Ante individuos como Felipe Calderón y Javier Lozano, que brutalmente llevan hasta sus últimas consecuencias la instrumentación del proyecto neoliberal de nación, antisocial por definición, que sólo beneficia a los empresarios, sobre todo a la oligarquía, que desde el gobierno, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, han declarado la guerra de clases a la mayoría y en ella emplean todos los aparatos del Estado, ¿realmente alguien puede creer que su propuesta de “reforma” laboral será bondadosa con los trabajadores?; ¿que contribuirá a mejorar simultáneamente la productividad con su bienestar y la dignificación del mercado laboral, por medio de la restauración de sus derechos consagrados –en letra y espíritu, por el artículo 123 constitucional, aunque acotados por la Ley Federal del Trabajo, unos y otros destruidos por los empresarios con la complicidad de los gobiernos priistas y panistas– a la creación de los empleos anualmente requeridos, estables, permanentes y con sus prestaciones sociales, el respeto de sus organizaciones, la recuperación de los salarios reales, y que las autoridades, en particular las laborales, encabezadas por Lozano, ahora sí cumplirán con su responsabilidad de velar por el respeto de las leyes, para garantizar la armoniosa hermandad entre los enemigos sistémicos cuya lucha es a muerte, el trabajo asalariado y el capital, sustituida bajo el neoliberalismo por la salvaje cooperación entre hienas y corderos?
Desde luego hay personas convencidas de que la “flexibilidad” laboral empresarial-calderonista-lozanista, que aspira legalizar la ilegal conversión de los asalariados en esclavos, en simples bestias de trabajo, cumplirá cabalmente con esos objetivos. Entre sus fieles creyentes, pueden citarse a Armando Paredes, del Consejo Coordinador Empresarial; Gerardo Gutiérrez, de la Confederación Patronal de la República Mexicana, y los pavlovianos ideólogos de la extrema derecha como Federico Reyes Heroles, Héctor Aguilar, Jorge Castañeda o Jesús Silva-Herzog Márquez. En los dos primeros casos es natural que lo crean, porque su clase social será la única beneficiaria de su “reforma” que impulsan a través de sus gerentes como si fuera una razón de Estado. Los otros simplemente la apoyan por inercia clasista y porque desde hace tiempo sustituyeron sus efluvios cerebrales por sus corrosivos jugos biliares. Pero ninguno de ellos ofrece argumentos serios para demostrar que el “libre mercado” laboral desatará el impetuoso animal creativo de los capitalistas, así como el “círculo virtuoso” de la mayor competitividad, más inversiones y ganancias y, al mismo tiempo, más empleos e ingresos y mejores niveles de vida de los empleados. No señalan alguna experiencia internacional donde se hayan cumplido tan exquisitas promesas.
Lo único claro es que la “flexibilidad” laboral sólo ha nutrido más el insaciable apetito animal por los dividendos de los grandes empresarios. En Chile, el puño de hierro y criminal de Augusto Pinochet y la “flexibilidad” aumentaron la rentabilidad, la acumulación, la concentración y centralización del capital en manos de la oligarquía. Un déspota de esa calaña no necesitó del consenso de los trabajadores ni de la legitimidad social, ni requirió ponerle los demás adornos a su legislación laboral para tratar de convencerlos.
Según el economista chileno Rafael Agacino, el crecimiento durante la dictadura fue mediocre. La competitividad y las ganancias mejoraron porque los salarios reales pagados se desplomaron dramáticamente y la eliminación o la reducción de las prestaciones sociales abarataron los costos laborales de las empresas. La desprotección jurídica ensanchó el número de trabajadores temporales y adelgazó los permanentes. La subcontratación floreció como nunca. El desmantelamiento de los sindicatos y su control militar-empresarial de los que sobrevivieron redujeron la capacidad organizativa de los ocupados para defender sus derechos. El alto desempleo y subempleo reforzaron parcialmente y fugazmente la docilidad de los asalariados. La concentración de la riqueza, la precarización del mercado de trabajo y el aumento de la miseria fueron el corolario exitoso de la “flexibilidad” laboral chilena, al igual que en los demás países que aplicaron ese modelo.
Es innegable que el mercado laboral se encuentra en una situación deplorable, como afirman Calderón y su clon Lozano: durante el neoliberalismo (1983-2010), la economía sólo ha generado la mitad de los empleos formales requeridos (alrededor de 15 millones de 33 millones), los cuales, en su mayor parte, por la vía de los hechos, ya son víctimas de la “flexibilización. Los salarios pagados son los peores del mundo, lo que explica la debilidad del consumo local y el estancamiento del mercado interno, la creciente pobreza y miseria de los trabajadores. Los empresarios privilegian la creación de plazas temporales sobre las permanentes, la subcontratación y los honorarios, imponen jornadas arbitrarias y recortan salarios cuando consideran necesario. La mitad de los ocupados carece de contrato y de prestaciones sociales (aguinaldo, vacaciones pagadas). La seguridad y la capacitación laboral están por los suelos. Servicios como los médicos, guarderías o vivienda están parcialmente privatizados como parte de la estrategia oficial para reducir el gasto público y equilibrar las finanzas estatales, sin importar el costo: su pésima calidad (Instituto Mexicano del Seguro Social, Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, Secretaría de Salud) ni las tropelías empresariales. Recuérdese los niños muertos en las guarderías. Por cada dos ocupados existe un desempleado, subempleado, informal, migrante y alguien que dejó de buscar un trabajo. El Seguro Popular es una estructura inútil, fraudulenta, políticamente manipuladora, derrochadora de recursos, ineficiente, de mala calidad y deplorable diseño, carente de medicamentos y equipos especializados, con clínicas y hospitales deteriorados y personal insuficiente (El Universal, 12 y13 de abril de 2010).
