Altamira, Brasil. Al amanecer, el patrón disparó contra el líder de la aldea y desató el tiroteo. “El bosque tembló” y los indígenas huyeron, dejando a sus muertos. Sólo una niña se quedó. Clavó los dientes con tanta fuerza en el pecho de un atacante que tuvieron que degollarla.

Cinco décadas después, el brasileño Benedito dos Santos recuerda las batallas en las que participó como uno de los “seringueiros”, recolectores de caucho natural que invadieron desde fines del siglo XIX los bosques de la cuenca del Río Xingú, en la Amazonia oriental, enfrentando la resistencia de algunos grupos indígenas, conviviendo y mezclándose con otros.

A sus 67 años, con 23 hijos vivos de los 26 que tuvo con 14 mujeres, Bião, como lo llaman, trabaja de barquero en la empresa familiar que tiene ocho embarcaciones y un embarcadero en el centro de Altamira, la principal ciudad a orillas del Xingú, con unos 100 mil habitantes.

Él vivió todos los ciclos de la economía extractiva de esta cuenca, desde que llegó, antes de cumplir cinco años, con su madre ya viuda y tres hermanos menores, desde el Río Mojú, situado unos 350 kilómetros al Este, en el mismo norteño estado brasileño de Pará.

Ante las transformaciones que provocará la central hidroeléctrica de Belo Monte –que represará el Xingú en dos puntos, inundando islas, bosques y tierras agrícolas–, Bião se dice “neutral”. La decisión es de los poderosos, no importa la controversia entre defensores y opositores de la obra, arguye.

Sólo espera que se generen ingresos para la población local carente de empleo, y reconoce que ya no tiene el protagonismo de antaño, cuando dependía de la naturaleza para sobrevivir.

“Fui criado con leche de palo”, bromea para subrayar que aprendió de niño a extraer el látex, la leche del árbol amazónico del caucho o seringueira, además de ayudar a su madre y padrastro en la agricultura.

Se hizo seringueiro a los 14 años, embreñado en los bosques del Medio Xingú con tres grupos, cuando ya esperaba a su primer hijo y después de haberse dedicado a cosechar castañas amazónicas.

Aquel ataque a la aldea fue respuesta a sucesivos asesinatos de seringueiros, cometidos por los indígenas que así conseguían armas de fuego, justifica Bião. “Sólo en el grupo de Isaac mataron a más de 40”, asegura.

Pero la matanza era recíproca. Los blancos agregaban un rito macabro: introducían “piedras en el buche” de los cadáveres para ocultarlos en el fondo del río y evitar la represión del gubernamental Servicio de Protección al Indígena.

Bião sentía cada vez más temor, incluso por las peleas internas. Una tarde, estalló un tiroteo entre los seringueiros del campamento; hubo varios muertos. Él evitaba conflictos y disfrutaba de protección de sus patrones por su habilidad para cazar, que lo hizo proveedor de carne y pescado para sus compañeros.

En el cerco opuesto a la aldea indígena, tras nueve días de marcha en la que desertaron 10 de los 35 hombres movilizados, el jefe lo colocó “detrás de un (árbol de) embaúba, tan delgado que no iba a aguantar las balas”, recuerda. Atemorizado, pasó toda la noche cavando una trinchera con “las uñas como azadas”.

El miedo y el estruendo del tiroteo hicieron que muchos hombres desperdiciaran munición. Cambiaban cartuchos intactos, convencidos de que ya los habían disparado, cuenta Bião. Varios indígenas murieron, pero sólo dos seringueiros resultaron heridos, según recuerda. La aldea fue incendiada.

Tras nueve años en el seringal y ya con cuatro hijos, volvió a la “vida buena” de Altamira. Además de riesgosa, la actividad tenía poco futuro.

La Amazonia brasileña, que se enriqueció con la extracción de caucho a fines del siglo XIX y comienzos del XX, perdió a partir de 1920 el dominio del mercado mundial a manos de Malasia, donde las plantaciones de seringueira (Hevea brasiliensis) alcanzaron rendimientos mayores.

Bião y sus compañeros se beneficiaron de los buenos precios de la posguerra, pero Brasil ya había sido rebajado a exportador secundario, dependiente de subsidios y de eventuales brotes de demanda, como la de la Segunda Guerra Mundial, cuando Japón bloqueó las exportaciones del Sureste asiático.

La “caza del gato” –el jaguar llamado onça en Brasil–, y de otros animales de cuero apreciado en el mercado, pasó de actividad intermitente a principal fuente de ingresos para Bião. “Fue cuando gané más dinero”, suficiente para comprar dos terrenos en la ciudad, reconoce.

