La manera tan inescrupulosamente escatológica en que el capo Felipe Calderón y sus dominus canis, los caciques de los partidos y los llamados poderes fácticos, los verdaderos capo di tutti capi, han develado sus impúdicos acuerdos y desarreglos palaciegos, pasados, actuales y subsecuentes, no sólo evidencia hasta dónde están dispuestos a envilecer la vida política de la nación con tal de mantenerse en el poder, compartirlo o arrebatárselo, sin reparar en los métodos que se vean obligados a emplear.

Desde luego que no se les puede acusar que con sus lujuriosos pactos, traiciones y procacidades hayan corrompido el imperio de las leyes, puesto que, llanamente, éste no existe. Tampoco que hayan degradado a la sociedad y, en particular, a los electores, que ingenuamente, en su minoría de edad política, aún creen que los procesos electorales, con su presente naturaleza y esas elites dominantes que supuestamente los representan, son los espacios adecuados a través de los cuales se lograrán los cambios que construyan pacíficamente un Estado político y socioeconómico democrático, participativo, incluyente y más equitativo. Para los grupos de poder, la mayoría no es ciudadano. En el mundo de lobos, para decirlo con las palabras de Maquiavelo, sólo son ovejas; futuras víctimas mientras existan; puros despojos con sabor a sangre, grasa y carne, una vez que han sido sacrificados; un simple recuerdo de balidos en el paladar y oídos de un victimario somnoliento y aburrido. Sobre esos súbditos, excretan sus ambiciones, rencores, egoísmos. El México actual, agonizantemente neoporfirista y cristero panista, es tan bananero como la orientalmente república despótica e igualmente neoporfirista heredada por los priistas. La alternancia no parió la anhelada democracia ni el estado de derecho, únicamente acentuó los rasgos autoritarios del longevo y cada vez más descompuesto sistema presidencialista engendrado hace casi 82 años y metamorfoseado en el Partido Nacional Revolucionario-Partido de la Revolución Mexicana-Partido Revolucionario Institucional (PRI)-Partido Acción Nacional (PAN)-¿PRI?

La alternancia: ¿qué fue sino devaneo?

Es cierto que los arreglos y las coaliciones, bajo ciertas reglas legalmente fijadas, son moneda corriente en los procesos electorales y propician la formación de gobiernos coligados. Sus fisuras provocan su inestabilidad; sus divorcios obligan al partido de mayoría relativa a buscar nuevos pactos con otras fuerzas para tratar de mantenerse en la administración, y cuando no lo logran, se ven obligados a dimitir y convocar nuevas elecciones. Asimismo, es conocido que tales negociaciones no son realizadas por santos. Los apetitos carnales de la plaga de pederastas que pueblan las iglesias nos han demostrado que ni en esas sacrosantas cavernas existen esos hombres puros y castos (¡sus ficticios dioses salven a sus inocentes corderos de los criminales violadores de efebos, bajo la divisa: “Dejad que los niños se acerquen a mí”, y trasquiladores de su lana monetaria!); son tan peligrosos como el sistema político del cual forman parte como una facción de los poderes fácticos.

