Señora Presidenta,
Excelencias:

Por cuatro años he tenido el orgullo de representar a mi país ante esta Asamblea, la principal asamblea del mundo, foro en el cual los pueblos han depositado tantas esperanzas.

La paz, los derechos humanos, el derecho internacional, el desarrollo, son algunas de las causas que desde aquí se han impulsado, a veces con éxito, otras veces con tropiezos, pero siempre con avances.

Y así lo han notado los más pobres en diversas regiones; lo han notado los niños, las mujeres; lo han notado los perseguidos, los que sufren; lo han notado ciudadanos y ciudadanas del planeta entero.

Es cierto, los esfuerzos no han sido suficientes para erradicar toda la injusticia, ni los atropellos, ni los dolores de tantos.
Pero es también cierto que hemos avanzado mucho en seis décadas de concertación internacional. Se ha fortalecido el derecho y el sistema de instituciones, por lo que la Humanidad hoy cuenta con medios técnicos, jurídicos y económicos para progresar mucho más en la lucha por un mundo mejor.

Y no podemos defraudar esa esperanza.

Pero por momentos, parece que sí lo estamos haciendo.

El mundo atraviesa una grave crisis económica, producto de la incapacidad de los países y de la comunidad internacional por darse reglas claras y transparentes en materia financiera.

Estamos ad portas de una grave crisis ambiental, fruto de las emisiones de gases de efecto invernadero, fruto de la manera que ha escogido el mundo para producir y conseguir energía, pero también, producto de la incapacidad de los países para acordar normas y políticas que logren impedir el calentamiento global.

Y lo que es más grave: en pleno siglo XXI, vemos que más de mil millones de personas están pasando hambre, uno de cada seis en todo el mundo, 50 millones de ellos en América Latina. Y eso es mucho más que una estadística; es un niño, es una madre que están muriendo en un país pobre, a pesar de la opulencia que se vive en los países desarrollados.

Miles de miles de millones de dólares se han gastado en los últimos meses para rescatar al sistema financiero y reactivar la economía.

Pero el Programa de Alimentos de Naciones Unidas este año verá reducido en más de la mitad su presupuesto. Qué paradoja. Se necesitaría menos del 0.1 por ciento de los planes de rescate financiero para acabar con la crisis alimentaria que viven decenas de países.

Yo quiero elevar mi voz esta mañana para que en esta Asamblea y en las próximas reuniones del Grupo de los 20, y en general, en todas las instancias internacionales, coloquemos este tema sobre la mesa.

Al colapso económico no puede seguir un colapso social. No debemos bajar la guardia y no es aceptable que con el pretexto de la crisis económica, los países estén reduciendo los aportes para la lucha contra el hambre, para la protección del medioambiente o para la promoción del desarrollo.

Y es un insulto a la ética que esto ocurra, cuando los ejecutivos de bancos de inversión que estuvieron al centro de la actual crisis jugando de manera irresponsable con activos financieros, hoy estén volviendo al business as usual, a hacer los mismos negocios de siempre, a autoasignarse bonos millonarios que lo único que hacen es premiar el riesgo excesivo en sus apuestas, y a pensar incluso en formar compañías y sociedades de ejecutivos para sacar sus bonos a paraísos fiscales.

El mundo sencillamente no puede funcionar así.

Y la resignación no puede ser una opción.

Es posible construir modelos de mayor justicia, realistas, sustentables, pragmáticos, que aseguren un camino progresista para los pueblos.

Eso pasa por entender que la crisis económica no fue un evento casual, ni mucho menos un evento cíclico en la economía capitalista, el que se vaya a corregir solo, gracias a la sola operación de la manos invisibles del mercado.
Lo que aquí hubo es mucho más que una casualidad o un ciclo.

Lo que aquí hubo es la crisis de un paradigma. La crisis de un cierto tipo de globalización.

La crisis de una manera de concebir el Estado y lo público, donde se cree que el Estado es el problema y no la solución.
Donde se cree que mientras más desregulada la economía, mejor.

