Por lo pronto, como muy pocas veces se ha visto en el subcontinente, hubo abrumadora coincidencia en rechazar al gobierno surgido de la intentona golpista y exigir la vuelta a la legalidad. Lo planteó la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), a través de su presidente Pro Tempore, Michelle Bachelet, que había tenido un estreno auspicioso contra el intento de golpe a Evo Morales y la investigación de los crímenes de la derecha santacruceña.

Se sumó la OEA, de la mano de su titular, José Miguel Insulza, en el nuevo rol que pretende ejercer la institución panamericana luego de reparar la discriminación de Cuba. Lo hicieron los gobiernos de cada uno de los países de la región, desde Lula Da Silva hasta la secretaria de Estado de Obama, Hillary Clinton. Y por supuesto, lo demandaron las naciones del Alba, el proyecto continental pergeñado por Hugo Chávez.

Zelaya, surgido de las filas liberales, se había ido inclinando hacia posturas más progresistas, al punto que estrechó relaciones profundas con Venezuela, Cuba y el arco de países que decidieron rechazar los protocolos del Consenso de Washington. Y cuando propuso plasmar esas reformar en los papeles, con fuerte apoyo popular, pretendieron desterrarlo del sistema que gobernó a la nación centroamericana por 29 años.

Así lo declaró, sin inmutarse y en forma explícita, el hombre que el presidente de facto Roberto Micheletti puso en la cartera de Relaciones Exteriores para explicar lo inexplicable al resto de las naciones de la Tierra.

“Aquí no hubo golpe de Estado porque los hondureños siguen regidos por la Constitución, a la que el anterior gobierno quiso reformar sin ningún fundamento y de manera ilegal, con apoyo izquierdista”, se horrorizó Enrique Ortez Colindres, para agregar que Zelaya la había sacado barata, porque en realidad “ha cometido muchos delitos”. Querer modificar las reglas de juego apelando al apoyo popular es apenas uno de ellos.