miedo se apoderó de ella, esperaba el momento de su muerte. Permaneció tirada en un estado de trauma. Los hombres salieron de la casa de su hermano.

Ella seguía en el suelo.

Su cuñada le avisó la partida de los policías federales. Le ayudó a levantarse. Tenía miedo, temblaba, no articulaba palabra. A las dos mujeres les habían arrebatado a sus hijos.

Había zapatos manchados de sangre por toda la casa. Trini se perdió en la inconciencia; los helicópteros se fueron.

Salió a gatas del domicilio de su hermano junto con su familia.

La llevaron a otro lugar ya casi caída la noche. Trini desvariaba, desconfiaba de gente extraña; sus compañeros la buscaron para resguardarla.

Ella no podía sostenerse en pie.

Estaba aterrorizada.

Trinidad tuvo orden de aprehensión por más de seis meses, por “alterar el orden público”.

Logró obtener un amparo hasta el 25 de noviembre de 2006. Mientras, se mantuvo en resguardo. Su hijo César permaneció encarcelado en el reclusorio Molino de Flores hasta el 8 de marzo de 2008.

Su esposo, Ignacio del Valle Medina no sólo permanece encarcelado en el penal de máxima seguridad del Altiplano, sino que se encuentra sometido a tratos vejatorios. Su hija permanece oculta.

Los uniformados –a quienes se les atribuyen violaciones sexuales, vejaciones, torturas y humillaciones contra los pobladores de Atenco y la población civil que se movilizó– siguen libres, sin enfrentar cargo alguno.

“Yo me quedé haciendo frijoles”

Catalina González Rosas es otra de las mujeres del municipio de San Salvador Atenco que ha padecido el calvario de tener a su esposo preso. Felipe Álvarez Hernández es integrante del FPDT, detenido el 3 de mayo de 2006, encarcelado en el penal del Altiplano y sentenciado a 67 años de prisión.

Felipe, de origen campesino, estudió hasta el segundo grado de primaria. También había salido a defender a sus compañeros floristas. Dedicado al corte de zacate y a manejar un bicitaxi, el hombre pretendía colaborar en la solución de los problemas de “su gente”. También a defender las tierras de las que era oriundo, amenazadas de ser expropiadas por el gobierno federal en 2001 para construir un aeropuerto alterno al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.

Catalina, ama de casa y madre de tres jovencitas, dice: “Yo me he sentido muy orgullosa de él y de lo que hacía. A veces le hacía reclamos porque le dedicaba mucho tiempo a las actividades del frente. Él me contestaba: voy a ir a echarle ganas al bicitaxi y te traigo tu gasto. Así lo hacía, no llegaba sino hasta las 12 o una de la mañana con el dinero.” Catalina no participaba, como otras mujeres, en marchas ni en alguna otra actividad de la organización. A ella le gustaba dedicarse de tiempo completo a su familia. Ahora asiste a todas las actividades que se organizan. “Yo había sido ama de casa, pero ahora ya ni a eso me dedico; estoy al pendiente del proceso de Felipe”.

Originaria del pueblo de Mexquipaya, fue madre soltera de tres niñas hasta los 33 años, cuando conoció a Felipe Álvarez.

“Me empezó a hablar como novia y al poco tiempo me llevó a presentar con su mamá”, en un pueblo y una época en donde no era bien visto “juntarse” con una mujer con hijos, recuerda emocionada.

Al poco tiempo vivieron juntos y Felipe adoptó a las hijas de su negrita como suyas.

“Yo casi no andaba con él porque en las marchas a veces nos agredían. Mis hijas me decían que no fuera, tenían miedo de que me golpearan. Entonces, mientras muchas mujeres participaban, yo me quedaba haciendo los frijoles”, relata.

La Santa Cruz

A tres años del encarcelamiento de su esposo, recuerda que a él le gusta toda la música, “nos poníamos a bailar en la casa.

Él se acordaba de sus tiempos y yo de los míos, de cuando éramos jóvenes”.

Catalina parece novia enamorada.

Con emoción, cuenta que cada que lo visita en el penal, ella entra con una carta y sale con otra. La pareja apenas pisó alguna vez la primaria, pero ahora no deja de escribirse.

“Cuando Felipe ya no regresó a su casa, me entró un sentimiento de coraje y tristeza, me deprimí mucho”.

La mujer había identificado a su marido en las noticias, golpeado y lastimado de un pie. Ese día se celebraba la Fiesta de la Santa Cruz. Ella preparaba tamales para su esposo y “los compadres”. Oyó el tronar de cohetes, helicópteros y carros pasando cerca de la casa.

