Ser periodista hoy (y ayer) es gozar de la libertad, transitar por todos los espacios y alumbrar todos los rincones en la misma medida en que puede hacerlo el pez en la pecera. Es ser un engranaje más de un reloj, pero sin saber la hora.
Es participar de una profesión fascinante, porque fascinante es contar historias, aunque siempre sean de otros.
Es la dolorosa aceptación de que, empero, contar historias no alcanza para cambiar la Historia. Pese a que en ocasiones una ilusión infantil y desmesurada haga presumir de lo contrario. Y nos haga creer que somos lo que no somos.
Es la lucha eterna por preservar la dignidad. No sólo la salarial o la profesional sino la fundamental, la humana, la que me impide creer que son otros los que pasan hambre, que son de otros los hijos que se mueren, que son de otros los abuelos que agonizan. Que son otros los hombres que no viven.
Es observar lo local, lo nacional, lo regional, lo continental y lo mundial, para saber que el problema es el mismo para quienes estamos de este lado del mostrador. Todos aquellos, miles de millones de aquellos, que vivimos de lo que hacemos o de lo que sabemos. Porque nunca tenemos.
Es la trabajosa necesidad cotidiana de comprender que las cosas no son como los medios aseguran que son. Es tratar de identificar los infinitos crímenes que a diario se cometen en nombre del "periodismo", concepto por demás amplio si los hay.
Pero ser periodista, para muchos, también es una opción irrevocable que se ejerce en todo momento y hasta el último momento. Es mirar las cosas desde otro lugar y tratar imperiosamente de contarlas, como sea, donde sea.
Porque, pese a todo, ser periodista está bueno.
Ser periodista puede ser muchas cosas a la vez, y para cada uno tendrá la magnitud de su propia pecera. Una soledad autoimpuesta de la que, como en cualquier orden de la vida, sólo se sale cuando el pez deja de ser pez y pasa a formar parte de un cardumen.
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter