Hablar de William Faulkner es hablar de palabras mayores dentro de la literatura universal. Él, junto a Joyce, Kafka, Pessoa, Borges, Proust, Nabokov, Mann, Hamsun, y, acaso, algunos literatos más (el número de pétalos de uno o máximo dos tréboles), comparten el podio de lo más significativo de la escritura mundial en el siglo XX.

Usted podrá coincidir, disentir o completar la lista: ¡es tan hermosa la polémica en la bohemia literaria! Al fin de cuentas, toda categorización es impositiva y parcializada, más aún esta, limitada por utilizar como parámetros de análisis únicamente el oficio de la lectura y relectura, y un apasionamiento evidentemente subjetivo.

Infierno artístico


Faulkner golpea las cabezas de los imberbes e ingenuos mortales que lo leen por primera vez, especialmente con cuatro trágicas, brutales, demenciales, turbias pero, paradójicamente, lúcidas novelas: ‘El sonido y la furia’ (1929), ‘Mientras agonizo’ (1930), ‘Luz de agosto’ (1932) y ‘¡Absalom, Absalom!’ (1936). Lo fascinante de este autor es que continúa apaleando con igual intensidad, después de un segundo o tercer intento de comprender el porqué del primer asombro -no siempre grato- literario.

Su universo narrativo es un verdadero infierno artístico, ambientado casi siempre en el Sur de los Estados Unidos, donde blancos y negros viven miserablemente en paz, odiándose candorosamente. En este ambiente, seres marginales de la vida y del dinero conforman una inmisericorde pesadilla social, en la cual la violencia y el sexo son esencias monstruosamente placenteras de sus dramáticas y fatalistas historias.

“La experiencia de la lectura de Faulkner puede ser en el primer instante desconcertante. El lector se ve rodeado por un vehemente pleito de personajes reticentes, que no le querrán explicar nunca sus antiguas cuestiones, pero que van cargados del peso de una sombría fatalidad, contra la que no intentan reaccionar: del viejo fondo religioso y moral conservan solo la conciencia del mal y la culpa, pero no la idea de la libertad. Y todo ello está contado no a través de conceptos ni explicaciones, sino a través de sensaciones: olemos y tocamos como los personajes, pero no sabemos lo que piensan ni si son buenos o malos… También el lector queda subyugado a una fatalidad en la lectura, dejándose hipnotizar por la misma incomodidad del lenguaje, para recordar después su experiencia como la de un tiempo en que dejó de ser él mismo y se volvió un extraño personaje”, analiza el especialista literario José María Valverde.

Si las tramas son complejas, no menos dificultosa es la técnica narrativa de Faulkner: en tres de sus cuatro grandes novelas (la excepción es ’Luz de Agosto’), la acción se desarrolla a través de jugar profanamente con el tiempo y de revelarse, desnuda y pura, a partir de monólogos interiores. Suele suceder que su narrativa es como la composición de un sueño: en un instante pueden estar presentes todos los tiempos, el espacio es una mirada infinita y los hombres se abrazan, con igual fraternidad, con la vida y con la muerte… Al despertar del sueño, es decir al terminar el libro, uno lo encuentra infamemente coherente…

Solitario e implacable


Hasta el día que le otorgaron el Premio Nobel de Literatura, en 1949, Faulkner no era un escritor lo suficientemente valorado y aceptado en su país: los críticos y literatos estadounidenses reconocían en él una extraña pero avasalladora fuerza narrativa; sin embargo, por sus temáticas desgraciadas y violentas, y por su personalidad, no exenta de la polémica y el escándalo (no podía ser de otra manera, en el caso de William), lo consideraban como un escritor ‘maldito’, de segundo o tercer orden en importancia dentro de las letras norteamericanas.

“Tenía una apariencia superior, aristocrática, un aire reservado y, cuando alguien intentaba entrar demasiado en confianza, una arrogante agilidad mental. Se le consideraba un tipo raro, un fracasado inofensivo…”, señala Michael Millgate, un estudioso de la obra faulkneriana.

Lamentable e irónicamente fue así: a la mañana siguiente que le otorgaron el Nobel, era imposible encontrar una obra suya en las librerías de Estados Unidos: no porque se hubieran agotado a raíz de la trascendente noticia, no…: sus libros habían desaparecido siete años antes, convertidos en pulpa para la fabricación de cartones…

Pero eso no le importó nunca a Faulkner, él no se preocupaba por esas minucias insignificantes; a él sólo le importaba escribir y tratar de sentirse satisfecho con su obra. “Degenerado dentro de la sociedad norteamericana, no buscaba dólares; se contentaba con ser, párrafo tras párrafo, él mismo dentro de su genio o su locura; se contentaba –lo dijo- con un poco de tabaco, un poco de whisky sureño y su maravillosa soledad nocturna en un granero al borde de la ruina, desbordante de marlos resecos, alfombrado por suciedad de gallinas”, señala el gran escritor uruguayo Juan Carlos Onetti.

Faulkner fue un hombre singular, que buscó despiadadamente dentro de la literatura su pureza demencial (conociendo a Faulkner, seguirá esta búsqueda en el quinto infierno, chamuscándose la vida y forjando, a fuego vivo, otro excepcional y perverso libro).

Impulsado por demonios


En alguna ocasión le preguntaron a Faulkner si existía alguna fórmula que fuera posible seguir para ser un buen novelista, y él contestó: “99% de talento, 99% de disciplina y 99% de trabajo”. El burdo periodista le interrumpió: “¿y la inspiración?” Faulkner fue tajante: “Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar, pero nunca la he visto”.

Faulkner fue, sobre todo, sus libros. (Lo continúa siendo, cuando alguien decide golpearse la cabeza y sufrir una arritmia cardíaca leyendo o tratando de decodificar sus obras, y descubriendo que el decodificado es uno).

“El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Además, no debe preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores, sino por ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo”, afirma Faulkner.

Algunos críticos lo catalogan como el último representante de la ‘tragedia griega’, otros como el renovador de la prosa americana y algunos opinan que es el escritor más importante de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos. Los simples mortales e imberbes que lo leen, en cambio, opinan que es un escritor difícil de clasificar, imposible de igualar, y que está, al igual que sus obras, fantásticamente lúcido, como un sueño… o una pesadilla…