Durante los ‘80 Pandolfo fue una parte fundamental del rock under porteño: con Don Cornelio y La Zona, una agrupación oscura y visceral cuyo disco debut fue producido por Andrés Calamaro, obtuvo las primeras ovaciones del público para su poesía descarnada. Pero poco después de editar la segunda placa, Patria o Muerte, el conjunto se disolvió dejando detrás de si algunos clásicos imborrables como “Ella Vendrá”, “Cenizas y diamantes” y “Una señal en el agua”.

Al tiempo armó Los Visitantes, proyecto con el que llegó a los grandes escenarios y con el que recorrió todo el país a caballito de una lluvia de hits que todavía perduran en el imaginario colectivo. Estilísticamente se abrió a los sonidos populares y así se generó un abanico de posibilidades enormes donde mechar sus elogiadas letras. Incluso en el mejor momento de la banda se presentaron como número de cierre del Azul Rock de 1997, marcando un hito en la historia del festival de rock más antiguo del centro de la provincia de Buenos Aires.

Cuando separó al conjunto, el cantante inició una carrera solista que en diciembre próximo cumplirá una década a lo largo de la cual ya editó tres discos, incluido uno de versiones. Pandolfo llega al centro de la provincia en un momento en el que se reencontró con los elogios y los aplausos por su obra reciente. Más que merecidos.

 Un elemento muy presente en tus canciones es la naturaleza. ¿Cuánta importancia tiene como fuente de inspiración?

 Cuando empecé a tocar con mis amigos, allá por el ‘77 o ‘78, éramos muy hippies, de salir a la aventura con la carpa y cantábamos canciones de fogón. Entonces la relación con la Pachamama era algo fuerte y a la vez algo inevitable. Más adelante, a mediados de los ‘80, se metieron en mi obra cosas más urbanas y densas, como el hardcore o el dark y así cambió un poco la estética de las composiciones.

Y más o menos en el ‘93, cuando todavía nadie estaba muy conectado con la idea de los countries, me fui a vivir a un lugar donde tenía árboles, una parrilla, aire puro y en el que hice mi primera huerta. Tenía 28 o 29 años y estaba en pleno agite de los Visitantes. La idea de irse a vivir al campo no tenía mucho glamour, generaba un impacto raro. Pero somos una emanación al planeta Tierra y nos debemos a la madre. Desde el punto de vista filosófico estamos plantados en este planeta y, naturalmente, ese es un punto de referencia para toda creación humana.

 ¿Cómo eras percibido entre el resto de los músicos de tu generación cuando empezaste a tocar?

 Mi primera banda la formé cuando tenía trece años y se llamó Sempiterno. Éramos dos o tres compañeros de secundaria y armamos un cuarteto de dos violas, bajo y batería. Debutamos en el otoño del ‘79, por lo que en estos días estoy festejando treinta años de escenario ininterrumpidos. En ese momento éramos muy amateurs: nos encontrábamos una vez por semana a ensayar y tocábamos en colegios, clubes y alguna que otra iglesia o algo así. Tocábamos bastante, pero fuera de todo lo que era el mercado de entonces. Cuando terminamos el secundario también se terminaba la dictadura, pero ya éramos una generación prototípica de lo que se vivió en aquellos años. Justo en diciembre del ‘83 terminé el colegio y tuve que salir a la calle a laburar.

Y al año siguiente armé Don Cornelio con el baterista de la otra banda que había en la escuela. Empezamos ensayando tres veces por semana y en el ´85 ya estábamos tocando a lo loco, por lo que no ensayábamos más. Fue un cambio de era política, social y cultural para Argentina y paralelamente nosotros salíamos de la banda psicodélica, hippie y psicobolche de secundaria para formar un grupo de pelo corto, que tenía ganas de bailar en la pista y putear un poco. En la década del ‘70 el rock se metió en el autoconocimiento, en los ’80 fue más mandar a la puta que los parió a todos, con el punk y el dark tan en boga.

En cambio en los ‘90, la fiesta ya no tenía tanto sustento y pasó a ser todo aguante, aguante, aguante, aguante. Con Don Cornelio tocábamos mucho en Palermo, Floresta, San Telmo… y así llegamos al mainstream, cuando terminamos grabando el primer disco a los tres años. Y los músicos de nuestra generación nos hacían sentir muy halagados por lo que cambiamos mucho la estética para el segundo álbum, Patria o Muerte, que fue una reacción violenta en la que mostramos la otra cara de la moneda (risas).

