Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, Maurice Joly, Alianza Editorial, Barcelona 1977, pp. 55-60.

Diálogo Séptimo

Maquiavelo

Aquí podemos detenernos.

Montesquieu

Os escucho.

Maquiavelo

Debo deciros ante todo que estáis profundamente equivocado con respecto a la aplicación de mis principios. El despotismo aparece siempre a vuestros ojos con el ropaje caduco del monarquismo oriental; yo no lo entiendo así; con sociedades nuevas, es preciso emplear procedimientos nuevos. No se trata hoy en día, para gobernar, de cometer violentas iniquidades, de decapitar a los enemigos, de despojar de sus bienes a nuestros súbditos, de prodigar los suplicios; no, la muerte, el saqueo y los tormentos físicos sólo pueden desempeñar un papel bastante secundario en la política interior de los Estados modernos.

Montesquieu

Es una inmensa suerte.

Maquiavelo

Os confieso, sin duda, que muy poca admiración me inspiran vuestras civilizaciones de cilindros y tuberías; sin embargo, marcho, podéis creerlo, al ritmo del siglo; el vigor de las doctrinas asociadas a mi nombre estriba en que se acomodan a todos los tiempos y a las situaciones más diversas. En nuestros días Maquiavelo tiene nietos que conocen el valor de sus enseñanzas. Se me cree decrépito, y sin embargo rejuvenezco día a día sobre la tierra.

Montesquieu

¿Os burláis de vos mismo?

Maquiavelo

Si me escucháis, podréis juzgar. En nuestros tiempos se trata no tanto de violentar a los hombres como de desarmarlos, menos de combatir sus pasiones políticas que de borrarlas, menos de combatir sus instintos que de burlarlos, no simplemente de proscribir sus ideas sino de trastocarlas, apropiándose de ellas.

Montesquieu

¿Y de qué manera? No entiendo este lenguaje.

Maquiavelo

Permitidme; esta es la parte moral de la política; pronto llegaremos a las aplicaciones prácticas. El secreto principal del gobierno consiste en debilitar el espíritu público, hasta el punto de desinteresarlo por completo de las ideas y los principios con lo que hoy se hacen las revoluciones. En todos los tiempos, los pueblos al igual que los hombres se han contentado con palabras. Casi invariablemente les basta con las apariencias; no piden nada más. Es posible entonces crear instituciones ficticias que responden a un lenguaje y a ideas igualmente ficticios; es imprescindible tener el talento necesario para arrebatar a los partidos esa fraseología liberal con que se arman para combatir al gobierno. Es preciso saturar de ella a los pueblos hasta el cansancio, hasta el hartazgo. Se suele hablar hoy en día del poder de la opinión; yo os demostraré que, cuando se conocen los resortes ocultos del poder, resulta fácil hacerle expresar lo que uno desea. Empero, antes de soñar siquiera en dirigirla, es preciso aturdirla, sumirla en la incertidumbre mediante asombrosas contradicciones, obrar en ella incesantes distorsiones, desconcertarla mediante toda suerte de movimientos diversos, extraviarla insensiblemente en sus propias vías. Uno de los grandes secretos del momento consiste en saber adueñarse de los prejuicios y pasiones populares a fin de provocar una confusión que haga imposible todo entendimiento entre gentes que hablan la misma lengua y tienen los mismos intereses.

Montesquieu

¿Cuál es el sentido de estas palabras cuya oscuridad tiene un no sé qué de siniestro?

Maquiavelo

Si el sabio Montesquieu desea reemplazar la política por los sentimientos, acaso debiera detenerme aquí; yo no pretendía situarme en el terreno de la moral. Me habéis desafiado a detener el movimiento en vuestras sociedades atormentadas sin cesar por el espíritu de la anarquía y la rebelión. ¿Me permitiréis que os diga cómo resolvería el problema? Podéis poner a salvo vuestros escrúpulos aceptando esta tesis como una cuestión de pura curiosidad.

Montesquieu

Sea.

