En la lucha contra el comunismo, la OTAN cometió actos terroristas en el propio Reino Unido (atentados bajo bandera falsa y asesinatos de republicanos irlandeses), en Europa continental (principalmente en Francia, en los países del Benelux, en los países nórdicos y hasta en la neutral Suiza), así como en África y Asia (por ejemplo, para dirigir la masacre de las poblaciones francófonas que cometieron los Khmers rojos en Cambodia). Los gobernantes siempre supieron de las operaciones clandestinas
Séptima parte
La verdad definitiva sobre la Guerra Fría no se escribirá nunca porque la historia evoluciona constantemente en función de las sociedades que la hacen y la estudian. Los historiadores de numerosos países están de acuerdo, sin embargo, en que el hecho más importante de aquel periodo fue, desde el punto de vista de los occidentales, la lucha contra el comunismo a escala planetaria.
En ese combate, que marcó la historia del siglo XX como pocos sucesos lo han hecho, la antigua superpotencia colonial británica tuvo que renunciar a su hegemonía en beneficio de Estados Unidos. Este último país utilizó la lucha contra el comunismo para acrecentar su propia influencia década tras década. Después del derrumbe de la Unión Soviética, acontecimiento que puso fin a la Guerra Fría en 1991, el imperio estadunidense garantizó para sí mismo un predominio jamás visto anteriormente en toda la historia.
En Gran Bretaña, el establishment conservador experimentó una profunda conmoción en 1917 cuando, por primera vez en la historia de la humanidad, se produjo la aparición de un régimen comunista en un lejano pero extenso país agrícola. Después de la Revolución Rusa, los comunistas asumieron el control de las fábricas y anunciaron que los medios de producción serían en adelante propiedad del pueblo. En la mayoría de los casos, los inversionistas lo perdieron todo.
En su obra Los orígenes de la Guerra Fría, el historiador Denna Frank Fleming observó que muchos de los cambios sociales que aportó la Revolución de Octubre, como la abolición de los cultos y de la nobleza campesina, “hubiesen podido ser aceptados por los conservadores, en el extranjero, con el paso del tiempo, pero nunca la nacionalización de la industria, del comercio y de la tierra”. El ejemplo de la Revolución Rusa no fue seguido en ninguna parte. “J.B. Priestly dijo un día que la mentalidad de los conservadores ingleses se había cerrado en el momento de la Revolución Rusa y no ha vuelto a abrirse desde entonces”.
Ampliamente ignorada en el oeste, la guerra secreta contra el terrorismo comenzó por lo tanto inmediatamente después de la Revolución Rusa, cuando Gran Bretaña y Estados Unidos instauraron ejércitos secretos contra los nuevos países satélites de la Unión Soviética. Entre 1918 y 1920, Londres y Washington se aliaron a la derecha rusa y financiaron una decena de intervenciones militares en suelo soviético. Ninguna de ellas logró derrocar a los nuevos dirigentes. Pero sí dieron lugar a que las elites comunistas y el dictador Stalin albergaran profundas sospechas en cuanto a las intenciones del occidente capitalista.
Durante los años subsiguientes, la Unión Soviética reforzó su aparato de seguridad hasta convertirse en un Estado totalitario que no vacilaba en arrestar en su suelo a los extranjeros sospechosos de ser agentes del oeste. Al hacerse evidente que derrocar el régimen comunista en Rusia no era tarea fácil, Gran Bretaña y sus aliados dedicaron sus esfuerzos a impedir que el comunismo se extendiera a otros países.
En julio de 1936, el dictador fascista Francisco Franco intentó un golpe de Estado contra el gobierno de la izquierda española y, en el transcurso de la subsiguiente Guerra Civil, eliminó a la oposición y a los comunistas españoles. Gozó para ello del silencioso apoyo de los gobiernos de Londres, Washington y París. Si no hubo lucha contra el ascenso de Adolfo Hitler al poder, fue en gran parte porque Hitler apuntaba contra el enemigo correcto: el comunismo soviético. Durante la Guerra Civil Española se permitió que los ejércitos de Hitler y de Mussolini bombardearan libremente a la oposición republicana.
