“A muchos hombres, los versos de Fernando Pessoa les sirven para decir lo que son (o no son) y para entender lo que sienten”: Gonzalo Torrente Ballester.

mí me sucede eso, Fernando, tus versos me sirven para cuestionarme el alma; al leerlos, siento que me revuelca la vida, y comparto mis penas e impotencia con mi ahogada esperanza. Maestro: ¿estás seguro de que yo no fui uno de tus heterónimos, el más romántico y mediocre de todos ellos? A veces, envidio a Ricardo Reis, a Alberto Caeiro y, sobre todo, a Álvaro de Campos, por haber habitado en tu sensible corazón de poeta y por haber escrito con tu lucidez, entintada de tristeza y melancolía…

“Puse en Caeiro todo mi poder de despersonalización dramática; puse en Reis toda mi disciplina mental; puse en de Campos toda la emoción que no me doy ni a mí mismo ni a la vida… Yo soy Fernando Pessoa, impuro y simple…”

Impuro y simple… ¡Jamás! No te bastó tu vida, maestro, para hacer poesía; por eso diste vida a otros hombres dentro de tu hombría; hombría de sentirte un loco sublime en medio de cuerdos insignificantes (“Un interno en un manicomio es, al menos, alguien / yo soy un interno en un manicomio sin manicomio. / Estoy loco en frío, / estoy lúcido y loco, / estoy ajeno a todo e igual que todos: / estoy durmiendo despierto con sueños que son locura / porque no son sueños…”); hombría de sentirte un talento incomprendido y poco valorado por aquella sociedad que tuvo el honor de parirte. Tanto amaste a la literatura, Fernando, que inventaste otros ‘yo’ para que escribieran con distintos estilos, pero con el sello inconfundible de tu desasosiego del alma.

“… ¿De qué te sirve tu mundo interior si lo desconoces? / Tal vez, matándote, lo conozcas finalmente… / Tal vez, acabando, comiences… / Y de cualquier forma, si te cansa ser / ah, cánsate notablemente, / ¡y no cantes, como yo, la vida por borrachera, / no saludes, como yo, la muerte por literatura!”

Como ningún otro poeta, tu voz asesinó la felicidad por considerarla una maldita esperanza destinada a fracasar en el barranco de la ilusión y el desconsuelo; tu voz injurió lo socialmente tolerado, un andamiaje de máscaras hipócritas -aunque existan algunas hermosas-: “Todos nos amamos los unos a los otros, y la mentira es el beso que cambiamos”. Tu voz también fue contradictoria, porque en el fondo de tu sentimiento, aquella felicidad que asesinaste constituía tu verdadera esencia de felicidad, que estaba compuesta de una tristeza infinita, que era certeza y no esperanza.

“… No, no es cansancio / Es una cantidad de desilusión / que se me entraña en la especie de pensar, / es un domingo al revés / del sentimiento, / un festivo pasado en el abismo…”

Fernando, nunca fuiste pesimista, fuiste triste, legítimamente triste, dignamente triste… Yo no puedo serlo, me falta legitimidad y dignidad (aunque, a veces, estar triste me despierta la alegría).

“…mi corazón vacío, / mi corazón insatisfecho, / mi corazón más humano que yo, más exacto que la vida”.

Al igual que tú, maestro, extraño mi infancia y todas aquellas nostalgias que nos prometieron un futuro que nunca llegó, que nunca llegará… “…Cuando era niño el circo del domingo me divertía toda la semana. / Hoy sólo me divierte el circo del domingo de toda la semana de mi / infancia…”

Leo y releo tu obra, firmada por ti y tus heterónimos (tus amigos y fantasmas intelectuales que en algún momento se asombraron de estar tan vivos) y encuentro amarguras y desesperanzas comunes: el dolor de la niñez perdida, el abrazo irremediable de la soledad jamás derrotada, la angustia perenne de entretener la locura en la literatura, las nauseas que provoca el amor, el talento y los atributos poco reconocidos en tu contexto social, y la certidumbre de que la vida es un infinito palpitar de otras vidas.

“… Tenemos, todos los que vivimos, / una vida que es vivida / y otra vida que es pensada, / y la única vida que tenemos /es ésa que está dividida / entre la verdadera y la errada. // Cuál sin embargo es la verdadera / y cuál la errada, nadie / nos lo sabrá explicar; / y vivimos de manera / que la vida que tenemos / es la que tenemos que pensar”.

Seguramente, maestro, yo soy un respiro entrecortado, un sueño jamás soñado, de tu entrañable Álvaro de Campos, de aquel heterónimo literario que más congoja provocó en tu corazón… Al igual que él, al igual que tú, yo también “He soñado más que lo que Napoleón hizo. / He apretado al pecho hipotético más humanidades que Cristo, / he hecho filosofías en secreto que ningún Kant escribió. / Pero soy, y tal vez seré siempre, el de la buhardilla, / aunque no viva en ella; / siempre seré el que no nació para eso; / siempre seré sólo el que tenía cualidades; / seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta junto a una pared / sin puerta, / y cantó la canción del Infinito en un gallinero, / y oyó la voz de Dios en un pozo tapado”.

Fernando, ¿por qué siento estos versos como míos?: “Fallé en todo, pero sin gallardías, / nada fui, nada osé y nada hice, / ni cogí en las ortigas de mis días / la flor de parecer feliz”.

Pero que nadie se engañe, porque tu tristeza infinita, tu locura sublime, eran tus formas de ser feliz; ellas acunaban tus sueños más allá de la esperanza. Al despedirme, maestro, me avergüenzo, pero me siento feliz, feliz de haber plagiado tu desesperanza.

“No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”.