También se sabe que la afrodisiaca ambición por el poder lleva a menudo a la criminal degeneración de esos conciertos. Un ejemplo paradigmático es Italia. Como se recuerda, la democracia cristiana gobernó a ese país durante casi toda la segunda mitad del siglo XX. Sus mandatos fueron camaleónicos: según las circunstancias electorales, oscilaba de la derecha rabiosa al centro, hasta un difuso matiz de izquierda. Generalmente gobernó sólo, pero llegó a formar coaliciones con varios partidos, entre ellos el socialista, el comunista y, caprichos de la historia, el Republicano Italiano, PRI. Sí, PRI. Una especie de pacto entre el PAN, el PRI y el Partido de la Revolución Democrática de Jesús Ortega de esa nación. Sus pactos cortesanos fueron históricos. La oligarquía local, el gobierno estadunidense y la mafia –que hacía el trabajo sucio: financiaba carreras de demócratas-cristianos o asesinaba a comunistas, sindicalistas y otras personas incómodas para el sistema y los intereses particulares de las elites– siempre los apoyaron con un fin específico: evitar a cualquier costo el ascenso de los comunistas al gobierno. Era la época de la Guerra Fría, justo cuando asesinan turbiamente a Aldo Moro, el gran ideólogo cristiano que había sido primer ministro y que preparaba el compromesso storico con el eurocomunista Enrico Berlinguer, el cual, por supuesto, fue abortado. ¿Sería exagerado compararlos con los pactos de 1988, 2006 o el de Bucareli de 2009, el de Calderón y Enrique Peña Nieto, entre otros, negociados entre el PRI y el PAN en contra de Cuauhtémoc Cárdenas, Andrés Manuel López Obrador y los perredistas del Estado de México? En la década de 1990 se desploman los cristianos demócratas y, con ellos, el sistema político italiano, cuando Giulio Andreotti, 20 veces ministro, siete veces primer ministro y senador vitalicio, fue acusado por corrupción, asesinato y asociación delictuosa con la mafia, entre otros cargos, proceso que alcanzó a otros eminentes políticos mafiosos, como Bettino Craxi, exprimer ministro socialista (1983-1987) que huyó hacia Túnez, y mafiosos socios de los políticos. Era el poder político piramidal italiano dentro y fuera de la ley al mismo tiempo a quien Giovanni Falcone, en el gran juicio de la mafia, se encargó de aplicarle la Constitución y las leyes, aunque al final pagó caro su osadía. En 1992 fue despedazado, con su esposa y sus escoltas, con 1 mil kilogramos de explosivos.

A raíz del desenlace del juicio, escribió el australiano Peter Rob: “Nada acaba limpiamente”, ni los pactos y las alianzas de esa factura, ni la vida política, ni las instituciones, ni la legalidad de la república, porque la indulgencia de los jueces terminó por absolver a Andreotti del caso de corrupción, en 1999, y las otras causas simplemente prescribieron. El cártel de los grandes intereses del poder político, el oligárquico y del crimen organizado, se remozó e impuso a otros patibularios actores como Silvio Berlusconi –el capo de las telecomunicaciones, como Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas que agitan las procelosas aguas políticas mexicanas– como primer ministro. Se salvaguardó el Estado mafioso a costa de hundir el honor de la nación.

Como espectáculo de la política, el escandaloso y soterrado contrato rubricado entre Calderón, César Nava, Fernando Gómez, Beatriz Paredes, Enrique Peña Nieto por medio de su caballerango Luis Miranda, y los oligarcas que lo respaldan desde las penumbras, tuvo la virtud de mostrarnos la íntegra madera de la que está hecha la elite dominante y el sistema político mexicano. Al ser desvergonzadamente desnudado, como si fuera una tediosa diversión de striptease o table dance que terminó malamente, permitió ver el espectáculo de la política.

Vimos a esos grupos como rabiosas hienas que luchan encarnizadamente por el poder; hundidos en su propia cloaca; merodeando entre sus sepulturas. Los chacales panistas desesperados, agonizantes, que no tardan en caer en su fosa; los furiosos priistas que pugnan por salir de su sepulcro; los perredistas y otra fauna menor que salivan sus fauces con el pírrico despojo que esperan obtener de la pelea. Allá la oligarquía y demás poderes fácticos, que controlan el dogal de las bestias, que se alzarán con la sustancia del pillaje. Dejaron ver públicamente la calaña de componendas que alcanzan, los intereses delincuenciales que persiguen y la corrupción a la que han sometido a las leyes y las instituciones, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial; descubrieron a la mafia que convirtió a la nación en su rehén, a la que saquean impunemente; que transformó al Estado en un Estado mafioso. Ellos son los que cancelaron el cambio económico y la democracia por la vía electoral y pacífica, los responsables de la crisis de gobernabilidad y legitimidad del sistema político, de la instauración del salvaje neoliberalismo, que ha acelerado la concentración de la riqueza, la generalización de pobreza y la miseria, de la entrega de las riquezas nacionales a la depredación del gran capital, nacional y transnacional.