Después de haber desencadenado la Segunda Guerra Mundial, Hitler lanzó contra Rusia tres grandes ofensivas, en 1941, 1942 y 1943, que estuvieron a punto de asestar al bolchevismo un golpe fatal. Entre todas las partes beligerantes, fue la Unión Soviética la que pagó el más alto tributo: 15 millones de muertos entre la población civil, 7 millones de muertos entre los soldados y 14 millones de heridos.
Según los historiadores rusos, haciendo caso omiso a los urgentes pedidos de Moscú, Estados Unidos –país que perdió 300 mil hombres en la liberación de Europa y Asia– se puso de acuerdo con Gran Bretaña para no abrir un segundo frente en el oeste, lo cual hubiese obligado a Alemania a movilizar tropas en esa dirección y, por consiguiente, a disminuir el número de efectivos alemanes en el frente ruso. La correlación de fuerzas no se invirtió sino después de Stalingrado, donde el Ejército Rojo finalmente se impuso a los alemanes y comenzó su avance hacia el oeste. Esto explica, también según los historiadores rusos, que los Aliados, temerosos de perder terreno, abrieran entonces rápidamente un segundo frente y, después de desembarcar en Normandía, salieran al encuentro de los soviéticos en Berlín.
Los historiadores británicos atestiguan la existencia de toda una serie de intrigas sucesivas que han influido en la conformación de los demás países y del suyo propio. “La Inglaterra moderna siempre ha sido un centro de subversión –a los ojos de los demás, pero no a los suyos propios”, observó Mackenzie después de la Segunda Guerra Mundial–. “Lo que determina la existencia de ese espejo con dos caras: de un lado encontramos la percepción que existe en el extranjero de una Inglaterra intrigante, sutil y totalmente secreta, y del otro, una imagen de honestidad, de simplicidad y de indulgencia que comparte la mayoría de los súbditos”. Para Mackenzie, la legendaria guerra secreta que practican los británicos tiene su origen “en la historia de las ‘pequeñas guerras’ que conformaron la historia del imperio británico”.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, los estrategas del Ministerio de Defensa británico llegaron a la conclusión de que sus operaciones secretas debían “inspirarse de la experiencia adquirida en la India, en Irak, en Irlanda y en Rusia, es decir, desarrollar una guerrilla con técnicas de combate similares a las del Ejército Republicano Irlandés (IRA, por sus siglas en inglés)”.
En marzo de 1938, poco después de la anexión de Austria por parte de Hitler, se creó en el seno del MI6 (Servicio de Inteligencia Secreto de Gran Bretaña) un nuevo departamento, llamado Sección D y encargado de desarrollar operaciones de subversión en Europa. La Sección D comenzó a formar comandos de sabotaje stay-behind en los países que se encontraban bajo la amenaza de agresión alemana. En 1940, cuando parecía inminente la invasión del sur de Inglaterra, la “Sección D se dio a la tarea de diseminar reservas de armas y agentes reclutadores a través de toda Gran Bretaña, sin informarlo a nadie”.
El reclutamiento y la dirección de los agentes stay-behind por parte de los miembros de la Sección D parecían desarrollarse en el mayor secreto: “La apariencia de aquellos desconocidos [los agentes de la Sección D] con sus trajes y sus autos negros, y la misteriosa impresión que dejaban no tardaron en inquietar a la población”, recuerda Peter Wilkinson, un exagente del Special Operations Executive (SOE). Los agentes secretos enfurecían también a “los responsables militares al negarse sistemáticamente a explicar las razones de su presencia o a hablar del contenido de sus misiones y al afirmar únicamente que todo aquello era altamente confidencial”.