Donde se mira con recelo la deliberación democrática acerca de qué bienes deben ser públicos y, por tanto, contar con una eficiente protección y garantía estatal.

Es ese neoliberalismo extremo y dogmático el que ha estallado en crisis, lamentablemente, dejando una estela de hambre, desempleo, pero por sobre todas las cosas, de injusticia.

Y es en estos momentos en que la acción de lo público ha probado ser esencial.

Gracias a la acción decidida de los Estados es que se ha evitado un colapso económico generalizado y fatal, de consecuencias políticas insospechadas, como pudo haber sido una nueva gran depresión.

Todo el dogma del laissez faire ha sido olvidado a la hora del Estado salvar el aparato financiero internacional y llevar adelante los planes de estímulo fiscal.

En algunos lugares -y cuento entre ellos a mi país- la acción del Estado ha probado ser crucial a la hora de mitigar los efectos y proteger a los más vulnerables en situaciones de crisis.

En mi país fuimos prudentes a la hora de la riqueza de las materias primas hace algunos años y ahorramos recursos para los días más difíciles, soportando la presión política para gastarse esos dineros, pero en la tranquilidad de que sabíamos que era lo responsable de hacer.

Y el tiempo nos dio la razón, y eso nos ha permitido atenuar los efectos de la crisis internacional, a la vez que aumentar los beneficios sociales para las personas, aumentando pensiones, protegiendo a los trabajadores, construyendo hospitales, invirtiendo más que nunca antes en educación y vivienda para los más necesitados.

Países como el mío extrajimos las lecciones de crisis pasadas y enfrentamos esta crisis con sólidas bases macroeconómicas, con sistemas bancarios muchísimo mejor capitalizados, con regulaciones más estrictas y efectivas.
Pero no fue así en todas partes.

Y quiero recordar que después de la crisis asiática hace una década, mucho se habló de reformas al sistema financiero, de mejores mecanismos de supervigilancia y de sistemas de alerta.

Pero nada de eso ocurrió.

Primó la desidia política.

Primaron los intereses privados por sobre el bien público.

Es por ello que hoy día las reformas no pueden esperar, tanto en lo interno, con mejores regulaciones en el mercado de capitales, como en lo externo.

Esperamos que tanto las resoluciones de la Asamblea General de Naciones Unidas como la próxima reunión del G-20 avancen en esta dirección, porque insisto, la resignación no puede ser una opción.

Sabemos que ni la retórica ni el populismo sirven a estas alturas. No hay que hablar de quimeras ni cerrarse a las oportunidades que puede significar la globalización bien conducida.

Se trata de encontrar mecanismos eficaces a la hora de salvaguardar el interés público en el mundo de las finanzas nacionales e internacionales.

Se trata de encontrar las fórmulas que destraben un acuerdo de comercio mundial que impida la tentación proteccionista.

Y se trata de volver a colocar al diálogo multilateral al centro de la política internacional, dejando atrás el unilateralismo.

Porque si la globalización desbocada en lo financiero ha provocado la crisis que vivimos, la acción unilateral y el desprecio por las instituciones, ha significado conflictos que no queremos que se repitan.

La fuerza militar o económica no puede ser la norma en las relaciones internacionales. Deben ser las instituciones y el derecho, pues sólo así aseguramos la paz y el desarrollo.

Chile, entonces, apoya con fuerza la reforma y el fortalecimiento de las Naciones Unidas. Apoyamos sus recientes esfuerzos en derechos humanos, en desarrollo, en cambio climático. Queremos una reforma y una ampliación del Consejo de Seguridad. Vemos con satisfacción el importante trabajo de la Comisión de Consolidación de la Paz, para apoyar desde un inicio a los países que han salido de un conflicto, de manera integral y no sólo militar.

Y esa es la lógica en que debemos actuar en todos los ámbitos. Queremos que Naciones Unidas se transforme en líder de un nuevo pacto social global, que actualice los objetivos de desarrollo del milenio el año 2015 y que se involucre con fuerza y decisión en la causa del cambio climático.

