Cuando la consigna es infame, la desobediencia es un deber
Geroges Burgin, La Comuna

Las imágenes ilustran fielmente la inexistencia de un poder judicial que se entienda y se comporte como tal, y la existencia de un sistema legal que, como parte de la estructura de dominación, legitimó todas las tropelías cometidas por una de las dictaduras militares más brutales y sangrientas de América Latina. Sobre esos organismos, gravitaban las historias más siniestras que los convirtieron en las instituciones públicas más desprestigiadas y sombrías: la corrupción, el prevaricato, la complicidad, la parcialidad en la aplicación de la ley, el sometimiento a la dictadura, su solapamiento del terrorismo de Estado que violentó todos los derechos humanos, dejó miles de personas asesinadas impunemente, encarceladas arbitrariamente y exiliadas, y legalizó los negocios turbios de los Chicago Boys que desmantelaron el Estado, lo depredaron y se enriquecieron con sus despojos. Su actuación alcanzó el consenso social: eran considerados como inútiles guardianes del orden constitucional y del estado de derecho, que dejaron en la más completa desprotección jurídica a los ciudadanos agraviados por los distintos niveles del gobierno militar. “No sirven para nada”, era el clamor popular, según Matus, quien recuerda que, hace más de un siglo, Andrés Bello había dicho que frente a los tribunales, urgía “usar el hacha” con el fin de adecuarlos funcional e institucionalmente a la marcha de la sociedad.

A contracorriente de la derecha golpista que deseaba mantener el autoritarismo sin el dictador y con quien se vio obligado a negociar, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, gobernante de la concertación, realizó una reforma judicial y de la Suprema Corte. No logró restaurar la institucionalidad previa al golpe de Estado ni limpiar por completo la suciedad y el despotismo de ese régimen. Pero sí modificó el poder inquisitivo del Poder Judicial y renovó la Suprema Corte, al desplazar a los magistrados del golpismo e incorporar a otros con un perfil más plural, democrático, comprometidos con los tiempos renovadores. Con ello limpió en gran medida el turbio pasado golpista de ambas instituciones, mejoró su dignidad, las dotó de un perfil más humano, más ético y socialmente más abierto. Le otorgó mayores facultades para avanzar hacia la construcción de un verdadero poder del Estado, más independiente en el ejercicio de su interpretación de la Constitución y las leyes, con el fin de impartir la justicia imparcialmente, acotar la impunidad y la corrupción, garantizar los derechos ciudadanos, con una mejor capacidad para controlar los excesos del Ejecutivo. No sin esfuerzos, pudo enjuiciar a los criminales del Estado pinochetista. La reforma fue considerada como la más importante en casi un siglo. Sus límites fueron establecidos por la derecha y aceptados por la temerosa izquierda oficial, que logró salvaguardar la naturaleza del neoliberalismo, el principal obstáculo de los anhelos de la sociedad: la existencia de un régimen más democrático e incluyente, más justo socialmente, que respete y defienda los derechos fundamentales del hombre y subordine a los poderes oligárquicos y grupos de poder.

En México, en cambio, hemos retrocedido en más de un siglo. Las elites oligárquica y priista-panista restauran el México bárbaro porfirista descrito por Jhon Kenneth Turner. Barbarizan la política, la justicia y las instituciones, entre ellas las responsables de velar las leyes y el estado de derecho. Han convertido el país en el más desigual del planeta, en el paraíso de la impunidad y la corrupción.

Uno de los espectáculos más obscenos del nuevo México bárbaro lo acaba de ofrecer la mayoría llamada Suprema Corte de Justicia de la Nación, que demostró que no tiene nada de suprema ni de justicia, y que detrás de su disfrazada honorabilidad sólo existe un esperpento, una corte de reaccionarios bufones de discurso canallesco, un poder degradado, emasculado, avasallado por el Ejecutivo, digno de las peores causas. Es una corte que contribuye a perpetuar la injusticia duradera del régimen y del desprecio de los otros poderes por la Constitución, el estado de derecho y la sociedad. En realidad, en el México posrevolucionario nunca ha existido una democrática división de poderes, un poder judicial autónomo, ni con los priistas y ni con los panistas, porque así es funcional a los intereses de los grupos de poder, del sistema. Los magistrados son elegidos por razones políticas, para garantizar su incondicionalidad y no para salvaguardar la legalidad. En esas y otras razones descansa su descrédito. Si en ese país, que se califica a sí mismo como ejemplo y garante de la “democracia” occidental a escala mundial, Bush padre e hijo impusieron una corte conservadora a modo –Franklin Delano Roosevelt, en cambio, tuvo que sufrir en su segundo mandato a un poder judicial reaccionario que obstaculizó los alcances de su Estado de bienestar–, ¿por qué nuestros déspotas orientales no pueden hacer lo mismo?