Medio siglo más tarde, la exposición del Imperial War Museum de Londres, dedicada a las “guerras secretas”, reveló al público cómo “la Sección D del MI6, conforme a la doctrina stay-behind, también había creado en Inglaterra ejércitos de resistencia bautizados ‘Unidades Auxiliares’, equipados con armas y explosivos”. Esas primeras unidades Gladio de Gran Bretaña “recibieron un entrenamiento especial y aprendieron a operar detrás de las líneas enemigas según la hipótesis de que los alemanes invadiesen la isla. Gracias a una red de escondites secretos y de alijos de armas, debían realizar acciones de sabotaje y de guerrilla contra el ocupante alemán”.
Como nunca se produjo la invasión, no se sabe si aquel plan hubiese funcionado. Pero en agosto de 1940, “un ejército bastante heteróclito” pudo desplegarse a lo largo de los litorales ingleses y escoceses del Mar del Norte, en los lugares más vulnerables a una posible invasión.
La zona de acción de la Sección D del MI6 se limitaba inicialmente al territorio británico. Así fue hasta julio de 1940, cuando el primer ministro británico Winston Churchill ordenó la creación de un ejército secreto bautizado con la denominación de SOE y destinado a “incendiar Europa, apoyando a los movimientos de resistencia y realizando operaciones de subversión en territorio enemigo”.
Un memorando del Ministerio de Guerra, fechado el 19 de julio de 1940, indica que: “El primer ministro ha decido también, después de consultar a los ministerios interesados, que una nueva organización debe crearse inmediatamente con la misión de coordinar todas las acciones de subversión y de sabotaje dirigidas contra el enemigo fuera del territorio nacional”. El SOE se puso bajo el mando de Hugh Dalton, ministro de la Economía de Guerra.
Cuando los alemanes, después de la invasión de Francia, parecían haberse instalado allí por largo tiempo, el ministro Dalton señaló la necesidad de emprender una guerra secreta contra las fuerzas alemanas en los territorios ocupados: “Debemos organizar, en el interior de los territorios ocupados, movimientos comparables al Sinn Fein en Irlanda, a la guerrilla china que lucha actualmente contra Japón, a los irregulares españoles que desempeñaron un papel nada despreciable en la campaña de Wellington o, por qué no reconocerlo, movimientos comparables a las organizaciones que tan notablemente han desarrollado los propios nazis en casi todos los países del mundo”.
Parecía evidente que los británicos no podían darse el lujo de no prestar atención a la vía de la guerra clandestina. Dalton agregó: “Esta ‘internacional democrática’ debe emplear diferentes métodos, incluyendo el sabotaje contra las instalaciones industriales y militares, la agitación sindical y la huelga, la propaganda constante, los atentados terroristas contra los traidores y los dirigentes alemanes, el boicot y los motines”. Era necesario, por lo tanto, establecer, en el mayor secreto, una red de resistencia, recurriendo a los elementos más aventureros del ejército y de la inteligencia británicos: “Lo que necesitamos es una nueva organización que coordine, inspire, supervise y asista a las redes de los países ocupados que tendrán que ser los actores directos. Para ello tendremos que poder contar con la más absoluta discreción, con una buena dosis de entusiasmo fanático, con la voluntad de cooperar con personas de diferentes nacionalidades y con el apoyo incondicional del poder político”.
Bajo la protección del ministro Dalton, el comando operacional del SOE fue puesto en manos del general de división Sir Colin Gubbins, un hombrecito seco y flaco y con bigote, originario de los Highlands, que desempeñaría en adelante un papel determinante en la creación del Gladio británico. “El problema y su solución consistían en estimular y permitir que los pueblos de los países ocupados perjudicaran en la mayor medida posible el esfuerzo de guerra alemán a través del sabotaje, la subversión, negándose a trabajar, realizando operaciones relámpago, etcétera”, describió Gubbins, “y, al mismo tiempo, preparar en territorio enemigo fuerzas secretas organizadas, armadas y entrenadas que solamente debían intervenir en el momento del asalto final”. El SOE era en realidad el precursor de la Operación Gladio, puesto en marcha en medio de la Segunda Guerra Mundial. Gubbins resume este ambicioso proyecto en los siguientes términos: “A fin de cuentas, aquel plan consistía en hacer llegar a las zonas ocupadas un gran número de hombres e importantes cantidades de armas y explosivos”.
