La cultura de una sociedad es mayor o menor medida el reflejo de una cultura de la clase dominante, que toma vigencia en la mayoría de los medios de comunicación y de los circuitos culturales de un Estado que está a favor de sostener el sistema capitalista.

Para muchos, la polémica entre un “arte a-político” y un “arte de clase” no ha terminado; en esta perspectiva, muchas veces se confunde y se radicaliza posiciones para lograr construir un lenguaje artístico que se ubique en uno u otro de los dos bandos. Es cierto, además, que la ideología de la clase dominante intenta por todos los medios reproducirse, y para ello utiliza todo lo que está a su alcance. Desde el año 1998, en que se legitima en el Ecuador la política de las privatizaciones, se venden muchas de las empresas nacionales y se cristaliza, con el amparo de la Constitución orquestada por Osvaldo Hurtado (DP), el atraco al país.

En este contexto, muchos de los grupos teatrales cambiaron su estrategia de sobrevivencia: la política clientelar exige que las agrupaciones teatrales planteen proyectos acordes a los intereses ideológicos de los grupos de poder para lograr de esta manera obtener presupuestos para su funcionamiento; un ejemplo claro de ello fue la participación de algunos grupos teatrales de la Asociación de Trabajadores del Teatro (ATT), en el proyecto de la mochila escolar, la consolidación de las compañías como Mudanzas, el espacio Teatro Abierto del grupo Mala Yerba y otros.

Se afianza la idea de consolidar mecanismos comerciales que promuevan las actividades teatrales, creando así el formato comercial de las compañías que permitirá a futuro que los grupos teatrales se muevan con este patrón. Esto permite, inclusive, que el Estado recupere dineros a través de impuestos que se cobran por las actividades culturales. La flamante Constitución de Montecristi no logró romper la política de las privatizaciones mantenida por las oligarquías como médula espinal del neoliberalismo; todo lo contrario, se consolida el formato comercial para los grupos culturales.

Las agrupaciones teatrales, en este caso, deben asumir obligatoriamente estos formatos comerciales para proyectar sus actividades, evidenciado en el hecho de que, en la actualidad, ningún grupo que no posea RUC podrá beneficiarse de presupuestos, realizar contratos o convenios, adquirir subvenciones para su producción artística. Esto alentó el hecho de que el Estado o las instituciones encargadas de la promoción teatral no asumieran los retos de organizar festivales, sino más bien cedieron o encargaron a las empresas privadas para que estas promocionen y ejecuten estos mega proyectos de difusión cultural.

El teatro popular comprometido políticamente y renovado en sus lenguajes artísticos tiene muchos retos en las actuales condiciones históricas que vive nuestro país, su lucha por conquistar un arte de clase proletario no ha concluido, puesto que las formas de dominación ideológica no solo desarrollan nuevas estrategias, sino que, además, colocan en el tablero otras nuevas y mejores fichas. Anatoly V. Lunacharski en su obra El Teatro y la Revolución proponía: “El arte es además una fuerza activa y no se reduce solamente al campo de la información. Claro que la información posee una importancia educativa para la clase misma y en relación con las demás clases. Pero es que la fuerza del arte de una u otra clase siempre eleva al máximo la solidez de los principios fundamentales de su cultura, y junto con esto lucha, a veces vence, transforma, adopta la psicología de las clases que la rodean, sean éstas adversas o dependientes. Y en esto consiste la extraordinaria importancia de su misión histórica”.