Las advertencias del líder cubano Fidel Castro en torno al desastre que supondría para la humanidad el estallido del posible conflicto nuclear a cuenta de la agresión norteamericano-sionista a Irán, o de una aventura militar contra la República Popular Democrática de Corea (RPDC), tiene claro propósito.
Se trata de crear conciencia sobre sucesos que están sobre el tapete, y representan riesgos con enorme carga de peligrosidad, y que manipulados y proyectados a partir de intereses mezquinos y prepotentes pueden confundir el entendimiento de no pocas personas.
El pretexto para agredir a Teherán sería poner coto a sus planes para el uso pacífico de la energía atómica, lo cual supondría alargar la vida útil de sus yacimientos de petróleo al acceder a una poderosa fuente de energía.
Sin embargo, en la trastienda se guardan celosamente las verdaderas causas de la hostilidad, cuyo propósito es evitar a toda costa la conversión de Irán en país de mayor influencia, justo en el escenario geoestratégico donde Washington intenta aposentarse de manera firme con sus invasiones a Afganistán en Iraq.
Mientras, para el sionismo, liquidar a la Revolución Islámica supondría eliminar al oponente que considera fuerte, no solo porque posea potentes fuerzas armadas, sino porque constituye referente de lucha y enfrentamiento radical al injerencismo y el belicismo con el que Tel Aviv se ha acostumbrado a actuar en todo el Medio Oriente frente a sus vecinos árabes.
De manera que el asunto radica esencialmente en sepultar un ejemplo y a la vez coartar al opositor firme y con desarrollo general, el cual va constituyendo sólido referente de resistencia en esta zona geográfica, vital para los intereses del imperio y su más estrecho aliado.
En los cálculos de los círculos reaccionarios involucrados en la crisis parecería que solo prima la visión de que el oponente es simple blanco a golpear sin mayores consecuencias.
Existe el muy cuestionable mandato del selecto y antidemocrático Consejo de Seguridad de la ONU para, en nombre del pretendido control a los programas pacíficos de Irán en materia atómica, detener e inspeccionar los buques mercantes de esa nación, tarea delegada nada menos que a los Estados Unidos con el apoyo de Israel, país que, paradójicamente, ha sido objeto de innumerables reclamos de Naciones Unidas, los cuales se ha dignado escuchar.
Teherán ha dicho que la materialización de un acto de esa naturaleza no pasará impune, y los agresores serán repelidos debidamente.
En consecuencia, en las manos de la Casa Blanca radica la alternativa de incendiar o no los polvorines. Valdría la pena que Barack Obama reflexionara en torno a qué decisión poner en curso, porque sobre la cuerda no está solo la guerra local o el titulado “conflicto de baja intensidad”. Las llamas esta vez podrían resultar definitivas y definitorias para el mundo.
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