(Por Ana Delicado Palacios).- Las recientes elecciones de diputados para el Parlamento europeo, celebradas a principios de junio, constituyen el último baremo para retratar la respuesta social de la Unión en el marco de una situación muy vulnerable, crisis global mediante, ante la que algunos países han llegado a dar muestras de hastío.
Por eso no son pocos los que han quedado perplejos ante los resultados de estos comicios, de los que salieron fortalecidas las fuerzas de la derecha política. Los analistas debieron asumir el desafío de explicar por qué, ante la crisis, gran parte del electorado ha premiado a los partidos adscriptos a las ideas neoliberales, cuyas políticas sentaron las bases del actual descalabro.
Claro que no se puede pasar por alto un factor que de por sí atenúa la imagen de una derecha vencedora. Ningún análisis podría interpretar con seriedad el equilibrio de fuerzas que se ha configurado en la Unión Europea (UE) si no menciona antes la abstención que ha empañado la supuesta alegría de las formaciones que más escaños han conseguido.
Si la abstención tuviera que estar representada y compitiera por bancas como cualquier otro partido, hoy nos encontraríamos con la mayor parte del Parlamento vacío. La proporción de potenciales electores que no quiso votar en esta oportunidad alcanzó casi el 60%, la tasa más alta desde que se celebraron las primeras elecciones en 1979, cuando no acudió a las urnas el 40%.
La generalizada renuncia a votar en algunos países fue más que llamativa. En Finlandia y Lituania, por ejemplo, sufragó menos del 21% del electorado, lo que contrasta con la alta participación en Luxemburgo o Bélgica, donde alcanzó el 90% y 91% respectivamente. No mostraron tanto entusiasmo las principales naciones en las que reside gran parte del peso de la Unión Europea, dado que en Francia y Alemania la abstención alcanzó el 58%, en España el 55%, y en Holanda el 60%. La excepción fue, curiosamente, Italia, cuyo gobierno está envuelto en un gran escándalo, donde votó el 71% de la población.
No puede soslayarse el hecho de que los grandes partidos de tendencia liberal, a pesar de todo, han reunido la mayor parte de los sufragios emitidos. El Grupo Partido Popular Europeo, que aglutina a las agrupaciones más conservadoras, obtuvo 264 escaños de los 736 del Parlamento. Muy por detrás quedó el Grupo Socialista Europeo, que alberga a los partidos de tendencia socialdemócrata y que debió conformarse con 103 diputados menos.
Preocupante avance
La derecha, en definitiva, triunfó en los países en donde ya gobierna, es decir en Alemania, Austria, Bélgica, Bulgaria, Chipre, Eslovenia, Francia, Holanda, Hungría, Italia, Letonia, Lituania y Polonia. Los partidos que se identifican con la centroizquierda, por su parte, retrocedieron en los países en los cuales tienen el poder, como en España, Reino Unido y Portugal. Pero las derrotas más significativas de la socialdemocracia fueron las sufridas por el Partido Socialdemócrata de Alemania y el Partido Socialista Francés, agrupaciones que obtuvieron resultados a la altura de los peores de su historia.
Las propuestas de la derecha xenófoba, por otra parte, ganaron aceptación en naciones como Austria, Eslovaquia, Finlandia, Hungría, Italia y Reino Unido. En Holanda su avance fue muy importante, con los cuatro escaños –de los 25 posibles– conseguidos por el grupo Partido Libertad, espacio que hasta el momento no tenía representación en el Parlamento europeo. Esta formación política congregó el apoyo de sectores de la población que han optado por el apoyo de medidas reaccionarias, entre ellas, el rechazo abierto a la inmigración.
El mismo caso puede encontrarse en Italia con la Liga del Norte. La crisis de legitimidad y representación política que existe en el seno de la Unión Europea ocasionó una mayor predisposición hacia propuestas autoritarias y nacionalistas dado que parecen dar una respuesta más contundente y firme que la de los partidos tradicionales. Las posturas extremistas lograron canalizar, con astucia, el temor y la inquietud por el futuro, y de ese modo azuzaron el miedo hacia lo extranjero, utilizado como si fuera poco menos que el origen de todos los males y que, de paso, actúa como cortina de humo para desviar la atención de las verdaderas causas de la crisis.