Su hija, la más pequeña, llegaba a su casa. Catalina le pidió que prendiera la tele para ver si anunciaban algo y se encontró con la sorpresa de que la gente de Atenco estaba rodeada de policías.

“Me entró la desesperación, quería irme; no sabía nada de él”. Más tarde, Felipe logró comunicarse con su yerno Carlos, a quien le dijo: ¡Esto ya se chingó, te encargo que cuides a mis niñas y a mi negrita!

Amenaza latente

Días antes de la aprehensión de Felipe Álvarez, éste “sabía que algo malo se acercaba”. El 1 de mayo, cuando celebraba su cumpleaños, salió a la marcha del Día del Trabajo. Regresó a las tres de la tarde y se comunicó con Catalina para avisarle que ya estaba en el pueblo de Atenco.

“Él ya me había dicho que le iban a celebrar su cumpleaños en Atenco, y yo me enojé un poco porque yo casi no iba para allá. No sé qué pasó, pero llegó más tarde a comer. Le compré un pastel. Era pequeño.

Lo partimos, le cantamos las mañanitas. Después llegaron sus hermanos, platicaron y él les advirtió que las cosas estaban duras, yo no sé si ya lo presentía”, dice Cata.

Felipe Álvarez advertía a sus familiares: “Estamos conscientes de lo que estamos haciendo, nos pueden desaparecer, nos pueden matar”. Catalina lo miró con asombro y él refutó: “¡Así es, vieja, estamos conscientes de lo que llegue a pasar y tú debes de estarlo!” Después, el hombre de cabello crecido y bigote abultado le preguntó: ¿Si me mataran qué harías tú? La respuesta fue inmediata: “Me voy a unir con tu gente”. Él soltó una carcajada y nunca concilió la idea de que ella, su pareja por más de 20 años, se uniera al movimiento.

Ahora, cada semana le platica las actividades que llevan a cabo a través de la campaña “Libertad y justicia para Atenco”.

Las visitas al penal de máxima seguridad se han transformado en un aliento de lucha para él y sus compañeros Ignacio y Héctor Galindo Gochicoa, asesor jurídico del FPDT, también preso.

Día de las Madres

Catalina no supo nada de su esposo sino hasta el 10 de mayo de 2006. Por siete días ignoró su paradero. Temía que los comentarios de Felipe se hubieran hecho reales y él estuviera desaparecido o muerto. En el penal de Santiaguito le informaron que Felipe había sido trasladado al penal del Altiplano. “Me trasladé en un taxi, yo no sabía lo que era la Palma (como antes se le conocía al Cefereso del Altiplano).

Yo me la imaginaba una Palma grande, gigantesca, nunca pensé que era un penal de máxima seguridad”.

Llegó a la Palma sólo con una identificación oficial. La burocracia la hizo esperar por dos horas, antes de confirmar que su esposo sí estaba ahí. “Me tuvieron sentada en trabajo social y me dijeron que hasta que trajera toda mi documentación me dejarían pasar. Le arrebaté mi credencial a la trabajadora social y salí llorando”. No olvide su número de expediente: 1751, dijo la servidora pública a Catalina.

Uno de los problemas a los que se enfrentó Catalina fue no poder comprobar su relación con Felipe. Ellos no habían informado de su amor a las instituciones públicas, lo vivían libremente. “El concubinato también debía estar documentado”, de lo contrario no podría visitar al preso nunca, advertían las autoridades del penal. Después de casi cinco horas de espera y de incertidumbre, la dejaron ver a Felipe. Era el Día de las Madres. Para poder entrar al centro penitenciario alquiló, por 60 pesos, un par de chanclas viejas y un pantalón de mezclilla roto. No podía pasar con la ropa deportiva que llevaba.

“Me tomaron muchas fotos, me metieron al locutorio y no lo reconocí. Estaba todo morado, hinchado. Lo buscaba entre los otros que habían ahí sin poderlo distinguir. No sé si eran mis nervios o porque no lo veía, hasta que me dijo: ¿Qué pasó, vieja? Me quedé sorprendida, él era de bigote grande, pelo larguito; ahí no era el mismo.

“¡Dime si todavía te siguen madreando y ahorita salgo y los denuncio! La Jornada anda atrás de nosotros, le decía, conmovida”.

Él sólo miraba hacia el techo y le decía en tono exigente: “¡No llores!” Felipe pidió perdón por todos los pleitos de pareja que tuvieron previos a su detención.

Agregó: No te preocupes por mí, sólo dale un beso a mi madre, Isidora. Ella murió de tristeza al siguiente año, dice Cata, quien se unió a los compañeros de Felipe y ahora pega carteles en el metro. Se unió a su gente, como lo había prometido.