 Durante los ‘90 participaste de Los Verbonautas, un colectivo de artistas que recitaban poesía en cafés porteños. ¿Seguís escribiendo poesía al día de hoy fuera de lo que requieren tus canciones?

 Si, siempre estoy escribiendo bastante. Hay épocas en la que la mayoría de mis textos se va a la composición de canciones, como lo que estuve haciendo desde marzo hasta ahora. Y hay otras en las que escribo a lo loco, y es puro vómito poético con revelaciones, o piropos, o enconos, pero no hay forma de que salga una canción. De alguna manera desde el ‘78 en adelante ya acumulé como cien libros de poesías, escribí muchísimo hasta que me calmé y me dediqué a la meditación. Pero como que no puedo parar de escribir poesía (risas).

 ¿Esos cuadernos los tenés guardados?

 Si, están todos guardados porque soy muy obsesivo y guardo todo. Desde la primera canción que escribí cuando tenía doce años hasta la que hice la semana pasada tengo casi todo. Generalmente guardo los cuadernos con un nombre que hace referencia a alguna canción que sobresale a todo el trabajo. Hay dos personas muy amigas que viven en Comodoro Rivadavia, Quique Olariaga y Andrés Cusardo, que en los últimos diez años me insistieron mucho para publicar algo de ese material. Me imagino que voy a seleccionar sobre los últimos cinco años, siento que cada día estamos más cerca y que algún día voy a ponerme a hacer mi propia selección.

Es una cuestión de tiempo y se que tarde o temprano lo voy a hacer, es muy importante para mí, pero como siempre estoy en la lucha para hacer un disco mejor que el anterior a veces no puedo encarar el tema con la voluntad que se merece. Y si no lo hago yo va a quedar para cuando me muera y ahí que agarren mis familiares y publiquen todo (risas). Eso también generaría algún escándalo porque está toda mi puta vida metida ahí adentro (más risas). Son muy tremendos los conflictos de las personas, pero en una canción pongo cosas que por ahí ayudan a los demás y generan un campo de energía positiva. Y en una poesía puede haber un vómito abyecto de cosas oscuras que puede herir a las personas que integran mi entorno.

 Si se mira tu trayectoria en retrospectiva da la sensación de que los primeros discos estaban más relacionados con las corrientes estéticas de cada época y a medida que avanzaste fuiste purificando las canciones, componiendo cosas más simples. ¿Sentís que con el paso del tiempo privilegiaste más el interior que el ornamento?

 Lo más puro que hice en mi carrera es mi último disco, Ritual Criollo, y es el que voy a ir a presentar ahora a Olavarría, Azul y Tandil. En diciembre del ´99 cumplo diez años como solista, he dado muchos recitales en todo el país con este formato. Ritual Criollo fue un disco al que me costó mucho trabajo llegar, hacía mucho tiempo que tenía ganas de hacer un disco acústico, introspectivo, con vestigios de psicodelia, con tumbado afrocriollo y latinoamericano, y sin abandonar la cultura beatle, que mamé desde los trece años. Para eso hay que tener la cabeza muy abierta y hoy me parece que es más perdurable una canción de Yupanqui solo con una guitarra que Mobi con todas sus cajas rítmicas. Nada ni nadie puede sonar tan puro con Yupanqui, es como un diamante, una pieza única.

Es algo que tiene que ver con la pureza del arte, es como el Bosco, o Van Gough, algo muy inmortal. Como Gardel mismo: dentro de doscientos años vamos a tener sistemas de sonidos telekinéticos, vamos a poder hacer que los sonidos vengan a nuestra mente desde el aire y sin embargo ahí va a estar Gardel, porque tiene una perdurabilidad única, una fuerza enorme como de un desnudo masculino esculpido por Miguel Angel. Creo que todo eso tiene que ver con la necesidad de salirse de la pirotecnia del pan y el circo, de lo que vivimos desde la década del ´90, cuando se empezaron a montar espectáculos artísticos de música popular en los que había que tener un millón de dólares para mostrar una canción en un estadio de fútbol con muchas luces y pantallas. Todo esto me parece que tiene que ver con una insatisfacción espiritual que, en ese aspecto, está muy cerca de la opulencia.

Nota publicada en Rock.com.ar