Patrullajes en caseríos, pueblos y ciudades, vigilancia aérea, instalación de retenes en vías principales o alternas, combate a delitos trasnacionales, como tráfico de sustancias ilícitas, de personas, armas y bienes robados, captura de delincuentes prófugos, allanamiento de viviendas o el registro a pasajeros en transportes, figuran entre las acciones que, progresivamente, realizan los ejércitos latinoamericanos y que suplantan cada vez más las funciones propias de las fuerzas policiacas en la región.

En ese contexto, la primera década del siglo XXI “será recordada, desde el espejo retrovisor del futuro, como un periodo en que las tendencias militares retomaron fuerza y trascendencia en América Latina”, advierte Craig A Deare, profesor de estudios de Seguridad Nacional del Centro para Estudios de Defensa Hemisféricos de la Universidad de la Defensa Nacional en Washington, DC.

En su estudio La militarización en América Latina y el papel de Estados Unidos (Foreign Affairs, septiembre 2008), desde el lado de las fuerzas armadas, Luis Eduardo Tibiletti, exsecretario de Seguridad Interior de Argentina, explica que, para los militares de Suramérica, “el enemigo es el conflicto, y las fuerzas castrenses se consideran honrosamente instrumentos para la paz”.

Frente a esa afirmación, Michal Stelmach, investigador de estudios latinoamericanos de Varsovia, señala que es difícil demostrar la democratización de los ejércitos en la región. Después de la firma de los Acuerdos de Paz –hace 12 años–, que proponían la reforma de fuerzas de defensa de Guatemala y su integración y diálogo con la sociedad civil, especialmente los indígenas, no se han llevado a cabo muchas recomendaciones que elaboraron las comisiones de la verdad de aquel país.

Para este profesor polaco, “es notoria la falta la subordinación militar a los poderes democráticos, al Poder Ejecutivo y a la administración de la justicia”. Adicionalmente, tanto el ejército guatemalteco como el peruano están muy lejos de asumir un rol apolítico y no beligerante, porque “aprovechan la debilidad de sus Estados, con lo que siguen ejerciendo presión sobre todas las instituciones”.

De acuerdo con el estudio comparativo de los ejércitos de Guatemala y Perú que hace Stelmach, los cuerpos castrenses son un actor político muy poderoso, más aún cuando se les incorpora a funciones de seguridad pública. En ese contexto, resulta sumamente difícil que en un futuro próximo los militares de ambos países que fueron responsables de violaciones a los derechos humanos durante los conflictos internos de las décadas finales del siglo XX sean llevados ante la justicia.

Es decir, sintetiza el investigador, quienes organizaron y llevaron a cabo las matanzas, asesinatos, desapariciones forzadas y torturas contra los ciudadanos guatemaltecos y peruanos quedaron sin castigo y, a la vez, las Fuerzas Armadas continúan con su política racista contra los indígenas.

Insubordinados

Los ejércitos de los países que vivieron bajo las dictaduras militares en la segunda mitad del siglo XX mantienen su doctrina prácticamente intocable, a pesar del arribo de gobiernos civiles y del fin de la llamada Guerra Fría. En opinión de Julián González Guyer, quien coordina el programa de Seguridad Regional, Fuerzas Armadas Política y Sociedad en Montevideo, Uruguay, es necesario desmitificar lo que ocurre con el ejército de su país, considerado hasta ahora como una “fuerza armada ejemplar bajo una democracia ejemplar, pues tiene una larga historia de represión militar”.

En Uruguay existió un “cogobierno” entre las fuerzas armadas y el gobierno civil en turno, emanado ya fuera del Partido Colorado o del Partido Blanco, asegura González. “La sociedad uruguaya se caracteriza como un actor ausente porque existe un gobierno central caracterizado también como un Estado partidocrático”, y en esa lógica el ejército uruguayo tuvo la misión de defender al país frente a toda amenaza externa. En los hechos, el ejército asumió –y aún ahora que gobierna el Partido Amplio de Izquierda– el papel no explícito del control interno, pues en cada uno de los 19 departamentos en que está dividido el país existe, cuando menos, un batallón cuya misión es, de acuerdo con el investigador, “aplacar cualquier levantamiento”.

