Autor: Jorge Luis Sierra
Sección: Opinión

21 Junio 2009

Fuente: Revista Contralínea 137 / 28 de junio de 2009

Por décadas, el espionaje de la delincuencia organizada ha sido mucho más eficiente que los servicios de contrainteligencia mexicana. Las razones de este desequilibrio son varias.

La primera es que durante muchos años los servicios de inteligencia tuvieron como prioridad el cumplimiento de tareas de espionaje político y de contrainsurgencia. La existencia de organizaciones delictivas no estaba realmente entre sus asignaciones estratégicas. El vacío iba mucho más allá, pues los espías, principalmente comandantes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la principal agencia de inteligencia civil hasta su desaparición en 1985, terminaron fusionados con la delincuencia organizada y sirvieron de base para la formación de los primeros cárteles mexicanos que traficaron con cocaína en gran escala. El cártel de Juárez es uno de los ejemplos más fehacientes.

La explicación principal de ese hecho fue la impunidad concedida por el Estado. Si había impunidad para asesinar, torturar o desaparecer a individuos vinculados con los movimientos armados mexicanos, ¿por qué no concederla también para hacer caso omiso del cobro de “botines de guerra”, la muerte de inocentes y el tráfico de drogas?

Muchos agentes y mandos del espionaje político mexicano que protagonizaron la Guerra Sucia de las décadas de 1960 y 1970 gozaron de tal impunidad que pasaron a la delincuencia organizada sin que ninguna entidad de gobierno pareciera capaz o tuviera el interés de detenerlos.

Con la desaparición de la DFS y la creación del Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional (Cisen), esta situación comenzó a cambiar. Primero, porque aparentemente ya no había movimientos armados activos y tampoco había razón aparente para mantener la existencia de escuadrones de la muerte. En segundo lugar, porque los servicios de inteligencia civil empezaron a profesionalizarse e incluyeron al narcotráfico y la delincuencia organizada en la agenda de riesgos a la seguridad nacional.

El camino de profesionalización ha sido, sin embargo, accidentado. Dos factores afectaron este proceso: el primero fue el alzamiento armado encabezado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994 y luego el surgimiento del Ejército Popular Revolucionario en 1996. Aunque los servicios de inteligencia civil y militar tenían información sobre la gestación inminente de movimientos armados en el sureste mexicano, el ciclo de inteligencia no fue cerrado de manera adecuada y los alzamientos se produjeron. Ambos factores obligaron a los servicios de inteligencia civil a sufrir una transformación y redefinir sus estrategias.

El segundo factor fue el cambio de partido en el poder. La alternancia alteró los parámetros de funcionamiento del Cisen y produjo el despido de agentes y funcionarios de inteligencia que llevaban la memoria histórica de los aparatos de espionaje del país. Algunos quedaron en el desempleo y vendieron sus habilidades al mejor postor. Otros abrieron sus propios negocios de seguridad privada. Hubo quienes pasaron al lado académico y también quienes terminaron como directivos de seguridad en corporaciones internacionales.

Pero la razón más importante que impidió el desarrollo de una contrainteligencia eficiente fue que ésta presentaba un reto mayor y podría ser un obstáculo insuperable para continuar con las operaciones de las elites corrompidas del propio gobierno. Infestados por el narcotráfico y la delincuencia organizada, los órganos que cumplían funciones de contrainteligencia gubernamental estaban prácticamente anulados, atrofiados o desmantelados. Sólo así podría explicarse, por ejemplo, que los procuradores mexicanos admitieran uno tras otro que se hallaban en un estado de aislamiento y soledad operativa con el 90 por ciento de policías federales aliado con el narcotráfico.

Sin servicios de contrainteligencia, nadie en el gobierno sabía en qué momento estaba hablando con un agente honesto o con uno infiltrado por el narcotráfico. Los narcotraficantes penetraron los mecanismos de reclutamiento y capacitación de personal en los organismos de seguridad y se apoderaron de los sistemas de designación de delegados regionales de la Procuraduría General de la República, de los jefes de la policía estatal y municipal y, en algunos casos, de los mandos de los estados mayores de las zonas o regiones militares.

La falta de confianza alcanzó a toda la estructura de seguridad del Estado mexicano, incluidas las fuerzas armadas, quienes estaban acostumbradas a un nivel operativo eficiente de inteligencia rural, pero no a uno de inteligencia y contrainteligencia urbana donde el enemigo a vencer era una delincuencia organizada con una capacidad corruptora única, excepcional.

La ausencia de sistemas adecuados de contrainteligencia es ahora un problema generalizado. Los narcotraficantes pueden penetrar los sistemas carcelarios y producir fugas masivas, ordenadas y sin derramamiento de sangre. Las ejecuciones recientes de soldados y la de un general de división demuestran que la delincuencia organizada ha logrado obtener información clasificada de altos niveles de dirección de la estructura militar. Las detenciones de agentes y mandos policiales nos permiten ver apenas una muestra de qué tan lejos y extensa ha logrado ser la corrupción en las instituciones de seguridad mexicana.

La actitud negligente y el descuido, sexenio tras sexenio, para crear un servicio de contrainteligencia confiable y eficiente han tenido un costo excesivamente alto para el país. Es hora de reducirlo.

jlsierra@hotmail.com