“Una noche maté a unos 30 yacarés, pero no logramos, yo y dos compañeros, extraerles todo el cuero; es muy trabajoso”, relata.

Ahora quedan pocos de esos animales cerca de Altamira, porque “la gente los mata para comer”, pero siguen siendo abundantes en las lagunas del Alto Xingú, señala. Una ley que prohibió la caza en 1967 restringió la actividad, aunque su vigencia en la Amazonia es relativa.

Bião también participó en la construcción de la malograda carretera Transamazónica, iniciada en 1970. Dedicó un año a tumbar bosques para abrir paso al proyecto de 3 mil kilómetros de extensión, destinado a unir el Nordeste y la Amazonia. La vía, sin asfalto, es casi intransitable en los tramos que sirven a Altamira.

La obra atrajo una nueva ola migratoria a la Amazonia, estimulada por promesas y distribución de tierras a campesinos.

Aparecida Moraes es hija de ese proceso. Nació en 1971, un año después de que su familia emigrara del sureño estado de Paraná, “buscando tierra”, y terminó asentada en la orilla derecha del Xingú.

Hoy, casada con otro migrante de Paraná, vende sus bananos, papayas y cereales en la Feria del Productor, en el centro de Altamira. Sus tierras no serán inundadas por Belo Monte.

No tendrá esa suerte Sebastião de Castro Silva, de 60 años, y ocho hijos, que cultiva cacao y cereales en las 100 hectáreas que obtuvo después de llegar a Altamira en 1977, proveniente del céntrico estado de Goiás. “Me voy de la Amazonia si construyen la represa”, pues inundará 40 por ciento de su finca y no le permitirá “mantener juntos” a sus 32 familiares.

Mientras se producía esta invasión campesina del Medio y Bajo Xingú, en la década de 1970, Bião se sumergió en el auge del garimpo (la minería informal del oro y piedras preciosas). Se fue a Venezuela a buscar diamantes, pero pronto fue detenido y deportado, junto con otros garimpeiros brasileños.

Descubrió oro en Ressaca, cerca de Altamira, en una mina donde aún trabajan algunos de sus descendientes, y se metió en varios garimpos, hasta elegir uno en el alto de la cuenca del río Tapajós, paralelo al Xingú, más de 1 mil kilómetros al Sur de Altamira, en el estado de Mato Grosso.

“En el garimpo se gana mucho, pero también se pierde mucho, incluso la vergüenza, entre bebidas y putas”, se lamenta Bião.

Por 18 años, hasta 2002, Bião explotó varios barrancos (área delimitada de prospección) y un prostíbulo, pero también trabajó para una empresa maderera, Marajoara. La extracción ilegal de madera aún prosperaba, sobre todo de caoba, árbol precioso cuya explotación está restringida desde 1996.

Las disputas eran violentas. Un bosque de caobas en la cima de un monte, al que había llegado Bião con su equipo y sus tractores, despertó la codicia de un grupo competidor, cuyo inminente ataque armado se frustró mediante una emboscada en la que murieron más de 20 adversarios. Bião tuvo que escapar. “Mi cabeza valía cinco kilos de oro”, explica.

Regresó entonces a Altamira, atraído por sus hijos. Pero la vida de barquero, en un Xingú poblado de islotes sumergidos y cascadas ocultas en las crecidas, también tiene sus riesgos.

Apenas dos meses atrás, Bião sintió que el mundo “se oscurecía demasiado rápido” cuando un remolino se lo tragó junto con su “voladera”, pequeño barco a motor que “vuela” sobre las aguas. Sobrevivió nadando más de una hora, y trepado otras 11 en un árbol en medio del rabión.

Es un sobreviviente de un modo de vida que, como el Río Xingú, se desfigurará con la construcción de la hidroeléctrica de Belo Monte en los próximos cinco años.

Las obras emplearán a 18 mil 700 trabajadores y generarán 80 mil empleos indirectos, y se prevé que atraerán unos 100 mil migrantes a municipios que no suman 150 mil habitantes.

Además, finalmente, se asfaltará la Transamazónica, rompiendo el relativo aislamiento del Medio Xingú.

Un empresario de Goiania, capital de Goiás, 2 mil 300 kilómetros al Sur por carretera, empezó hace poco a comprar pescado en Altamira, que transporta por camión en cantidades de 600 a 800 kilos hasta su ciudad, según Gilvan de Almeida, que lleva 12 años vendiendo pescado en la Feria del Productor.

Con el asfalto, Altamira se integrará al resto del país, y probablemente se desarrolle la pesca industrial en el Xingú, afectando el abastecimiento local y la abundancia de peces en este gran río y sus afluentes.