La mayoría de los contratos laborales es de protección, controlado por los sindicatos patronales y los corporativos subordinados al Estado (maestros, petroleros, electricistas, etcétera) que manejan a los organismo como su coto de caza y se imponen despóticamente a los trabajadores (uso de la cláusula de exclusión, cuotas, patrimonio, subsidio públicos), sin hacerle gestos a la represión y el asesinato, con la complacencia oficial, que los premia, los protege y torera su corrupción porque facilitan el control de los asalariados y la imposición de sus políticas antisociales. En cambio, a los indóciles se les aplica el músculo torcido de la ley, el desprestigio, la persecución, el aniquilamiento. Como secretario del Trabajo, Lozano, con la bendición de Calderón, se ha comportado como el Atila de los trabajadores.
La construcción de la vivienda perdió su sentido social: fue entregada a la voracidad de las constructoras privadas y la Suprema Corte de Justicia de la Nación legalizó el derecho de quitárselas cuando los trabajadores no puedan pagarlas y venderlas a precios de regalo a otros depredadores, como los hijos de Marta Sahagún. La privatización de los fondos de pensión no fue pensada para resolver el problema de las jubilaciones, sino para que el Estado se desembarazara de esa responsabilidad constitucional y la cediera a la codicia de las aseguradoras privadas, propiedad de los grupos financieros, que cobran comisiones usureras, mientras que los ahorros de los trabajadores sufren pérdidas, jocosamente llamadas “minusvalías” ante los “caprichos” de los especuladores. Al menos dos terceras partes de los viejos no reciben una pensión, salvo la pagada por el gobierno capitalino. El futuro de los que aportan a los fondos es oscuro, debido a sus bajos ahorros que acumularán, los decrecientes rendimientos en el largo plazo, los quebrantos registrados durante las crisis, la pérdida de sus empleos, los retiros de recursos ocasionados por el desempleo y la reducción de las aportaciones empresariales. Al menos la mitad de las cuentas quedará inactiva, por lo que esos trabajadores nunca recibirán una pensión. Y los que lo logren apenas recibirán un ingreso similar a un salario mínimo. Más años de trabajo para percibir un ingreso que los condenará a la miseria el resto de sus días. Las ganancias de los grupos financieros serán fabulosas.
Calderón, Lozano y los empresarios evaden explicar las causas de la degradación del mercado laboral y de los trabajadores porque ellos son corresponsables. El estancamiento económico y la baja creación de empleos formales se deben a las políticas de estabilización que privilegian la reducción de la inflación y castigan el crecimiento (la contención del consumo y la inversión con los altos réditos, el control salarial, el menor gasto público, la sobrevaluación cambiaria); a las reformas estructurales neoliberales (la apertura externa indiscriminada, la reprivatización del sistema financiero, agropecuario y sectores estratégicos); a la atracción del capital foráneo con la oferta de bajos salarios y escasas o nulas prestaciones; al retiro del Estado de la economía, su desmantelamiento, el abandono de sus compromisos sociales; a los empresarios, que con la complicidad del gobierno, violentan las leyes laborales y esquilman a los trabajadores.
Los gobiernos neoliberales son los principales transgresores de la institucionalidad, el condensado de las relaciones sociales. Con trato dado a los trabajadores como a los electricistas y a millones de usuarios y la entrega del servicio a las empresas privadas, Calderón y Lozano, aprendices de Pinochet, actúan peor que Joaquín Guzmán o Ismael Zambada. Estos últimos saben que su carrera delictiva eventualmente puede costarles la vida o terminar sus días en la cárcel. Pero aquéllos, como abogados y desde el Ejecutivo, pisotean impunemente el estado de derecho que se comprometieron a respetar.
La catástrofe laboral no es para los empresarios, porque ellos se han beneficiado de esa situación, sino para los asalariados. Se convirtieron en esclavos e indocumentados en su propio país, como sucede con los ilegales en Estados Unidos o como los centroamericanos en México.
Sólo hay dos maneras de recuperar la dignidad laboral. Una es restableciendo las leyes existentes, obligando a los empresarios a cumplirla, además de despedir y enjuiciar a Lozano por sus atropellos. Otra es creando un modelo laboral justo y competitivo, que concilie libertad, autonomía y democracia sindical según la voluntad de sus miembros, que determinarían el uso de sus cuotas y patrimonios, y no los dirigentes corporativos y patronales ni las autoridades; la contratación colectiva; el pago de salarios y prestaciones dignas; el respeto a las jornadas laborales; la generación de empleos formales estables; la firma de acuerdos equitativos entre trabajadores y empresarios para negociar la productividad, el reparto de los beneficios y los términos del proceso de trabajo; la capacitación; la creación de seguros contra el desempleo; la protección social y procesal; la eliminación de la cláusula de exclusión y los apartados de excepción; la aplicación de la ley, con tribunales que resuelvan rápida e imparcialmente los conflictos laborales, individuales y colectivos; la eliminación de las juntas de conciliación y arbitraje que favorecen a los patrones y son usadas por el gobierno como instrumentos de control político; la creación de la seguridad social universal; la reestatización de los fondos de pensión.
La contrarreforma calderonista no pretende nada de lo anterior, sólo pretende legalizar la “flexibilidad” productivista pro empresarial ya existente y acabar de destruir las conquistas laborales que aún benefician a los trabajadores. Quiere regresarnos a la edad de piedra del salvaje capitalismo.
A los trabajadores les espera una cruenta lucha y tendrán que defender sus intereses por todos los medios a su alcance.
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