Hemos hablado acerca del cambio climático en encuentros especiales durante este período de sesiones. Y esta mañana yo sólo quiero dar una simple voz de alerta: si no coordinamos esfuerzos al más alto nivel, la próxima Conferencia de Copenhague no cumplirá su objetivo, y arriesgamos un fracaso en lo que es la causa más urgente de asumir por el mundo en estos momentos, porque sabemos que las proyecciones científicas hechas por el Panel Intergubernamental en 2007, parecen ya haberse quedado cortas.

El cambio climático no es teoría, es una realidad tangible que vemos en inusuales temporales, aluviones y sequías. Mi país, tan cercano a la Antártica, ve con estupor que el derretimiento de los glaciares y plataformas de hielo en ese continente se acelera a ritmo inexorable.

Los países industrializados deben adoptar objetivos cuantificables de reducción de emisiones más ambiciosos que los conocidos hasta ahora.

Si los países desarrollados asumen su responsabilidad histórica con hechos y no sólo palabras, y si comprometen el apoyo tecnológico y financiero necesario, entonces el mundo en desarrollo podrá hacer un esfuerzo aún mayor para enfrentar este desafío.

Estamos, entonces, ante la posibilidad de corregir el curso de nuestro futuro. No utilicemos la crisis económica como una excusa para no alcanzar un acuerdo por el que claman todos nuestros ciudadanos.

Aseguremos hoy el futuro de nuestros descendientes. Nuestra responsabilidad es gigantesca. Por eso, forjemos este año, en Copenhague, las bases para una nueva economía que hará posible que el siglo XXI sea una era de progreso.

Señora Presidenta:
Si hay una enseñanza que podemos extraer de la crisis económica y de la crisis ambiental, es que la calidad de la política importa.

Ni el mundo ni los países se gobiernan con piloto automático, a la zaga del mercado, a la zaga de la globalización, a la zaga de los cambios sociales.

La política de calidad tiene un impacto positivo en el bienestar de las personas.

El estado de derecho, las libertades civiles, el respeto a los derechos humanos, son todos prerrequisitos para una democracia de calidad.

Ya no se puede justificar violar el principio de la libertad y la democracia en nombre de la justicia o de la igualdad. La democracia procedimental es parte del acervo ético-político de la comunidad internacional en el siglo XXI.
Y poco a poco hemos comenzado a reforzar este principio a nivel de naciones.

Y mi región, Latinoamérica, ha podido poco a poco ir consolidando esta misma visión, la que le ha permitido, por ejemplo, acudir rápidamente en apoyo de alguna democracia amenazada, como ocurrió en Bolivia hace un año, o condenar enérgicamente los retrocesos democráticos, como ha ocurrido en Honduras hace algunos meses.

Por eso hoy con el Presidente Zelaya, que ha retornado pacíficamente a Honduras, quiero reiterar nuestro llamado para que se acepte de inmediato el Acuerdo de San José impulsado por la Organización de Estados Americanos. Honduras merece elecciones libres y democráticas, con el Presidente constitucional conduciendo dicho proceso.

Señora Presidenta:
Es claro, entonces, que la política importa ahora más que nunca.

Hagamos un esfuerzo por relevarla al lugar que le corresponde, pero claro, con la calidad que los ciudadanos se merecen.

Lo que ha ocurrido con la crisis, con el medioambiente, con el hambre, con los conflictos, es la falta de una adecuada conducción y diálogo político.

En nosotros, los líderes de nuestros países, está el cambiar esta situación.

En nosotros está el poder para, primero, no resignarse ante el mercado o la fuerza y, segundo, evitar la demagogia intentando la construcción de un orden más justo para nuestros pueblos, a través de políticas públicas serias y responsables, en un ambiente de plena democracia y respeto a los derechos humanos.

Aquella puede ser la base de un pacto social global, que el mundo demanda con fuerza en el difícil momento actual.

De nosotros depende, señora Presidenta, Su Excelencia, no frustrar las esperanzas que nuestros pueblos tienen en nosotros.

Muchas gracias.