El SOE empleaba gran parte de los efectivos de la Sección D y acabó convirtiéndose en una organización de gran envergadura, que contaba en sus filas con más de 13 mil hombres y mujeres y operaba en el mundo entero en estrecha colaboración con el MI6. Aunque realizó varias misiones en el Extremo Oriente, desde bases de retaguardia situadas en la India y en Australia, el principal teatro de operaciones del SOE seguía siendo el oeste de Europa, donde se dedicaba casi exclusivamente a la creación de ejércitos secretos nacionales.
El SOE estimulaba el sabotaje y la subversión en los territorios ocupados y establecía núcleos de hombres entrenados capaces de prestar asistencia a los grupos de resistencia en la reconquista de sus respectivos países. “El SOE fue durante cinco años el principal instrumento de intervención de Gran Bretaña en las cuestiones políticas internas de Europa”, precisa el informe del British Cabinet Office, “un instrumento extremadamente poderoso” ya que era capaz de ejecutar gran cantidad de tareas. “Mientras el SOE estuviese en acción, ningún político europeo podía creer en la renuncia o la derrota de los británicos”.
Oficialmente, el SOE fue disuelto y su dirección dimitió en enero de 1846, es decir, poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero Sir Steward Menzies, quien dirigió el MI6 desde 1939 hasta 1952, no tenía intenciones de renunciar a un instrumento tan interesante como el ejército secreto, sobre todo teniendo en cuenta que el director del Departamento de Operaciones Especiales del MI6 aseguraba que las acciones clandestinas de Gran Bretaña iban a proseguir durante la Guerra Fría. El informe del gobierno sobre el SOE, documento que se mantuvo en secreto durante un tiempo, concluyó que: “Es casi seguro que, bajo una u otra forma, habrá que reinstaurar el SOE en una guerra futura”.
Los objetivos a largo plazo del SOE y de su sucesora, la Special Operations Branch (SOB) del MI6, aprobados de forma provisional por el Consejo del Estado Mayor británico el 4 de octubre de 1945, preveían en primer lugar la creación del esqueleto que debía sustentar una red capaz de extenderse rápidamente en caso de guerra y, en una segunda fase, la reevaluación de las necesidades del gobierno británico para sus operaciones clandestinas en el extranjero. “Se decidió preparar esas acciones prioritariamente en los países con posibilidades de ser invadidos durante las primeras fases de un conflicto con la Unión Soviética, aunque no [estuviesen] sometidos aún a la dominación de Moscú.”
Después de la Segunda Guerra Mundial, el oeste de Europa siguió siendo por lo tanto el principal teatro de operaciones de la guerra secreta británica.
Tras la disolución del SOE, el 30 de junio de 1956, una nueva sección designada como “Special Operations” se creó dentro del MI6 y se puso bajo las órdenes del general de división Colin Gubbins. Según el especialista holandés en servicios secretos Frans Kluiters, el MI6 promovía la formación de ejércitos anticomunistas secretos, “mientras que los Special Operations comenzaban a construir redes en Alemania occidental, en Italia y en Austria. Esas redes (organizaciones stay-behind) podían ser activadas en caso de una posible invasión soviética, para recoger información y realizar actos de sabotaje ofensivo”.
Gubbins puso especial cuidado en lograr que los efectivos se mantuvieran en Alemania, Austria, Italia, Grecia y Turquía después de 1945. En efecto, el SOE y sus sucesores “tenían otras preocupaciones políticas, aparte de la derrota de Alemania”. La directiva de 1945, particularmente explícita, “establecía claramente que los principales enemigos del SOE eran el comunismo y la Unión Soviética”, ya que se consideraba que los intereses británicos se hallaban “bajo la amenaza de la Unión Soviética y del comunismo europeo”.
