Un juez se niega, según el documento del notario Alfredo Paíno Scarpatti, a recibir las “63 maletas, 5 maletines y 75 cajas de cartón, así como joyas y relojes” incautadas “del inmueble donde vívía la cónyuge de Vladimiro Montesinos Torres” en noviembre del año 2000; a pesar de la intercesión del procurador de entonces, José Ugaz, no hubo forma de convencer al magistrado y, en otras acciones, tampoco al Banco de la Nación y al Banco Central de Reserva para obtener un sitio seguro para el robusto cargamento.
El texto del notario Paíno habla por sí solo, refiere haber tratado con el entonces primer ministro Alberto Bustamante, con el procurador de Fujimori, Ugaz, y aparentemente se encontró en un callejón sin salida del que no pudo escapar y la solución fue, tal como la consigna, guardar el inmenso parque de maletería de Montesinos.
El asunto destila un tufo a improvisación océanica: ni Bustamante, ni el procurador de Fujimori que hace la incautación, José Ugaz, habían previsto dónde guardar lo requisado. ¿Para qué hicieron o qué prisa tenían para llevar a cabo semejante acción tan a las ligeras?
Con los años, el señor José Ugaz, de intuitiva nariz potente para captar por dónde van los vientos y con el subrayado hecho que de procurador del delincuencial dictador Alberto Kenya Fujimori pasó a ser uno de sus perseguidores más sañudos, convirtió la incautación del 2000 en un hecho de épica leyenda. Haría bien en explicar la fragilidad cuestionable que rodeó a su cometido y de la que nunca se ha hecho mayor revelación a pesar de la gravedad de los sucesos que entonces marcaron el derrumbe del caco al que servía como procurador.
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