Difícilmente puede regatearse el valor moral que tiene el uso de la huelga de hambre como recurso extremo de protesta política no violenta, de defensa de sus intereses y derechos de quienes se ven obligados a recurrir a ella, aun a riesgo de exponer su vida, así como eventualmente para movilizar a la opinión pública a favor de sus reivindicaciones. Menos aún cuando esa práctica es consecuencia de los abusos cometidos desde el Estado (el gobierno como estructura: el Ejecutivo, el Legislativo, las autoridades judiciales, electorales) y de los grupos dominantes, del ejercicio del poder de quienes supuestamente deben de guardar el bien público, de velar por el imperio de las leyes y subordinarse a ellas, y son los primeros en violentar abusiva e impunemente el estado de derecho.

La contraparte del ayuno es la injusticia, el descrédito, la pérdida de legitimidad de las autoridades y las instituciones. Evidencia la incapacidad, la negligencia, el fracaso o, simplemente, el desprecio deliberado de los organismos encargados para mediar y resolver legalmente los conflictos sociales sin llegar a esas situaciones traumáticas y de impartición de la justicia de manera imparcial, equitativa y oportuna. Es una de las manifestaciones legítimas de las luchas de la población en contra del autoritarismo del sistema político que no sólo no desapareció con la alternancia partidaria en el gobierno, sino que se ha agudizado aún más.

En una perspectiva más amplia, es una expresión de la lucha de clases que, como señalara el sociólogo alemán Claus Offe, “confirma la tesis de [Carlos] Marx de que la democracia burguesa y el modo de producción capitalista mantienen una relación tensa entre sí, precaria, irresoluble en el fondo” (Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, editorial Sistema, Madrid, 1996). Para los regímenes despóticos o que se dicen republicanos, el empleo del cuerpo, en una especie de martirologio, con fines pacifistas y a menudo con propósitos limitados que pueden atenderse sin riesgos para su estabilidad, resultan intolerables, subversivos, pues evidencian su naturaleza antidemocrática y, aun en esas circunstancias, no han dudado en desacreditarlos socialmente y reprimirlos sicológica y físicamente. Con una amplia variedad de intereses, la huelga de hambre ha sido empleada en un gran número de países. Pueden citarse a Mahatma Gandhi, en la India; Evo Morales, en Bolivia; Ignacio De Juana Chaos, miembro de la Euskadi Ta Askatasuna, en España; o Patricia Troncoso, activista por la causa mapuche en Chile. Por su propia naturaleza, empero, los resultados obtenidos generalmente son limitados o infructuosos.

Quizá las protestas de hambre más dramáticas en la historia corresponden al pueblo católico irlandés en su lucha por su independencia en contra del gobierno del Reino Unido y sus aliados irlandeses protestantes. En 1917, falleció de hambre Thomas Ashe. En abril de 1920 se registró un ayuno masivo de dos semanas en las prisiones de Mountjoy y de Cork. Entre estos últimos destacó la participación de Terence MacSwiney, miembro del Dáil, el parlamento irlandés, reunido en Dublín en rebeldía, y Alcalde de Cork por el Sinn Féin (en irlandés, Nosotros o Nosotros Mismos), quien recién había sustituido a su compañero Tomás MacCurtain, asesinado por un escuadrón de la muerte británico. MacSwiney fue trasladado a la cárcel de Brixton en Inglaterra, donde murió luego de 74 días de huelga de hambre, en plena guerra de la independencia. Unas horas después, sucedió lo mismo con Joseph Murphy, tras 76 días de ayuno. Una semana antes había pasado lo mismo con MacSwiney, luego de 67 días. En el transcurso, la huelga fue respaldada socialmente y sus muertes desencadenaron serios disturbios en Irlanda.

El 27 de octubre de 1980, hace 30 años, siete republicanos, recluidos en la prisión Mazen, iniciaron otra huelga de hambre en defensa de sus derechos políticos como prisioneros de guerra, cercenados por los ingleses que criminalizaron el movimiento independentista, a la que después se sumaron varias decenas, incluyendo tres mujeres detenidas en la prisión de Armagh. Uno de ellos, Sean McKenna, estuvo al borde de la muerte, al entrar y salir varias veces del estado comatoso. El ayuno concluyó 53 días después, cuando Margaret Thatcher, matriarca de los neoliberales y cabeza del gobierno más reaccionario de Europa en ese tiempo, se comprometió a satisfacer sus demandas. Ante el incumplimiento del acuerdo, el 1 de marzo de 1981 se inició una segunda huelga a la que se incorporaron gradualmente los participantes y que fue social y masivamente apoyada. Ésta fue iniciada por Robert George Sands, comandante responsable del Ejército Republicano Irlandés, el 1 de marzo de 1981, y duró siete meses. En ella murieron 10 presos: Bobby Sands, a los 27 años de edad, luego de 66 días de ayuno; Francis Hughes, Raymond McCreesh, Patsy O’Hara, Joe McDonnell, Martin Hurson, Kevin Lynch, Kieran Doherty, Thomas McElwee y Mickey Devine. El desafío y las muertes fueron tomadas con desprecio y represión por Thatcher, que en 1984 reprimiría brutalmente a los huelguistas mineros y destruiría su sindicato. Ella dijo: “Mr Sands era un criminal convicto. Eligió acabar con su propia vida”. La criminalización del movimiento social se convirtió en asesinatos de Estado en el flemáticamente “civilizado” Reino Unido.