Varios años más tarde, con la esperanza de obtener el apoyo de la representación nacional para continuar las operaciones clandestinas, Ernest Bevin, ministro británico de Relaciones Exteriores, se dirigió al Parlamento el 22 de enero de 1948 para pedir con insistencia la creación de unidades armadas especializadas destinadas a luchar contra la subversión y las “quintas columnas” soviéticas. En aquel entonces, sólo unos pocos parlamentarios sabían que en realidad aquella proposición ya se estaba aplicando.
Washington compartía la hostilidad de Londres hacia los soviéticos. Las dos potencias trabajaban en estrecha colaboración en materia de cuestiones militares y de inteligencia. La Casa Blanca puso en manos de Frank Wisner, director de la Office of Policy Coordination (OPC, el Buró de Coordinación Política de las operaciones especiales de la CIA), la tarea de crear ejércitos secretos stay-behind a través de todo el oeste de Europa, con la ayuda de la SOB del MI6, que dirigía el coronel Gubbins.
Roger Faligot y Remi Kauffer, dos historiadores franceses especializados en servicios secretos, explican que la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el MI6 se encargaron primeramente de “neutralizar las últimas unidades clandestinas de las potencias del Eje en Alemania, en Austria y en el norte de Italia”, y reclutaron después a ciertos miembros de las vencidas facciones fascistas, incluyéndolos en sus nuevos ejércitos secretos anticomunistas. “Y fue así, a través del OPC de la CIA y de la SOB del SIS, como los servicios secretos de las grandes democracias que acababan de ganar la guerra trataron después de “reutilizar” algunos de sus comandos contra su antiguo aliado soviético”.
Paralelamente a la del MI6 y la CIA y sus respectivos departamentos de operaciones especiales, la SOB y la OPC, se estableció también una cooperación entre las Fuerzas Especiales de los ejércitos de Gran Bretaña y Estados Unidos. Las fuerzas especiales (Special Air Service, SAS) británicas y los Boinas Verdes estadunidenses, entrenados especialmente para la realización de misiones secretas en territorio enemigo, realizaron de forma conjunta un gran número de operaciones durante la Guerra Fría, entre ellas la formación de los ejércitos secretos stay-behind. Los exoficiales de la Marina Real Giles y Preston, que habían creado el Gladio austriaco, contaron que los reclutas eran enviados a Fort Monckton, un edificio construido durante las guerras napoleónicas y situado frente al mar en Portsmouth (Inglaterra), donde se entrenaban junto a los miembros del SAS bajo la dirección del MI6.
Giles y Preston participaron personalmente en aquellos ejercicios del Gladio y se entrenaron en uso de códigos secretos, manejo de armas y operaciones clandestinas. Decimo Garau fue uno de aquellos reclutas entrenados por el SAS británico antes de convertirse en instructor del Centro Addestramento Guastatori, una base del Gladio italiano situada en Capo Marragiu, en Cerdeña. “Me invitaron a pasar una semana en Poole, Inglaterra, para entrenarme con las Fuerzas Especiales”, confirmó el instructor Garau después de las revelaciones sobre la existencia del Gladio en 1990. “Hice un salto en paracaídas sobre [el canal de] la Mancha. Participé en el entrenamiento de ellos; todo se desarrolló muy bien entre nosotros. Después me mandaron a Hereford para preparar y realizar ejercicios con los [miembros del] SAS”.
En aquella época, los británicos eran los más experimentados en materia de operaciones secretas y guerra no convencional. Sus fuerzas especiales (SAS) habían sido creadas en el norte de África, en 1942, con la misión de golpear en profundidad detrás de las líneas enemigas. Los más peligrosos adversarios del SAS británico eran sin duda las SS alemanas, fundadas desde antes de la Segunda Guerra Mundial y dirigidas por Heinrich Himmler. Como todas las fuerzas especiales, las SS eran una unidad combatiente de elite, con sus propias insignias –portaban un uniforme negro bien ajustado, una gorra con un cráneo de plata y una daga plateada– y convencidas de su superioridad sobre todos los demás cuerpos del ejército regular. Sus miembros adquirieron además rápidamente la reputación de ser “asesinos fanáticos”. Después de la derrota de la Alemania nazi, las fuerzas especiales de las SS fueron consideradas como una organización criminal y el tribunal de Nuremberg las disolvió en 1946.