Maquiavelo

Concibo asimismo que me pidáis indicaciones más precisas; ya llegaré a ellas; mas permitidme que os diga ante todo en qué condiciones esenciales puede hoy el príncipe consolidar su poder. Deberá en primer término dedicarse a destruir los partidos, a disolver, dondequiera existan, las fuerzas colectivas, a paralizar en todas sus manifestaciones la iniciativa individual; a continuación, el nivel mismo de temple decaerá espontáneamente, y todos los brazos, así debilitados, cederán a la servidumbre. El poder absoluto no será entonces un accidente, se habrá convertido en una necesidad. Estos preceptos políticos no son enteramente nuevos, mas, como os lo decía, son los procedimientos y no los preceptos los que deben serlo. Mediante simples reglamentaciones policiales y administrativas es posible lograr, en gran parte, tales resultados. En vuestras sociedades tan espléndidas, tan maravillosamente ordenadas, habéis instalado, en vez de monarcas absolutos, un monstruo que llamáis Estado, nuevo Briareo cuyos brazos se extienden por doquier, organismo colosal de tiranía a cuya sombra siempre renacerá el despotismo. Pues bien, bajo la invocación del Estado, nada será más fácil que consumar la obra oculta de que os hablaba hace un instante, y los medios de acción más poderosos quizá los que, merced a nuestro talento, tomaremos en préstamo de ese mismo régimen industrial que tanto admiráis.

Con la sola ayuda del poder encargado de dictar los reglamentos instituiría, por ejemplo, inmensos monopolios financieros, depósitos de la riqueza pública, de los cuales tan estrechamente dependerían todas las fortunas privadas que estas serían absorbidas junto con el crédito del Estado al día siguiente de cualquier catástrofe política. Vos sois un economista, Montesquieu, sopesad el valor de esta combinación.

Una vez jefe de gobierno, todos mis edictos, todas mis ordenanzas tendrían constantemente el mismo fin: aniquilar las fuerzas colectivas e individuales, desarrollar en forma desmesurada la preponderancia del Estado, convertir al soberano en protector, promotor y remunerador.

He aquí otra combinación también pedida en préstamo del orden industrial: en los tiempos que corren, la aristocracia, en cuanto fuerza política, ha desaparecido; pero la burguesía territorial sigue siendo un peligroso elemento de resistencia para los gobiernos, porque es en sí misma independiente; puede que sea necesario empobrecerla o hasta arruinarla por completo. Bastará, para ello, aumentar los gravámenes que pesan sobre la propiedad rural, mantener la agricultura en condiciones de relativa inferioridad, favorecer a ultranza el comercio y la industria, pero sobre todo la especulación; porque una excesiva prosperidad de la industria puede a su vez convertirse en un peligro, al crear un número demasiado grande de fortunas independientes.

Se reaccionará provechosamente contra los grandes industriales, contra los fabricantes, mediante la incitación a un lujo desmedido, mediante la elevación del nivel de los salarios, mediante ataques a fondo hábilmente conducidos contra las fuentes mismas de producción. No es preciso que desarrolle estas ideas hasta sus últimas consecuencias, sé que percibís a las mil maravillas en qué circunstancias y con qué pretextos puede realizarse todo esto. El interés del pueblo, y hasta una suerte de celo por la libertad, por los elevados principios económicos, cubrirán fácilmente, si se quiere, el verdadero fin. Huelga decir que el mantenimiento permanente de un ejército formidable, adiestrado sin cesar por medio de guerras exteriores, debe constituir el complemento indispensable de este sistema; es preciso lograr que en el Estado no haya más que proletarios, algunos millonarios, y soldados.

Montesquieu

Continuad.

Maquiavelo

Esto, en cuanto a la política interior del Estado. En materia de política exterior, es preciso estimular, de uno a otro confín de Europa, el fermento revolucionario que en el país se reprime. Resultan de ello dos ventajas considerables: la agitación liberal en el extranjero disimula la opresión en el interior. Además, por ese medio, se obtiene el respeto de todas las potencias, en cuyos territorios es posible crear a voluntad el orden o el desorden. El golpe maestro consiste en embrollar por medio de intrigas palaciegas todos los hilos de la política europea a fin de utilizar una a una a todas las potencias. No os imaginéis que esta duplicidad, bien manejada, pueda volverse en detrimento de un soberano. Alejandro VI, en sus negociaciones diplomáticas, nunca hizo otra cosa que engañar; sin embargo, siempre logró sus propósitos, a tal punto conocía la ciencia de la astucia. 1 Empero en lo que hoy llamáis el lenguaje oficial, es preciso un contraste violento, ningún espíritu de lealtad y conciliación que se afectase resultaría excesivo; los pueblos que no ven sino la apariencia de las cosas darán fama de sabiduría al soberano que así sepa conducirse.