Gerry Adams, líder del Sinn Féin, señaló que “los huelguistas eran hombres ordinarios que, en circunstancias extraordinarias, habían trasladado su lucha a un ámbito moral en el que esa lucha se había convertido en un combate entre ellos y el poder del Estado británico”. “En el camino a la libertad, necesitamos pensar en grande. Necesitamos estrategia, liderazgo y confianza para tomar el poder político de aquellos sin derecho a él. Se trata de crear una república nueva, incluyente”.

Ocho meses después del salvaje asalto de la compañía de Luz y Fuerza del Centro –llevado a cabo por los aparatos represivos del Estado, los militares y la Policía Federal, organismos públicamente desprestigiados por su guerra sucia antisocial y cuyos uniformes escurren sangre por sus impunes asesinatos de Estado cometidos a nombre de Felipe Calderón, principal responsable de sus tropelías– los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas iniciaron una huelga de hambre que lleva poco más de 30 días, en la cual, más de 17 trabajadores han tenido que ser hospitalizados por sus secuelas. Esa difícil decisión, de alto valor moral en su lucha en contra del Estado mexicano, fue tomada como parte de la exigencia de justicia, de la defensa de sus empleos, de su dignidad. Es una lucha desigual ante la cruenta guerra de clases declarada a los trabajadores por las elites dominantes, la burguesía y el gobierno, que violenta el estado de derecho y emplea los aparatos represivos del Estado.

Su lucha no es sólo de ellos. Es también por su clase social violentamente atrapada en la tenaza del sistema, uno de cuyos brazos es la violencia económica ejercida por el salvaje capitalismo neoliberal en contra de los trabajadores, que destruye los empleos formales, estables y dignos, las prestaciones y conquistas sociales y las organizaciones obreras que le estorban, deprecia los salarios reales, los condena a emigrar hacia Estados Unidos y a una peor miseria; los reduce a la calidad de esclavos al servicio de la maximización de la acumulación y las ganancias empresariales, sobre todo de la oligarquía local trasnacionalizada –Slim, Azcárraga, Salinas pliego, Servitje, Larrea, Bailléres, Arango, Hernández Ramírez, Harp y demás– y foránea. El otro brazo es el despotismo político que garantiza la imposición del modelo y la dominación de los trabajadores. Su lucha es por la nación. Es por un sistema justo, democrático y socialmente incluyente.

Su lucha es nuestra lucha y sus enemigos son los nuestros. La lucha de clases declarada es a muerte como siempre ha sido bajo el capitalismo. Ella, la polarización del ingreso y la riqueza y las penurias sociales de la mayoría no se resuelven con una menor inequidad en la distribución del ingreso entre el empresariado y los trabajadores, ni con un modelo capitalista más benigno como lo fue el Estado de bienestar, demolido por los neoliberales y que sólo buscaba atenuar las desigualdades, pero nunca aspiró a eliminarlas porque ése no era su objetivo, que se reducía a atenuar los conflictos y ampliar la inclusión para mejorar el funcionamiento del sistema y su estabilidad política.

El problema es el propio capitalismo que reproduce esas clases irreconciliables. La solución radica en la destrucción de la propiedad privada de los medios de producción, su socialización y la desaparición de ese sistema por naturaleza antisocial y antidemocrático, que en el mejor de los casos se limita a la democracia indirecta, delegativa, que restringe la participación de la mayoría en las decisiones trascendentales que definen las formas de vida de la sociedad y el destino de la nación, las cuales quedan en manos de los grupos dominantes. La salvación de los trabajadores sólo corresponde a ellos mismos, según Marx.

Como dijo Gerry Adams: “En el camino a la libertad necesitamos pensar en grande”. Necesitamos diseñar una ambiciosa “estrategia” de cambio anticapitalista, que incorpore a los diferentes sectores de la población que aspiren a una vida digna, que permita construir un sistema económico donde la creación de la riqueza y su distribución tenga un sentido social y no privado, que abra las puertas de la democracia participativa. Es claro que, en el ínter, las luchas económico-políticas como la de los trabajadores electricistas son vitales para defender, restaurar, ampliar sus beneficios, construir una conciencia de clase y las organizaciones necesarias que permitan enfrentar eficientemente a las formas salvajes de la acumulación que impone el régimen neoliberal, que avance en la democratización de la nación y los convierta en ciudadanos.

El valor moral de su huelga de hambre, como parte de su lucha general, es irrebatible. Aunque en condiciones cada vez más desventajosas, lo que exige es replantear su estrategia. No sólo tienen enfrente a la extrema derecha representada por el clero político, Calderón, el panismo y la oligarquía, también a los otros cancerberos del sistema: el Poder Judicial que ha sido complaciente con la subversión calderonista de la carta magna, y el Legislativo, los priistas, los perredistas, que se han convertido en parte orgánica del sistema. Los demás partidos los han abandonado a su suerte; legitimaron la anticonstitucionalidad de la embestida en contra de la empresa y los trabajadores electricistas y la entrega de aquella al pillaje empresarial, asunto que apestaba más que en Dinamarca; que han aceptado el estado de excepción impuesto por calderonismo, un golpe verdadero de Estado, que es empleado en contra de la sociedad, que ha obstaculizado la democratización del país. A ello hay que sumar la indiferencia o el pasivo apoyo social.

CONTRALÍNEA 185 / 06 DE JUNIO DE 2010