Ellos son los que dicen que “renovarán” la vida institucional con la reelección, entre otras contrarreformas, para perpetuarse en el poder y asegurar la continuidad de las políticas favorables a sus intereses.

Junto al malogrado engendro de Bucareli, se observaron otros monstruosos favores que sí cumplieron los fines tribales de las elites. EL PRI aprobó el paquete fiscal panista de 2010, que impidió que se gravará más a los empresarios, les regaló a Azcárraga y Salinas Pliego parte del espectro de las comunicaciones e impuso una criminal alza de precios públicos y de impuestos, además de otros nuevos, justificados en las mentiras de Agustín Carstens, que han empobrecido aún más a la mayoría, agravada por su secuela inflacionaria, a cambio de mayores recursos tributarios para que los caciques regionales, gobernadores y alcaldes, al igual que el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, los dilapiden impunemente; además que los panistas no establecieran alianzas con los perredistas que pudieran socavar la fuerza electoral de los priistas y llevar a Peña Nieto al despeñadero, el clon-delfín de los Berlusconi mexicano y la oligarquía autóctona con quien piensan sustituir a los cruzados de cristo rey. Calderón protegió a los delincuentes y asesinos priistas Ulises Ruiz y Mario Marín.

Los priistas legitimaron la usurpación de Calderón, en tanto los panistas hicieron lo mismo al fraude de Carlos Salinas. Ambos tramaron el desafuero de López Obrador, la mayor reprivatización de Petróleos Mexicanos, la reprivatización financiera, el rescate de los banqueros que ahora debemos y la trasnacionalización del sistema. Los que ayudaron a consolidarse a la oligarquía con la venta de las paraestatales, la elusión, evasión y bajos impuestos; los que traicionaron a los trabajadores electricistas y ahora entregan al sector eléctrico a la depredación privada; los que reprivatizaron la seguridad social; los responsables de la muerte de los infantes de la guardería subrogada por el Instituto Mexicano del Seguro Social en Sonora. Ellos son los que han destruido al país. Ellos son los que sacaron ilegalmente a las fuerzas armadas a las calles, solapan la violación de los derechos humanos y establecen el Estado policiaco-militar. Ellos son los que aprobarán la destrucción de las leyes laborales y otras medidas. Sólo los ingenuos creen que el PRI y el PAN no volverán a negociar nuevas medidas oligárquicas, antipopulares y antinacionales, porque ésa es la condición impuesta por la gran burguesía para aceptarlos en la alternancia bicéfala.

Al aceptar acuerdos temporales con una camarilla de la derecha panista –radicalmente reaccionaria, despótica y anticomunista, en contra de la otra facción de la derecha, la priista, cuyo pelaje hace tiempo que se tornó indiferenciado–, Jesús Ortega, Manuel Camacho y sus demás socios perredistas y de otros partidos no sólo arrojaron por la borda sus principios progresistas que dicen tener, renunciaron al cambio. Con el PRI o el PAN, las elites dominantes serán las ganadoras. También preparan la derrota de los grupos de izquierda encabezados por López Obrador que, actualmente, representa el principal contrapeso de la derecha a escala nacional, al margen de las diferencias y las críticas que se les puedan señalar. ¿Les pagarán adecuadamente su trabajo sucio? Con propios abandonos, abjuraciones y renuncias, venderán asimismo a otras organizaciones que, con mayor legitimidad, pueden considerarse de izquierda y que pretenden una transformación anticapitalista. Traicionarán a la población que creyó que con ellos se podría aspirar a la transformación de México.

CONTRALINEA 174 / 28 DE MARZO DE 2010