A cualquier agitación interna debe poder responder con una guerra exterior; a toda revolución inminente, con una guerra general; no obstante, como en política las palabras no deben nunca estar de acuerdo con los actos, es imprescindible que, en estas diversas coyunturas, el príncipe sea lo suficientemente hábil para disfrazar sus verdaderos designios con el ropaje de designios contrarios; debe crear en todo momento la impresión de ceder a las presiones de la opinión cuando en realidad ejecuta lo que secretamente ha preparado de su propia mano.

Para resumir en una palabra todo el sistema, la revolución, en el Estado, se ve contenida, por un lado, por el terror a la anarquía, por el otro, por la bancarrota, y, en última instancia, por la guerra general.

Habréis advertido ya, por las rápidas indicaciones que acabo de daros, el importante papel que el arte de la palabra está llamado a desempeñar en la política moderna. Lejos estoy, como veréis, de desdeñar la prensa, y si fuera preciso no dejaría de utilizar asimismo la tribuna; lo esencial es emplear contra vuestros adversarios todas las armas que ellos podrían emplear contra vos. No contento con apoyarme en la fuerza violenta de la democracia, desearía adoptar, de las sutilezas del derecho, los recursos más sabios. Cuando uno toma decisiones que pueden parecer injustas o temerarias, es imprescindible saber enunciarlas en los términos más convenientes, sustentarlas con las más elevadas razones de la moral y del derecho.

El poder con que yo sueño, lejos como veis, de tener costumbres bárbaras, debe atraer a su seno todas las fuerzas y todos los talentos de la civilización en que vive. Deberá rodearse de publicistas, abogados, jurisconsultos, de hombres expertos en tareas administrativas, de gentes que conozcan a fondo todos los secretos, todos los resortes de la vida social, que hablen todas las lenguas, que hayan estudiado al hombre en todos los ámbitos. Es preciso conseguirlos por cualquier medio, ir a buscarlos donde sea, pues estas gentes prestan, por los procedimientos ingeniosos que aplican a la política, servicios extraordinarios. Y junto con esto, todo un mundo de economistas, banqueros, industriales, capitalistas, hombres con proyectos, hombres con millones, pues en el fondo todo se resolverá en una cuestión de cifras.

En cuanto a las más altas dignidades, a los principales desmembramientos del poder, es necesario hallar la manera de conferirlos a hombres cuyos antecedentes y cuyo carácter abran un abismo entre ellos y los otros hombres; hombres que sólo pueden esperar la muerte o el exilio en caso de cambio de gobierno y se vean en la necesidad de defender hasta el postrer suspiro todo cuanto es.

Suponed por un instante que tengo a mi disposición los diferentes recursos morales y materiales que acabo de indicaros; dadme ahora una nación cualquiera. ¡Oídme bien! En El Espíritu de las leyes 2 consideráis como un punto capital no cambiar el carácter de una nación cuando se quiere conservar su vigor original. Pues bien, no os pediría ni siquiera veinte años para transformar de la manera más completa el más indómito de los caracteres europeos y para volverlo tan dócil a la tiranía como el más pequeño de los pueblos de Asia.

Montesquieu

Acabáis de agregar, sin proponéroslo, un capítulo a vuestro Tratado del Príncipe. Sean cuales fueren vuestras doctrinas, no las discuto; tan solo hago una observación. Es evidente que de ningún modo habéis cumplido con el compromiso que habéis asumido; el empleo de todos estos medios supone la existencia del poder absoluto, y yo os he preguntado precisamente cómo podrías establecerlo en sociedades políticas que descansan sobre instituciones liberales.

Maquiavelo

Vuestra observación es perfectamente justa y no pretendo eludirla. Este comienzo era apenas un prefacio.

Montesquieu

Os pongo, pues, en presencia de un Estado, monarquía o república, fundado sobre instituciones representativas; os hablo de una nación familiarizada desde hace mucho tiempo con la libertad; y os pregunto cómo, partiendo de allí, podréis retornar al poder absoluto.

Maquiavelo

Nada más fácil.

Montesquieu

Veamos.

1) Tratado del Príncipe, capítulo XVII.

2) El espíritu de las leyes, libro XIX, cap. V.