Marsella 58 es la dirección de un edificio antiguo que a la vista parece inhabitable. Su fachada, deteriorada; los techos de cada habitación, cubiertos con grandes pliegos de hule –para evitar que alguna piedra vaya a caer sobre alguien o para eludir alguna filtración de agua–; las paredes, demolidas; pisos reblandecidos, escaleras improvisadas con maderos viejos…

Es ahí donde tienen su “refugio”, desde hace 15 años, más de 40 personas de origen indígena –adultos y niños –. El mismo que ahora pretende recuperar la inmobiliaria Burgil para la construcción de un estacionamiento. Es la colonia Juárez de la Ciudad de México, zona donde el boom inmobiliario ha levantado edificios modernos, plazas y estacionamientos.

María Cristina Santana González, originaria de Jiquipilco, Santa Cruz Tepexpan, es una de las principales defensoras de este predio. Llegó al Distrito Federal hace 26 años y desde entonces no ha podido encontrar estabilidad en su vivienda.

Salió de su comunidad a los 12 años en busca de trabajo. Hija del capataz de un racho y de una lavandera. La mayor de nueve hermanos. Mazahua.
“Mi vida era como la de todos los demás del pueblo, de pobreza; tuvimos que salir de nuestras casas en busca de trabajo. Éramos nueve hermanos; ahora todos estamos regados por diferentes lugares”, relata.

Llegó con la incertidumbre de dónde vivir y qué comer, de qué podía hacer a sus 12 años. En el barrio de Garibaldi pidió trabajo a una mujer que vendía dulces y botana en las calles. Después, la misma persona la apoyó y ayudó a buscar trabajo como empleada doméstica.

A los 14 años ya se había casado con Juan, un obrero o albañil, según encontrara trabajo. Juan también era luchador aficionado. “Lo más difícil de vivir en el Distrito Federal es no tener dónde: tenemos que andar de un lado a otro. Algunos años vivimos en un cuarto de azotea de un edificio en Tlatelolco, cuando mi esposo era el conserje. Eso nos aseguraba el techo. Después cambia la administración del lugar y nos tenemos que ir”, narra.

Renta sin garantía

Al igual que sus vecinos, Cristina llegó al domicilio hace 15 años, con la promesa de que ahí podría ir gestionando su vivienda. Comenzaron a pagar “renta” sin obtener un papel que lo demostrara. Eladio Sánchez Gómez había ofrecido realizar los trámites.

“Nosotros, ilusionados, comenzamos a pagar 300 pesos. Después nos dimos cuenta que [Eladio] nada tenía que ver con los dueños. Empezamos a pedirle recibos o un comprobante de domicilio, que le pedían a mi esposo para conseguir trabajo o en la escuela de los niños, y él dijo que no había ese tipo de documentos, que no nos los podía dar. Por eso y otras irregularidades que vimos con otras familias dejamos de pagarle la renta.

“En mayo del año pasado, vinieron unos licenciados que dicen que son apoderados del dueño y que quiere recuperar su predio sin problemas, sin perjudicarnos. Nos ofrecieron 6 mil 500 pesos a cada familia por salirnos y dijimos que no. Los que estamos aquí, llevamos sufriendo el tiempo de lluvia, los fríos y no podemos salirnos a la nada. En la Cdi [Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas] nos dicen que ellos no pueden intervenir porque no tienen gente capacitada para este tipo de problemas”, agrega.

Abandono oficial

Concepción Duarte es otra de las mujeres que subsisten en esta construcción, casi derruida. Vive en la azotea del edificio, en un cuarto en el que habitan su hija y sus dos nietos. Para llegar a su habitación, es necesario saltar un hueco: la escalera que llegaba hasta ahí también está destruida.

Aquí se respira la humedad de las paredes, que se mezcla con el olor que impregnan los desechos de dos gatos que por ahí merodean. El asbesto del techo está carcomido y bolsas de plástico con residuos de lluvia, insectos y tierra penden de él. Una parrilla, dos literas, trastos y algo de ropa son sus únicas pertenencias.

Conchita tiene 68 años, enviudó hace 40 y, como Cristina, busca desde entonces un lugar estable dónde vivir. Es originaria de Puebla, hija de campesinos. Vino a la ciudad desde los siete años. Mientras vivía en matrimonio parecía tener un techo seguro. Ella ha sido conserje, cocinera, servidumbre: “He hecho de todo porque el trabajo escasea”, platica.

Su hija es cocinera en una fonda donde la comida completa no cuesta más de 35 pesos. Sus nietos estudian y trabajan. “Ahí nos la vamos llevando –dice Conchita–, pero no nos alcanza para pagar una renta. La más barata cuesta 3 mil [pesos] y no podemos pagarla”.

