La situación es preocupante en la medida en que el esquema de fuerzas políticas está hoy más dividido que nunca a su interior y las fracturas son inocultables; al mismo tiempo, el problema mayor será la resultante. Veamos: si se mantiene el Partido Revolucionario Institucional (PRI) con el 40.5 por ciento de la intención del voto, o incluso incrementa esta ventaja, se consolidará como la fuerza política mayoritaria en el Congreso. Y si el Partido Acción Nacional logra recuperar siete puntos porcentuales de aquí a las elecciones, terminará por superar al PRI. Pero en ambos casos la situación seguiría mostrando un desequilibrio entre participación y representación, y sería por tanto el fin de la que suponíamos que era la democracia tardía a la mexicana.

El núcleo central de este alegato consistiría en que el escenario de una democracia supone unidad interna de las opciones políticas, donde el disenso no alcance jamás el punto de intolerancia, descalificación o ruptura; la participación ciudadana que supone una sociedad civil organizada, pluralista y autónoma capaz de fiscalizar el ejercicio del poder y por tanto no partidista. Y como corolario, capacidad de alianza y gestión, lo que deriva en unidad de mando y de propósito basada en la expresión de Mariano Otero de “coincidir y acordar en lo fundamental”.

Sin embargo, entre el peor y el mejor escenario media un abismo que los vuelve excluyentes, pues hay que agregar, siguiendo a Karl Popper, que la democracia tiene como requisito de entrada el bienestar. Y una sociedad como la nuestra carece, en su mayoría, de los mínimos indispensables, lo que convierte al voto en mecanismo clientelar para la fuerza política que ostente el poder en turno. Esto sin tomar en cuenta la desconfianza que genera entre la gente todo discurso proveniente desde el ámbito del poder o de quienes aspiran a él.

Es evidente que los partidos están en plena guerra sucia y de ello no se salva ninguno. Comencemos por los que se dicen “verdes”, cuyas propuestas son medicinas pagadas por el gobierno para que el doctor Simi, hermano de los González, vuelva a su negocio de proveedor del sistema de salud o que el otro hermano, el curita que fue rector de la Ibero (Universidad Iberoamericana), abra su negocio de academias de inglés y cómputo para suplir las deficiencias del sistema educativo.

No de menor importancia es la visible división de la izquierda mexicana bajo el tradicional sectarismo y caudillismo que invariablemente la ha hundido y cuya factura será cubierta en estas elecciones con retrocesos en los espacios que se creían ganados. A lo anterior hay que sumar los nepotismos y compadrazgos de todas las listas, donde esposas, hermanos, hijos compadres de la vieja clase política buscan uncir a sus cachorros a un carro que desfallece como modelo de organización política.

Consideración especial merecen los escándalos de toda la clase política y que en sí mismos se traducen en el repudio y descrédito entre toda la sociedad y donde en ningún momento he escuchado alguna voz con mediana autoridad moral que afirme que todo lo anterior es falso. Por si fuera poco, la crisis económica mundial que mantiene postrada a nuestra propia economía se profundiza y está lejos de superarse. En resumen, no estamos frente al fin del mundo, pero sí de ese mundo herencia del siglo XX que hoy marca inevitablemente su ocaso y que nos obliga a pensar de modo reflexivo en el futuro y el presente con independencia de este pasado que se niega a irse y amenaza de modo ilusorio con perpetuarse.

Hay, sin embargo, un factor adicional a considerar en los estudios de opinión: se trata de incluir no sólo a quienes votarán, sino también a la categoría de los que de ninguna manera estamos indecisos, pero que nuestra decisión va en este sentido: no tenemos a quien entregarle nuestro voto. Y en este punto, a los partidos y candidatos correspondería el probarnos lo contrario.