Este artículo es la continuación de :
1. « El Mochaorejas, la industria del secuestro »

Son las nueve de la mañana del lunes tres de febrero de 1997, una mañana fría por ese invierno que no acaba de irse del todo. Francisco Javier viaja en su automóvil, un Ford Mystique color negro, con placas de circulación número 561-JBB, rumbo a su oficina donde ya lo espera su padre para una reunión de trabajo. A unos metros de llegar al edificio, en la calle de Galeana, de la colonia La Loma, en el Municipio de Tlalnepantla, Estado de México, le cierra el paso una camioneta tipo pick up de color blanco, en la que viaja un individuo. Instantes después, se acerca otro sujeto a la ventana del auto y le apunta con una pistola.

 !Bájate, hijo de la chingada¡, le grita desaforado uno de los sujetos que obliga a Francisco a bajar del automóvil. Para entonces, su vehículo ya se encuentra rodeado por cuatro camionetas, entre ellas una tipo mini Van a la que lo suben a empujones y mentadas de madre. El individuo que lo baja del coche y a quien no puede ver, lo coloca acostado boca abajo, sobre el piso de la parte trasera de la camioneta; lo despoja de sus pertenencias, lo ata de pies y manos con cinta canela, y le coloca un trapo sobre la cabeza.

Lleno de pánico, Francisco Lebrija escucha las voces de otros dos individuos, intuye que se hacen señas, que cuchichean y que se mueven sigilosamente. Deduce que viajan en el asiento del conductor y del copiloto. Lo acompaña en la parte trasera el sujeto que lo baja de su vehículo. La camioneta emprende la marcha. Entonces, sin desparpajo le dicen que se trata de un secuestro.

Y es entonces cuando a Francisco Javier se le revuelven los pensamientos, piensa en todo. Las manos y los pies le hormiguean. Se le va el aliento. Quiere gritar; no puede. El recorrido dura una hora, y la camioneta se detiene finalmente en el lugar en donde lo encadenan durante una semana. Al llegar, le quitan las ataduras de pies y manos, le cubren los ojos con cinta canela: no puede ver el lugar donde se encuentra.

Lo introducen a la casa en donde suben por una escalera y lo meten, todo el tiempo vendado de los ojos, a lo que después descubre que es un baño. En este lugar es interrogado por Daniel Arizmendi respecto de los bienes y propiedades que posee su familia. Escucha la presencia de otras personas. Lo interrogan, le piden los teléfonos para ponerse en contacto con su papá y se retiran.

Tiempo después, uno de los delincuentes le informa a Francisco que no puede comunicarse con su papá, por lo que es obligado a llamar a su casa. Contesta su mamá, le informa que ha sido plagiado y que es necesario que su papá esté en casa para que los plagiarios se pongan en contacto con él para las negociaciones. Ése es el único contacto que tiene con su familia hasta el día de su liberación. Termina de hablar con su mamá y Daniel Arizmendi le retira bruscamente la bocina del teléfono; en ese momento no le había quitado aún la cinta de los ojos.

De alimentos, a Francisco le dan jugos, tortas, guisados, y él se da cuenta de que utilizan un silbato para anunciar la llegada o salida de los sujetos que entran o salen de la casa. Los secuestradores le llevan unas cubetas con agua al día, para su aseo personal. Dejan durante las 24 horas del día la luz encendida. Francisco escucha durante su cautiverio el ruido de vehículos y trailers que circulan a alta velocidad. Supone que está cerca de una gran avenida.

Después le indican que puede quitarse la cinta de los ojos. La remueve y ve que está en un baño de color rojo, donde hay un lavabo, una regadera, un wc, una ventana sellada con ladrillo y concreto, y un espejo de doble vista a través del cual Francisco supone que es vigilado. No hay agua en los servicios sanitarios. A partir de ese momento y cada vez que quieren entrar al baño donde está incomunicado, los secuestradores le avisan por fuera de la puerta para que se ponga sobre la cabeza una camisa negra, cerrada del cuello y mangas, para que no los vea. Nunca los ve.

Ese mismo día por la tarde entra otro individuo y obliga a Francisco a desvestirse. Se le informa que permanecerá desnudo durante el tiempo que esté ahí. Uno de los sujetos a partir de ese momento entra con más frecuencia al baño para llevarle agua y alimentos. Es con el que tiene más contacto, y quien lo cuida frecuentemente. El mismo que un día le ofrece droga. ‘No quiero nada de eso, no lo acostumbro’, apenas le responde.

Durante su encierro, Francisco escucha constantes ruidos y voces de quienes lo vigilan. Los secuestradores (asume que son dos por las voces que escucha) permanecen dentro de la casa día y noche durante los cinco días de su cautiverio. ¡Estar secuestrado es como un encuentro con la muerte!, reflexiona Francisco Javier, quien ya para entonces resiente los estragos de estar bajo la presión del grupo criminal.