Con las fuerzas de centroizquierda sucedió todo lo contrario. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en España, el Partido Democrático (PD) en Italia, el Partido Socialista (PS) en Francia o el Partido Laborista (PL) en Reino Unido, fueron castigados con un descenso del respaldo popular, que refleja el descontento general por la falta de soluciones y propuestas que ha percibido la opinión pública en sus propios países.
Este malestar –que ha podido verse también en países como Austria, Dinamarca, Holanda y Hungría–, se viene consolidando poco a poco, con partidos que se presentan como progresistas, pero que ejecutan la mismas iniciativas económicas y sociales de los grupos conservadores. Asumieron como propias las doctrinas liberales, dieron prioridad a la desregulación de los mercados laborales y la privatización de los servicios públicos, y no impulsaron políticas fiscales progresivas o una redistribución de la riqueza que hayan podido contener las crecientes desigualdades sociales.
Desmovilización
Uno de los ejemplos más evidentes puede verse en España, que presume de tener en el gobierno a uno de los pocos partidos de postulado socialista de la Unión Europea. El PSOE, considerado de centroizquierda, lleva a cabo las rebajas fiscales que haría en su lugar el Partido Popular (PP), de tendencia conservadora. El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero rebajó el impuesto de sociedades y eliminó el tributo de las sucesiones, convirtiendo a España en uno de los países con menor presión fiscal y, junto con Portugal, en la nación con menos gasto social de la Unión Europea.
Esto explica en parte la desmovilización de las bases electorales de los partidos socialdemócratas, que no terminan de trasladarse a los partidos de izquierda porque no han sabido alcanzar la suficiente proyección social. Su descalabro en las elecciones europeas ha sido sorprendente, sobre todo si se tienen en cuenta las protestas sociales que cobraron auge desde finales de 2008 como contraofensiva a la crisis. Considerando que las poblaciones de la Unión Europea suelen caer en cierta apatía a la hora de reclamar sus derechos, este despertar parecía augurar un cierto reflejo en votos de izquierda. Pero no ocurrió.
La reacción popular ante la crisis fue tan enérgica, que hizo caer a los gobiernos de Hungría, Islandia, Letonia y la República Checa en pocos meses. Pero las reivindicaciones planteadas por esas movilizaciones se deshicieron igual de rápido. Durante las semanas previas a las elecciones, se percibía el aletargamiento social que pudo comprobarse en los comicios europeos.
Esa es otra de las consecuencias de los resultados electorales de junio. La desidia para reivindicar alternativas creíbles es la misma que debilita una asistencia masiva a las urnas. La Unión Europea es para muchos un ente abstracto, con una clara predisposición neoliberal plasmada en su normativa común y que ha tratado de sacralizarse en el proyecto de Tratado Constitucional rechazado en 2005 por los holandeses y franceses en referendo.
La falta de legitimidad fue tan patente que trataron de sacar adelante un sucedáneo, el Tratado de Lisboa, el cual se aprobaría sólo por vía parlamentaria. La única excepción fue Irlanda, que por Constitución debía presentarlo al veredicto popular. La oposición irlandesa al texto abrió de nuevo una crisis institucional, que pretende resolverse ahora con una nueva consulta popular a realizarse a fines de este año.
Las elecciones de la Unión Europea han confirmado, en suma, una desconfianza en sus instituciones que viene de lejos. El descrédito de la izquierda tradicional redundó en beneficio de una derecha que ha otorgado mayor libertad de movimiento no sólo a los partidos neoliberales, sino a los que apuestan por medidas aún más radicales. Pero no hay que olvidar que parte de su éxito se basa en la falta de participación, que perjudicó a la izquierda y dio alas a los partidos de signo contrario.
Si estas elecciones quieren verse como un espejo de las que tendrán lugar en cada país en el futuro cercano, lo que queda claro es que la mayoría de los ciudadanos recelan de una estructura política que no ofrece garantías de un futuro mejor. La manera de manifestarlo, en esta ocasión, fue la abstención, y en menor medida, el voto a opciones conservadoras. Lejos, muy lejos, de los movimientos sociales y políticos europeos que dieron sustento a la idea del Estado de bienestar.
Nota publicada en Acción Digital.
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