El caso de la Guardería ABC ofreció a la Corte una excelente oportunidad con varias implicaciones: le hubiera permitido mejorar su deslustrada imagen; explorar senderos insospechados en materia de justicia que le otorgarían una cierta autonomía frente a los otros poderes; contener la impunidad de la elite política y sus negocios turbios con los empresarios, ya que actualmente no existen mecanismos legales ni las autoridades que les obliguen a rendir cuentas de sus acciones ni el riesgo de ser sancionados; abrir la única puerta constitucional a la población para que pueda defenderse de los abusos de la autoridad; mejorar la credibilidad de las instituciones ante una población crecientemente desencantada, ya que la alternancia no sólo no cambió nada las formas despóticas del sistema presidencialista, sino que los agravios sufridos se han agudizado a manos de todos los niveles de gobierno, sobre todo del federal, del calderonismo.

Sin embargo, sus pueriles resultados no sólo representaron un cruel portazo tanto a los padres como a la sociedad, que esperaban justicia por los 49 infantes muertos y los 104 que sufrieron graves lesiones, la mayoría de los cuales, sino es que todos, padecerán el resto de su vida. Todos ellos son víctimas de criminales neoliberales –Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Calderón– que primero castigaron presupuestalmente la seguridad social para después justificar su privatización y entregarla como jugoso negocio a la voracidad de familiares, amigos y otros empresarios; del desprecio de las autoridades que nunca les importó las condiciones materiales de esos antros ni de la corrupción que los rodea; de los médicos del Instituto Mexicano del Seguro Social que, servilmente, prestaron su “honorabilidad” para encubrir a Santiago Levy, Juan Molinar, Daniel Karam, Eduardo Bours, Fernando Gómez Mont, Arturo Chávez y demás autoridades judiciales. El cambio de la figura de “responsables” a “involucrados” fue una salida grotesca, porque la Corte sabe que es el pasaporte de impunidad para los 14 funcionarios federales, estatales y municipales involucrados. Al remarcar Guillermo I Ortiz Mayagoitia, antes del dictamen, que sus resultados no eran vinculantes, pero que tendrían terroríficas “consecuencias éticas, de legitimidad democrática”, de “censura [ante] la gravedad de las violaciones a los derechos fundamentales, como mensaje a todas las autoridades del país para que sucesos de esta índole no vuelvan a acontecer”, sus palabras sonaron como una risible burla. Esa “ética” es similar a la mayoría de los ministros y su titular. Muertos de risa se encuentran Enrique Peña, Ulises Ruiz, Mario Marín, “socios” de su protector Calderón, y demás implicados en los casos de Atenco, Oaxaca, Lidya Cacho o Aguas Blancas.

Peor aún, luego de señalar que, finalmente, las anomalías de las guarderías no eran tantas como descubriera el ministro Zaldívar y como ya había advertido antes la Auditoría Superior de la Federación, y que la subrogación es incompatible con la Constitución porque se deja de lado el “contenido social de la prestación de este servicio”, terminaron reculando y justificando a ambas por sus implicaciones financieras para el Estado y apenas demandaron una supervisión más estricta. Las guarderías resultan tan onerosas como una corte inútil. Nada dijeron de la crisis de la seguridad social, que es un resultado deliberado de las políticas de gobierno que, siguiendo los lineamientos neoliberales del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, las castigaron presupuestalmente para llevarlas a la ruina, tal y como sucede con la educación o la salud, con el objeto de arrojarlas a la depredación empresarial; de las bajas aportaciones empresariales; de las políticas públicas y del modelo que han afectado la creación de empleos formales y, por tanto, de las contribuciones de los asalariados; o de la política fiscal regresiva y del derroche de los ingresos petroleros. Por si no fuera suficiente, José F Franco y Sergio A Valls Hernández, embarrados en el escándalo, votaron en contra para echar abajo el trabajo de Zaldívar.

La mayoría de la Corte resultó una pandilla de consumados fulleros. El ministro Zaldívar les señaló el anchuroso horizonte que le abría a la Corte el artículo 97 constitucional, pero la mayoría optó por hundirse aún más en la generosa ciénaga de su desprestigio. Prefirió mostrar públicamente que están cómodos como un poder castrado, reaccionario, al servicio del sistema, como pasivos protectores y espectadores de las injusticias de las elites, de su reiterada violación del estado de derecho, del capitalismo mafioso, de amigotes y familiares, de la barbarización del país. Eruditos en la teoría y la práctica del derecho, se mostraron como Calderón, Gómez Mont o Javier Lozano: expertos en torcerle el cuello a la legalidad, a la justicia.

Mostraron que al igual que los poderes Ejecutivo y Legislativo, el individuo es una ficción, que la sociedad no existe para ellos. Que no hay nada ni nadie que legalmente vele por sus derechos constitucionales ante los crecientes atropellos del calderonismo. Lozano podrá seguir aplastando la Constitución y a los trabajadores. Gómez Mont podrá ponerle la mordaza a los medios. Las balas “inteligentes” de los militares podrán seguir asesinando despiadadamente a inocentes sin que nadie los llame a cuenta. Calderón, el máximo responsable, podrá continuar con su estado de excepción y su terrorismo de Estado en contra de las mayorías.

Los latinoamericanos nos han mostrado que la impunidad no es eterna.

Cerradas todas las puertas, a la población no le queda más que asumir el papel de inocentes corderos que le han asignado o la desobediencia organizada para enfrentar legalmente la guerra desigual que le declararon, para derribar a un sistema que sólo ofrece agravios, injusticia, exclusión, represión y miseria a manos llenas.