Hace pocos días fue aprobada por la Asamblea Nacional la nueva Ley Orgánica de Educación Superior (LOES). Lo fue, pese a la evidente inconstitucionalidad de haber incluido temas diferentes a la materia, y por haber alcanzado algunos acuerdos que, en cierto modo, se apartaban de la línea intransigente del Ejecutivo en lo atinente al gobierno universitario, al control de la calidad educativa, al diseño de pensums y currículos, y a la garantía del gobierno autónomo de la universidad ecuatoriana.

El resultado numérico de la votación asambleística disgustó al señor Rafael Correa y su visceral reacción no se hizo esperar. Con una lógica semicómica arguyó que ya no estaba obligado a respetar acuerdos porque quienes se habían comprometido a votar por la ley no lo habían hecho, y esto lo liberaba de cualquier compromiso; y que vetaría la ley precisamente en los puntos en los que se había logrado un trabajoso consenso. Curiosa manera de descender a la misma altura de quienes, según el jefe de Estado, no honraron su palabra.

Pero este comentario quiere ir más allá de estas pequeñeces de espíritu y carácter, y abordar, desde otra visión, algunos elementos que jamás fueron parte del debate parlamentario y para lo que vale del mismo acalorado y no siempre pacífico enfrentamiento nacional.

No discuto, por ejemplo, el hecho de que nuestra sociedad, nuestra política, nuestra economía y nuestra idiosincrasia hayan tragado –con anzuelo y todo- la idea de que la educación superior se trata únicamente de “entrenamiento y éxito” para triunfar en lo que atañe a buenos sueldos y prestigio, y nada tiene que ver con el pensamiento crítico y el desafío constante a lo establecido.

La cultura competitiva de lo eficiente y lo electrónico parece acelerarlo todo a un paso tal que el entramado de las carreras universitarias vuelve la vida en algo unidireccional alrededor del prestigio y el éxito económico, y desconecta lo mejor del talento de nuestros profesionales de cuestiones de sentido común desde el punto de vista ético y moral, como las obligaciones con la sociedad, la ecología y la convivencia en paz. En algún tramo del vertiginoso camino hacia el libre mercado, la universidad olvidó que no todo gira alrededor de las relaciones públicas, el atesorar amorosamente hojas de vida voluminosas y recompensas que provienen del mercado.

Para preservar estos “beneficios” del sistema, la universidad ha desarrollado compartimentos estancos, con altos muros de por medio, para aislar a los profesionales de cualquier contacto con la realidad. Uno de los signos de nuestra moribunda civilización, escribe el filósofo y economista canadiense John Ralston Saúl, “es que su lenguaje (el de los profesionales) se divide en muchos y exclusivos dialectos”, que habilitan la comunicación entre ellos y espantan al resto de los mortales comunes de cualquier intento de cuestionarlos, a ellos o al sistema. Una civilización que quiere desarrollarse de forma sana y benéfica, usa el lenguaje como una herramienta diaria para mantener a la sociedad en movimiento positivo. El rol positivo de las élites; lustradas es ayudar y promocionar la comunicación amplia, sin límites, comprensible, luminosa y útil, y no críptica, ininteligible, oscura, limitada e inútil.

Ilustra lo anterior el hecho de que los fundamentos y bases de la democracia ateniense nacieron de reformas sociales igualitarias, que, traducidas al accionar político, no se refugiaron tras un lenguaje solo para iniciados, y disfrazar de este modo el abuso de poder por parte de tecnócratas, sino que más bien se transparentaron a la sociedad ateniense, de manera clara e inequívoca, como fue el caso de las reformas de Solón para eliminar las deudas que estaban a punto de quebrar a la ciudad de Atenas y su habitantes.

Pero el estudio de los clásicos está fuera de la nueva Ley, porque no es práctico o útil en un mundo digitalizado, utilitario e incomunicado. Deja de lado, en las estructuras curriculares que hacen a la calidad superior de las universidades, el análisis de las lecciones que nos dejó la historia. Ejemplo al canto: el pormenorizado relato de Tácito sobre el desastre económico que afligió a Roma durante el reinado de Tiberio. Ese gobierno de la antigüedad vio quiebras masivas de prestamistas, un colapso total del mercado inmobiliario y la ruina financiera del imperio. Todo esto es un recordatorio vivo de que nuestro tiempo no es único en la historia y en el comportamiento humano. La quiebra generalizada del imperio bajo el gobierno de tiberio fue finalmente superada con un gasto masivo del Estado romano, que incluyó, entre otras medidas, préstamos sin intereses a los ciudadanos. Claro, la tecnocracia del día presente debe ignorar estos hechos, porque su aplicación alteraría el sistema actual y perturbaría el placentero ejercicio del poder, de quienes supuestamente están predestinados a ejercerlo. Estos predestinados sufren de amnesia histórica, creen ser únicos, y que no tienen nada que aprender del pasado. Son una casta infantil viviendo en un mundo de fantasía.

También es necesario examinar la realidad presente del verdadero e inducido curso de la educación superior. Muchos rectores y cancilleres de universidades, señaladamente las privadas (no todas, por supuesto), perciben salarios que rivalizan con los ejecutivos de las grandes corporaciones, motivándolos a dedicar sus energías a levantar fondos, y no a centrar su esfuerzo en la educación.
Este tipo de directivos universitarios amparan títulos honorarios y administración de fondos destinados a proyectos específicos, que generan recursos económicos importantes. Estas distinciones “académicas” derivadas de contribuciones recaen, casi siempre, en altos ejecutivos de corporaciones de enorme poder económico y político, cuyos actos y moral no siempre son ejemplos de comportamiento solidario, ético y moral, sino más bien de una conducta despiadada e incontrolada avaricia.

La élite académica de este tipo de institutos superiores aprende rápido y bien las formas, lenguaje y maneras que son necesarios para apaciguar y halagar a las autoridades, difícilmente entienden o dominan la conducta que conduce a cuestionar y desafiar el sistema desde lo elevado del conocimiento auténticamente libre y sin limitaciones. La pena es que, si por casualidad se les ocurriera hacerlo, no tienen la menor idea de cómo comunicarse.

El sistema vigente se olvidó (o deliberadamente excluyó) de enseñarles, en la frenética carrera hacia la admisión de prestigio y posiciones de trabajo con altas remuneraciones, que los más importantes logros en la vida no se miden por números, cartas de elogio o un nombre o marca personal. Olvidaron que el verdadero e inequívoco propósito de la educación es moldear mentes, espíritus y corazones, no solamente carreras.

* Ex vocal de la Superintendencia de Bancos en el actual gobierno.