El segundo día del plagio, un individuo entra al baño con una cadena metálica; ata un extremo al cuello de Francisco con un candado y el otro por fuera del baño, a través de una perforación en la pared. Le dice que es por su seguridad, y que han secuestrado a otra persona que mantienen encerrada en otro lugar de la casa. El sujeto lo encadena y se retira sin decir más y Francisco permanece así día y noche hasta el día de su liberación.

Narra la víctima que Daniel Arizmendi se presenta con regularidad, sólo para amenazarlo, interrogarlo y para sacarle información económica, normalmente con pistola en mano. El Mochaorejas le informa de los avances o retrocesos de la negociación. Cada vez que se presenta, lo amenaza y corta cartucho, desde el día en que lo secuestraron, hasta antes de su liberación.

Daniel le habla de cantidades que llegan hasta los 10 millones de pesos, y constantemente le pregunta qué puede vender su familia para cumplir con sus exigencias. El resto del tiempo transcurre lenta y relativamente sin eventos. Francisco describe que siempre tiene miedo de que lo maten.

El lunes 10 de febrero de 1997, día en que lo liberan, Daniel Arizmendi le informa: ‘Ya cerré el negocio’. Entra al baño en diversas ocasiones para coordinar, junto Francisco y su familia, la mecánica del rescate. Daniel lo cuestiona sobre las personas que entregarían el pago del rescate, sobre las distancias y tiempos de manejo entre diversos puntos de la ciudad y sobre los riesgos que corre si interviene la autoridad.

Después de la entrega del dinero del rescate, Daniel Arizmendi le informa que todo ha salido bien y que próximamente será liberado. El Mochaorejas se retira del baño pero se quedan presentes dos individuos, quienes le devuelven su ropa y le dicen que se vaya vistiendo, que después regresarán por él. Lo desencadenan y se van.

Más tarde, al volver, le dan instrucciones: le dicen que van a subirlo a una camioneta, que lo dejarán en la calle sentado en la banqueta; le advierten que no puede quitarse la cinta canela de los ojos. Posteriormente, lo bajan por la escalera de caracol y lo suben acostado a una camioneta. No sabe cuántas personas viajan en el vehículo. Va aterrado. Además del individuo que lo mantiene amagado durante el trayecto, percibe que viaja otra persona.

El trayecto dura 30 minutos. Le dicen que lo dejarán en un punto sobre la calzada de Guadalupe, y le advierten que hasta que deje de escuchar el sonido de la camioneta alejándose, se puede quitar la cinta de los ojos. Tarda 15 minutos en retirarla. Son alrededor de las 8:30 de la noche. Vuelve a ver las calles de la ciudad. No sabe si reír o llorar y se echa a caminar hasta Plaza Tepeyac.

Francisco Javier recuerda que dentro del saco en donde le envían a sus plagiarios el dinero, su familia colocó un sobre para él: ‘para Xavier’. Lo abren los secuestradores y se lo dan. Contiene 200 pesos y una tarjeta telefónica. Habla por teléfono a su casa para decirles que ya lo soltaron. Contesta su hermano Juan Antonio y van a recogerlo. Está libre y apenas lo cree.

El negociador

El padre de Francisco Xavier Lebrija Pino, del mismo nombre, describió las negociaciones que sostuvo con Rubén Arizmendi López durante el cautiverio de su hijo: Cuenta en su testimonio ministerial que el tres de febrero de 1997, iba a sostener una reunión de negocios muy temprano en su oficina, ubicada en la calle de Galeana, número 99, Colonia La Loma, en el Municipio de Tlalnepantla, Estado de México, razón por la cual citó a sus hijos Juan Antonio, Carlos Alberto y Francisco Xavier Lebrija Pino. Sin embargo, este último no llegó, razón por la cual llamó a su casa y le informaron que ya había salido, que no tardaría en llegar, lo cual nunca ocurrió.

Después recibió una llamada telefónica, que no pudo entender bien porque se cortó. Luego le habló angustiada su esposa. Le informó que Francisco Xavier le llamó por teléfono y le dijo que estaba secuestrado, que los secuestradores habían tratado de comunicarse con él a la oficina sin lograrlo, razón por la cual debía trasladarse de inmediato a su casa a esperar la llamada de los plagiarios.

Describe que se le vino el mundo encima. “No supe qué hacer, no podía creer esta situación, me asusté muchísimo. Tuve mucho miedo de que le fuera pasar algo malo. Pensé que le podían hacer lo peor, que lo podían matar. Estuve siempre aterrado y continúe así a pesar de que regresó con vida”, rememora.

El padre de Francisco dice que al trasladarse a su casa, comenzó para él un enorme viacrucis, lleno de incertidumbre, temor, miedo. Ese mismo día inició las conversaciones telefónicas con los secuestradores que duraron cinco abominables días. Uno de los secuestradores, que luego supo era Daniel Arizmendi López, se identificó como el Tocayo. “Me pidió como rescate 12 millones de pesos, y posteriormente 10 millones de pesos, cantidad que fue disminuida a lo largo de los días hasta llegar a 2 millones 500 pesos. Finalmente, por esta cantidad fue liberado mi hijo”.

(Continuarà…)