Este nuevo rol del ejército, que le fue asignado por el poder político (Ejecutivo y Legislativo), obedece a que las amenazas contra la seguridad interna superaron a la policía; entonces el ejército, con ese nuevo poder, adquirió una gran autonomía que sólo se acota cuando se trata de ascender. En ese caso, el Ejecutivo decide qué oficiales serán generales, pues, de acuerdo con Julián González, “lo que pretende el presidente es tener un cuerpo de generales que le sean personal y políticamente fieles”.

A finales de la dictadura uruguaya, en 1985, hubo un pacto entre las nuevas autoridades civiles y el ejército; aunque, señala el entrevistado, “no se sabe qué más privilegios se negociaron y qué concedieron a cambio el Partido Colorado y el Partido Blanco”, los militares se subordinaron al poder civil; sin embargo lograron mantener vínculos importantes con los políticos a quienes recurren para lograr un ascenso.

Gracias a la gran autonomía de que gozan los mandos castrenses uruguayos, logran administrar totalmente su presupuesto y, también, se mantienen a salvo de toda investigación por las violaciones a los derechos humanos cometidas bajo la dictadura que contempla la “ley de impunidad”.

Recursos plenos

Con el retorno de los regímenes civiles y el fin de la confrontación político económica entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética, el tamaño de los presupuestos de las fuerzas armadas de todo el planeta se redujo sustancialmente. En América Latina, muchos de los ministros de defensa fueron designados por presidentes, y en los equipos de los ministerios castrenses se integraron cada vez más civiles profesionales que cursaban estudios en las instituciones militares.

Asimismo, se eliminó, en gran parte de los países de la región, la conscripción obligatoria y, paulatinamente, conforme los sistemas políticos lo permitían, la estructura de las fuerzas armadas se hizo cada vez más transparente a través de los llamados libros blancos, en los que también figuraban las asignaciones presupuestales, que comenzaron a discutirse abiertamente en las comisiones legislativas que hacen efectiva la “rendición de cuentas” que los gobiernos civiles prometieron a sus ciudadanos contra la discrecionalidad militar que permeó durante largas décadas.

Por esa razón, ahora es posible conocer la asignación presupuestal para cada ministerio de defensa, tal como lo muestra el estudio comparativo entre el presupuesto de defensa respecto del Producto Interno Bruto (PIB) que en 2008 realizó la organización no gubernamental Red de Seguridad y Defensa de América Latina. Este estudio exhibe la creciente importancia de los cuerpos castrenses en la vida de los países.

Por ejemplo, el año pasado la Secretaría de Defensa de México dispuso de 4 mil 706 millones 150 mil 462 dólares, que equivalen al 0.5 por ciento del PIB (949 mil 576 millones de dólares), contra un presupuesto estatal de 173 mil 350 millones 821 mil 168 dólares. En contraste, el ejército brasileño dispuso de un presupuesto de 26 mil 202 millones 709 mil 813 dólares, que corresponde al 1.62 por ciento del PIB del gigante suramericano, que es de 1 billón 621 mil 274 millones de dólares.

El presupuesto de defensa de Colombia, por 6 mil 4 millones 957 mil 107 dólares, representa el 2.97 por ciento del PIB de esa nación, que totalizó 202 mil 437 millones de dólares. Otro presupuesto de defensa importante es el de Chile, de 4 mil 471 millones 52 mil 664 dólares, equivalente al 2.63 por ciento de su PIB.

El presupuesto de defensa de Nicaragua fue de 42 mil millones 191 mil 833 dólares, y significó el 0.65 por ciento del PIB, que fue de 6 mil millones 523 mil dólares.