El desafío

Héctor Galindo Gochicoa, asesor jurídico del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, había cumplido 30 años cuando fue aprehendido por las autoridades judiciales. Universitario y abogado de profesión, litigaba los asuntos de los movimientos sociales, como éste y el del Consejo General de Huelga en la UNAM.

“Él sólo fue a ver qué era lo que se necesitaba legalmente. Estaba desempeñándose como abogado, haciendo su trabajo”, dice su madre de crianza, Rosa Nelly Urrutia Castañeda. Sin embargo, se lo llevaron a Santiaguito el 3 de mayo de 2006, y a los 18 días fue trasladado al penal de máxima seguridad del Altiplano.

Ahora, está condenado a 67 años y medio de prisión bajo el cargo de secuestro equiparado.

Ella, ama de casa y secretaria de oficio, lamenta que su hijo siga en la cárcel, pero lamenta más el momento en que Héctor decidió defender a los campesinos de Atenco. “Ha sido una desgracia todo esto, desde hace tres años llegó la desintegración familiar y la pobreza a nuestros hogares”, dice.

“Héctor no tenía por qué estar en una lucha así, en la que ni le pagaban. Descuidaba su progreso personal. Yo le decía cosas muy fuertes, muy violentas, porque él no debía estar ahí”. Rosa Nelly acepta la rudeza con la que trató a su hijo y terminó cerrándole las puertas de su casa. Actualmente tiene la visita restringida desde el 28 de octubre de 2008.

El joven de 33 años nació en el barrio de Iztapalapa, uno de los más pobres e inseguros de la ciudad de México. A los 15 años fue adoptado por Nelly y su esposo Héctor de la Vega, éste último diagnosticado con cáncer linfático meses previos a la detención de Héctor.

“Todo lo que ha hecho Héctor es porque él viene de condiciones muy pobres. A veces no he estado de acuerdo con él y por lo mismo no me platicaba mucho de cómo eran las cosas en el frente, inclusive teníamos problemas”.

Rosa Nelly lo describe como una persona “muy estudiosa, sumamente inteligente. Daba clases de derecho en la universidad.

Es un muchacho muy activo y defiende a la gente con la Constitución en las manos. Un buen hijo, un buen hermano, buen compañero en la lucha, por la que incluso me desafió”.

Ella le ofreció recursos para que instalara un despacho de abogados. Él se negó. Siguió apoyando las causas sociales hasta que cayó preso. “Él es un hombre muy preparado, con su trabajo hubiera salido adelante.

No que ahora, hasta nos han quitado lo que teníamos ahorrado.

No tenemos ningún apoyo, todo lo ha tenido que pagar la familia. No estaba equivocada en lo que decía”, reprocha.

Una desgracia nunca viene sola, advierte. Meses antes de que ocurrieran los hechos del 3 y 4 de mayo, le detectaron cáncer linfático a su esposo. No encontraron el tumor primario; constantemente se encuentra en “quimios” y radioterapias. El Seguro Social lo incapacita, después de un litigio interpuesto por Héctor para defender una indemnización justa; el caso es ganado.

Rosa adoptó a Héctor a los 15 años: “Lo calcé, vestí, alimenté y le di estudios. Lo quité quizá de algo que a lo mejor pudo haber sido algo nocivo para la sociedad. Hoy defiendo a mi hijo porque él no ofendió a la sociedad, hizo lo que le enseñaron en la universidad: luchar por la democracia, la justicia y el pobre”, dice exaltada la mujer que niega ser simpatizante zapatista, a diferencia de los integrantes del FPDT.

La pobreza de Atenco

María Leonor Romero Morales es madre de Jorge Alberto y Román Adán Ordoñez Romero, presos en el reclusorio del Molino de Flores, sentenciados a más de 31 años de cárcel. La mujer de 47 años vive en un pequeño cuarto construido de cartón y techos de hule, que se ondean con el viento y amenazan con desvencijarse. El piso es de tierra, por donde alguna vez pasó la yunta. La estructura de su “casa” es sostenida por clavos, corcholatas y maderos. Tiene un par de literas, trastos desgastados y una parrilla de gas.

Su hogar no es todo lo que delata su pobreza. Sus ropas, su dentadura incompleta y sus manos maltratadas por el trabajo revelan a primera vista su condición económica. Es madre de seis hijos, divorciada.

Actualmente tramita los últimos papeles que le podrían garantizar una pensión alimenticia de 200 pesos mensuales, según le informó el juez de lo familiar.

