Se dice que la diferencia entre un pesimista y un optimista no es otra cosa más que un pesimista desmemoriado, por ello, hoy cuando al parecer el espeso humo de los incensarios se está disipando, permitiéndonos ver los hechos del presente a la luz de los acontecimientos del pasado, temas tales como la vigencia o no del celibato cuestionan a la milenaria Iglesia Católica, sustentada en el cada vez más deleznable pilar del dogma.

El real interés por la búsqueda de la verdad hace que nos preguntemos cuál es el traasfondo de la hoy, al parecer, inaplicable tradición celibataria para la clerecía eclesiástica , encontrando razones históricas tales como el veredicto del Concilio de Trento en el año 325, que dio lugar, luego del reinado papal de Paulo III, a la definitiva opción de vida que, aunque evidentemente mal anochada, permanece hasta nuestros días, a sabiendas de que los apóstoles fueron casados.

En lo económico es evidente que este formato les ha permitido consolidarse como una casta de descomunales dimensiones económicas, sustentada en el dolor de los más pobres y en el beneplácito de los poderosos, para quienes el cielo no es sino la extensión de la codicia humana y para los otros el supuesto infierno la extensión de la culpa, manipulada a través del fanatismo y del pecado original, con el que se supone todos arribamos a este mundo, especialmente al nuestro, junto a la factura que nos corresponde de la mal habida deuda externa, que cual dogma nos acompaña desde el momento de la llegada al mundo hasta la muerte misma.

Los ningunos escrúpulos con los que la Iglesia ha consolidado su patrimonio, nos recuerdan en nuestra geografía los inmensos fundos en la cuenca de los Ríos Chota y Mira propiedad de los jesuítas, dominicos y franciscanos, donde se mantenían los criaderos de negros destinados para ser esclavos y cruzados como animales, en la más absoluta promiscuidad, en los tendales de haciendas como La Caldera, Chamanal, Pusir, en la que se estrenaron las formas más modernas, a la época, de elementos de tortura en castigo de las más mínimas transgresiones a sus inapelables disposiciones. Los bienes de los que hoy gozan los religiosos y el fasto de sus prelados es mal habido y robado sin ningún escrúpulo al pueblo negro e indio, y hoy a nosotros los mestizos, aunque sabedores somos de que la única nobleza posible para el ser humano es el estandarte del mestizaje, como hermandad que se enarbola ante el enemigo común que es la pobreza, la inequidad en la que vivimos.

En este singular panorama, cómo podía la mujer, ni aun a través del matrimonio sacramentado, unir su vida ante los religiosos, ni menos optar ella misma por el sacerdocio, si por naturaleza la mujer es generadora de vida, fomentadora innata de la solidaridad y consagradora de la equidad y el amor en la Tierra, a través de su generosa y maternal mano, que en oblación permanente de amor nos habla de la Pachamama en su sublimidad y ternura para con todos y todas.

Qué sentido tiene el que quienes vislumbraron a las mujeres pobres, únicamente como chamberlies, coquetas y putas, destinadas en su sacrificio moral a salvaguardar la honestidad de los hogares “dignos y de sangre limpia”, al obligarse a la entrega de su cuerpo a los poderosos, entre los que los frailes optaron siempre por la mejor parte, sin la menor culpa por sus denuestos actos; qué sentido tiene si fundaron su visión de género en las “inspiradas” alocuciones de San Pablo: “la mujer es mala, hay que prescindir de ella si se puede”, para quemarse, preferible casarse, tan claro como lo dijo Tertuliano, “mujer, eres la puerta del infierno”... ¿Santos? Sí, pero concebidos solo en un mundo feliz y equitativo, tendrían que hospitalizarlos, someterlos a tratamientos psiquiátricos, como casos patológicos, tales como se manifiestan.

El mensaje inmenso de Jesús, manipulado de esta manera, nos hace preguntarnos: dos mil años de enseñanzas y borreguismo, ¿han cambiado la naturaleza de la pobreza? No. Sólo han logrado una cosa, matar el espíritu revolucionario de los pobres, mientras el dolor sigue creciendo a pasos agigantados... ¡Viva el celibato!