Al respecto, el analista Gustavo Sibilla apunta, en su estudio sobre los presupuestos militares en América Latina, que dados los “intrincados recursos y procedimientos secretos” que intervienen en la elaboración de los presupuestos militares hasta nuestros días, la información sobre estas cifras siempre es general, nunca puntual.

Ejército como policía

En Brasil, el país latinoamericano de mayor extensión, conviven la Policía Militar y la Policía Civil; la primera nació desde el siglo XIX con la vocación de “civilizar y extenderse” en todo el territorio, de acuerdo con Regina Martins de Faria de la Universidad Federal de Marañón de aquel país. Desde entonces hasta el siglo pasado, el ejército intervino en las regiones más remotas del país –como la zona de Pará– con esa misión “civilizadora” en la que también perseguía a los quilombos (esclavos cimarrones) que “constituían un peligro” para la naciente república.

A fines de 1960, el gobierno brasileño decidió construir la carretera BR-316, que buscaba integrar a la zona de la Amazonia al resto del país. Pero el batallón de infantería y de construcción del ejército no encontró la veta del material necesario (pizarra) para llevar a cabo esa misión. Con ese fracaso, según la doctora Martins, los militares del siglo XX “apagaron los vestigios materiales de la misión que sí lograron sus antecesores en el siglo anterior”.

Aún con ese fallido acto, en octubre de 2008 el ejército brasileño y la policía de la zona de Misiones en Argentina decidieron emprender una operación internacional simultánea para contener los delitos que se cometen en la frontera. Ambas fuerzas formaron el operativo Frontera Sul II, al que se sumaron a la brigada militar, así como a organismos de seguridad pública: la Policía Federal, la Policía Ferroviaria Federal y la Policía Civil, entre otros. Este operativo se desplegó sobre el río Uruguay y del lado argentino, la Policía de Misiones destacó a efectivos de las unidades Regional II Oberá, VI Alem y VII San Vicente a lo largo de 250 kilómetros.

Las misiones de los participantes binacionales del operativo Frontera Sul II comprendieron: adiestramiento de tropas en el combate a los “delitos transfronterizos y ambientales, acciones cívicas sociales, recolección de alimentos y ropas, charlas, asistencia médico-odontológicas y obras en establecimientos educativos” de la región noroeste y Alto Uruguay. Simultáneamente, se llevaron a cabo patrullajes y controles sobre rutas, así como la instalación de puestos fijos de forma conjunta con la Brigada Militar, como describió entonces el general de brigada Geraldo Gomes de Mattos Filho.

Fue precisamente en enero de ese año cuando los gobiernos de México, Colombia, Guatemala y Panamá anunciaron públicamente su decisión de discutir la posibilidad de emprender planes conjuntos de seguridad. Una vez que los mandatarios de esos países se reunieron en la capital panameña, se informó que se crearía un mecanismo común contra la delincuencia transfronteriza y la violencia que ésta acarrea, “por la escalada del narcotráfico y el crimen organizado”, y que según la agencia española EFE tendría la participación activa de los ejércitos de esos cuatro países, así como de sus respectivas policías nacionales.

Esos dos ejemplos permiten traer a cuenta la advertencia de Craig A Deare en su análisis de septiembre de 2008, cuando previó que en el contexto de la creciente amenaza que representa el poder económico y de fuego que detenta la delincuencia organizada no es posible justificar la debilidad de los gobiernos para enfrentarla, pues esa incapacidad para equilibrar de modo eficaz la dinámica del desarrollo y la seguridad determina la creciente militarización en América Latina.

Deare concluye: “Frente a esa ineficacia de las autoridades civiles, podría resultar un nuevo ciclo de intervenciones militares”, no porque así lo quieran los militares, sino porque en la región esas presiones de golpes (de Estado) provienen de otros sectores de la sociedad “inconformes con el pasado y con las posibilidades del futuro”.