Leonor tiene la recomendación médica de no trabajar, padece de úlceras varicosas en ambas piernas. El riesgo es que se le reviente alguna vena, diagnosticó el angiólogo. Luego de la detención de sus hijos, se dedica a las labores domésticas; también lava y plancha ropa ajena. Tiene que cubrir los gastos de su familia, llevarles dinero a sus hijos para que puedan comprar madera y que elaboren marcos artesanales o cuadros religiosos.

Cada visita al reclusorio implica el gasto de los pasajes, la compra de comida en la calle (por lo menos un taco) y de tarjetas telefónicas para que cuando sus hijos tengan el permiso se comuniquen con ella. Por lo menos tiene que contar con 100 pesos el día de la visita.

Sus hijos fueron detenidos en la carretera Texcoco-Lechería después del encuentro entre los pobladores de Atenco y los policías federales. Iban en su bicicleta rumbo a Texcoco, a comprar refacciones para uno de sus vehículos. Se aproximaba la fecha de una peregrinación para visitar a la virgen de Chalma, en la que pretendían participar. Les gustaba el ciclismo.

Leonor acababa de recoger a su nieta de la escuela cuando se percató que mucha gente corría de un lado a otro. No tenía idea de lo que estaba pasando.

Tampoco sus hijos, que eran golpeados por los policías y subidos a unas camionetas.

Encima de sus cuerpos echaron sus bicicletas y, sobre ellas, el peso de la “justicia”.

La mujer, que ha sido pobre toda su vida, dice que antes de la aprehensión de sus hijos no formaba parte del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra.

Ella, asegura, era priista; creía en el partido y en el proyecto de Enrique Peña Nieto, “el mismo que después reprimió a mis hijos”.

La nostalgia vence a Leonor mientras recuerda a Jorge y a Román: rompe en llanto. Por 30 años fue simpatizante del Partido Revolucionario Institucional; “incluso, mis dos hijos y yo apoyamos a Peña Nieto para que subiera al poder.

Anduvimos en su campaña como activistas. Yo le pedía a la gente que le diera su voto porque tenía buenos proyectos, que ya íbamos a tener algún beneficio. Ahora, dónde tiene a mis hijos”, reclama.

Proceso penal manipulado

“Jorge y Román forman parte de la lista de los nueve presos que continúan en el reclusorio Molino de Flores. Fueron sentenciados a más de 31 años de prisión por el cargo de ataque a las vías de comunicación y secuestro equiparado. Las autoridades no les han podido comprobar plenamente los delitos: sus expedientes están plagados de irregularidades, como los de sus compañeros.

Juan de Dios Hernández Monge, abogado del Colectivo de Abogados Zapatistas (CAZ), dice que el despacho lleva actualmente la defensa de Alejandro Pilón Zacate, Edgar Eduardo Morales, Juan Carlos Estrada Cruces, Julio César Espinosa Ramos, Inés Rodolfo Cuellar Rivera, Narciso Arellano Hernández y Óscar Hernández Pacheco.

Licenciado en derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México, explica que de los 207 presos en Atenco, el CAZ llevó la defensa de 104, de los cuales obtuvieron libertad absolutoria para 103, sólo quedó Óscar Hernández Pacheco, quien continúa apelando la sentencia.

Entre las irregularidades destaca que los atenquenses están acusados de secuestro equiparado de ocho policías. Sin embargo, los eventos ocurrieron el 3 de mayo en diferentes horas y lugares. Está documentado que, consecuencia de los enfrentamientos, los pobladores llevaron a los efectivos policiacos a una clínica particular para que fueran atendidos, por lo que no pudieron estar privados de la libertad, dice.

Además “parece imposible material y humanamente que las mismas personas hubieran estado en los cuatro eventos y lugares distintos, como pretende hacer ver el Ministerio Público; eso es absurdo”.

Expone que de las declaraciones que ha utilizado el Ministerio Público para incriminarlos, se han detectado más de 80 policías testigos con declaraciones idénticas. Conforme a la ley, añade, los testigos que declaran en forma idéntica se presume que son aleccionados. “En el caso de los policías, se puede decir que son aleccionados por el propio Estado. La consecuencia legal es que no se le puede dar ningún valor legal a los testimonios fabricados por la propia autoridad”.

Esto significa, dice, que “hay una actitud de animadversión constante.

Se trata de una venganza del gobierno federal, especialmente del régimen de Vicente Fox, porque los macheteros le echaron a perder el negocio de su sexenio. Hay una manipulación de todo el proceso, una criminalización de la lucha social y una politización de la justicia”. (ER)”

Fuente original: Revista Contralínea

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