Después de la victoria, el SAS también fue desmantelado en octubre de 1945. Sin embargo, como la necesidad de asestar golpes bajos y de realizar operaciones peligrosas iba en aumento a medida que disminuía la influencia de Gran Bretaña en el mundo, el SAS fue restablecido y enviado a luchar tras las líneas enemigas, específicamente en Malasia, en 1947. Desde su cuartel general de Hereford, conocido como “la Nursery”, el SAS preparó en el mayor secreto numerosas misiones como, por ejemplo, la efectuada en 1958 a pedido del sultán de Omán, operación durante la cual los miembros del SAS contribuyeron a reprimir una guerrilla marxista que se había revelado contra la dictadura del régimen. Aquella operación garantizaría el financiamiento del SAS en el futuro ya que, como pudo comprenderlo un oficial del SAS, los miembros de este servicio británico probaron entonces que “podían ser aerotransportados rápida y discretamente hacia una zona agitada y operar de forma totalmente confidencial en un lugar apartado, una carta muy apreciada por el gobierno conservador de la época”.
Aunque su acción armada más célebre sigue siendo el asalto a la embajada de Irán, en 1980, el SAS también participó activamente en la guerra de las Islas Malvinas, en 1982. El despliegue más masivo del SAS desde la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar durante la guerra del Golfo de 1991. En 1996 colaboraron nuevamente con los Boinas Verdes estadunidenses para entrenar y equipar al Ejército de Liberación de Kosovo antes y después de los bombardeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte sobre el territorio de aquella provincia, que se encontraba entonces bajo control serbio.
El diputado conservador Nigel West subrayó, con toda razón, que, al igual que los Boinas Verdes estadunidenses: “El SAS británico habría desempeñado un papel estratégico en la Operación Gladio si los soviéticos hubiesen invadido Europa occidental”, dando así por sentada la implicación de las SAS junto a los ejércitos stay-behind creados en Europa. Tanto el SAS británico como los Boinas Verdes estadunidenses colaboraron estrechamente. Fue como prueba de aquella colaboración que los miembros de las Fuerzas Especiales estadunidenses comenzaron a portar, a partir de 1953, la famosa boina verde, proveniente del uniforme de sus modelos británicos. El uso de la boina verde, considerada “extranjera”, molestó a muchos altos oficiales del ejército estadunidense.
Fue sólo cuando el presidente Kennedy, gran partidario de las operaciones secretas y de las Fuerzas Especiales, lo aprobó durante una visita a Fort Bragg, el cuartel general de dichas fuerzas, que la boina vino a ser oficialmente adoptada en Estados Unidos para convertirse rápidamente en el emblema del más prestigioso cuerpo de comandos del país. La admiración de los estadunidenses por el ilustre y glorioso SAS perduró por muchos años. Los boinas verdes acostumbraban incluso a referirse al cuartel general de Hereford como “la casa matriz”, y los oficiales formados en Gran Bretaña gozaban de cierto prestigio a su regreso a Estados Unidos. Por su parte, los británicos se esmeraron en mantener esa alianza, al extremo que en 1962 nombraron al comandante de los Boinas Verdes, el general de división William Yarborough, miembro honorario del SAS.
Lady Thatcher envió el SOE a Cambodia donde este servicio secreto británico entrenó y dirigió a los Khmers Rojos. Éstos masacraron entonces a 1 millón y medio de personas, prioritariamente a los intelectuales que hablaban francés.
*Historiador suizo, especialista en relaciones internacionales contemporáneas. Se dedica a la enseñanza en la universidad de Basilea, Suiza
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