Pobreza disfrazada de urbanidad

Petra Ramírez Valdez es otra mazahua que vive sorteando la vida. Comerciante, originaria de Pueblo Nuevo San Antonio, Estado de México, llegó a la ciudad desde que tenía ocho años; también, anda buscando empleo. Todos los días sale a vender dulces y botana en un puesto al que llegan los estudiantes de escuelas cercanas. De lo que obtiene de las ventas apoya la manutención de sus hijos y nietos.

“Antes tenía mi puesto en Tlatelolco –recuerda–; después metieron el Metrobús y me pasaron a joder, me taparon toda la clientela. Duré como 11 años trabajando…”.
Relata que su hijo Enrique se fue a Estados Unidos hace tres años: “Aquí no encontraba nada que le alcanzara para mantener a su familia. Pensé que aquí nos iría mejor, vivir en la ciudad es muy bonito, tiene uno más cosas cerca, pero también [hay] muchas carencias y cada vez es más difícil encontrar un buen trabajo”. Suspira.

Cdi, al margen

Elvira Murillo, delegada de la Cdi en el Distrito Federal, dice en entrevista con Contralínea que las principales demandas son vivienda y trabajo. “Cuando todavía el Gobierno del Distrito Federal les permitía trabajar en la vía pública era muy buena oportunidad para que ellos pudieran trabajar en el comercio informal. Éste, básicamente, es el grueso de todas las personas. También se incorporan al Ejército, la policía, el servicio doméstico, la albañilería. Se han tenido que adaptar a la vida citadina”, dice.

La funcionaria del gobierno federal, encargada de brindar atención a las comunidades indígenas de la capital del país, comenta que “la situación de estas familias es terrible: en un departamento pequeño viven tres o hasta cuatro [familias]. Nosotros hemos ido al centro histórico, que es donde más se concentran las familias, y hay gente que tiene muchos animales que han provocado muchas enfermedades. Desafortunadamente las personas, por necesidad, entran a este tipo de predios. Nosotros les decimos que tengan mucho cuidado porque no hay las condiciones óptimas para vivir. Aquí en el Distrito Federal todo tiene dueño”.

Indica que la oficina que preside “atiende a comunidades indígenas radicadas en el Distrito Federal a través de diferentes programas o los canalizamos cuando tienen algún problema médico, ya que muchos no tienen ese servicio, al Seguro Popular. Atendemos a las mujeres en diferentes proyectos pero en zonas elegibles, básicamente son en las siete delegaciones del área rural: Tlahuac, Milpa Alta, Xochimilco, Magdalena Contreras, Álvaro Obregón y Cuajimalpa. Unas 700 mil personas de 62 etnias”, explica Elvira Murillo, delegada de la Cdi en el Distrito Federal.

Para su atención, agrega la funcionaria, se han desarrollado programas como el de Coordinación para el Apoyo a la Producción Indígena o el Programa Organización Productiva para Mujeres Indígenas. Sin embargo, la delegada de la Cdi en el Distrito Federal reconoce que “hay situaciones que no están en nuestras manos resolver”.

La desigualdad como reto

El Informe sobre desarrollo humano de los pueblos indígenas en México 2010. El reto de la desigualdad de oportunidades, indica que “en México vive un gran número de pueblos y comunidades indígenas que han logrado preservar su identidad y su lengua. Sin embargo, se han caracterizado por ser el grupo poblacional con mayor rezago y marginación. Su situación no sólo se debe al acceso diferenciado que han tenido a los bienes públicos, sino también a la discriminación y exclusión de las que han sido objeto”.

Añade que actualmente los indígenas no se asientan exclusivamente en determinadas regiones o en sus lugares de origen. “La carencia de oportunidades de desarrollo ha orillado a muchos de ellos a migrar a otras comunidades; de ahí que constituyan un grupo minoritario en cientos de municipios del país. Esto los convierte aún más en un grupo altamente heterogéneo, con necesidades distintas que requieren ser analizadas no sólo en el agregado, sino también desde el ámbito local”.

En el informe, los expertos de la Organización de las Naciones Unidas indican que en “los municipios al interior de las entidades federativas se encuentra que los niveles de dispersión en el índice de desarrollo humano de la población indígena son notoriamente más altos que los de la población no indígena.
“Este mismo patrón –añade el Informe– se observa en las dimensiones de salud y educación.

“La desigualdad constituye un obstáculo para alcanzar mayores niveles de bienestar, tanto de la población indígena como de la población en general. Las sociedades con altos niveles de desigualdad tienen avances menores en los indicadores de bienestar que aquellas con menor desigualdad. Al mismo tiempo, en contextos de baja movilidad social, la desigualdad se transmite de una generación a otra, suscitando un círculo vicioso de alta desigualdad. Por esto es fundamental que las políticas públicas no sólo estén enfocadas a reducir la pobreza, sino también a reducir la desigualdad”.