Si bien la expresión “orden mundial” es de reciente aparición en el discurso político, la idea misma de instaurar un orden mundial, o internacional, data ya del siglo XVII y fue tema de discusión cada vez que se presentaba una posibilidad de organizar la paz y de darle un carácter permanente.

Ya en 1603, el rey francés Enrique IV daba a su ministro, el duque de Sully, la tarea de elaborar un primer proyecto. El objetivo era la constitución de una república cristiana que incluyera a todos los pueblos de Europa. Dicha república debía garantizar la preservación de las nacionalidades y cultos y encargarse de resolver los problemas entre esos componentes.

Aquel “gran empeño” incluía una redefinición de las fronteras de los Estados como medio de equilibrar el poderío de los mismos y la creación de una Confederación Europea de 15 miembros, con un Consejo supranacional que debía disponer de poder de arbitraje y de un ejército capaz de garantizar la defensa de la Confederación contra los turcos.

El asesinato de Enrique IV interrumpió aquel sueño, que no resurgió ya hasta el final de las guerras desatadas por Luis XIV. El abate Saint-Pierre dio a conocer por entonces su Projet pour rendre la paix perpétuelle entre les souverains chrétiens (“Proyecto para perpetuar la paz entre los soberanos cristianos”).

Aquel plan, que fue presentado al Congreso de Utrecht en 1713, consistía en adoptar íntegramente todas las decisiones tomadas en aquel encuentro como base definitiva para el trazado de las fronteras entre los países beligerantes y en la creación de una liga de las naciones europeas (una federación internacional) que se encargaría de prevenir los conflictos.

Independientemente de la mencionada utopía, lo más importante de aquella época fueron, por supuesto, los tratados que hicieron posible la Paz de Westfalia, firmados en 1648, al cabo de una guerra de 30 años, misma que se libró bajo estandartes religiosos dando lugar a una gran acumulación de odio, y en la que pereció el 40 por ciento de la población.

Las negociaciones se prologaron durante cuatro años (de 1644 a 1648) y finalmente concretaron una igualdad entre todas las partes beligerantes, ya fuesen católicos o protestantes, monárquicos o republicanos.

Los Tratados de Westfalia establecieron 4 principios fundamentales:

1. La soberanía absoluta del Estado-Nación y el derecho fundamental a la autodeterminación política.

2. La igualdad entre los Estados-Naciones en el plano jurídico. En virtud de ese principio, el más pequeño de los Estados se considera igual al más grande, independientemente de su fuerza o su debilidad, de su riqueza o su pobreza.

3. El respeto de los tratados y la aparición de un derecho internacional de obligatorio cumplimiento, es decir, vinculante.

4. La no injerencia en los asuntos internos de los demás Estados.

Cierto es que esos principios generales no garantizan una soberanía absoluta, y que en realidad nunca ha existido. En todo caso, se trataba de principios que deslegitimaban todo acto susceptible de abolir dicha soberanía.

Todos los filósofos vinculados a la política respaldaron esos proyectos. Rousseau exhortó vehementemente a la formación de un Estado único de carácter contractual que debía reunir a todos los países de Europa. En 1875, Kant publicó Para la paz perpetua. La paz es para Kant una construcción jurídica que exige el establecimiento de una ley general aplicable a todos los Estados. El utilitarista inglés Bentham condenó la diplomacia secreta por tratarse de un procedimiento que se separa del derecho. También llamó a la creación de una opinión pública internacional capaz de obligar a los gobiernos a someterse a las resoluciones internacionales y al arbitraje.

Instituciones reguladoras internacionales

La idea de un orden internacional fue progresando constantemente, basada siempre en las reglas de la soberanía consagradas en los Tratados de Westfalia. Dio lugar al surgimiento de la Santa Alianza, propuesta en 1815 por el zar Alejandro I, y al proyecto de Concertación europea que propuso, ya en el siglo XIX, el canciller austriaco Metternich como medio de prevenir “la revolución”, que en el lenguaje racional político no significa otra cosa que el caos.

Fue a partir de aquel momento que los Estados comenzaron a celebrar cumbres para dirimir problemas sin recurrir a la guerra, privilegiando el arbitraje y la diplomacia.

Fue con ese objetivo que se fundó la Sociedad de Naciones (SN), al término de la Primera Guerra Mundial. Pero la SN no fue más que la expresión de la correlación de fuerzas de aquel momento al servicio de las potencias que habían salido victoriosas de aquella guerra. Sus valores morales eran por lo tanto muy relativos. Fue así como, a pesar de que su supuesto objetivo era resolver los diferendos entre naciones a través del arbitraje y sin recurrir a la guerra, la SN se declaró competente para supervisar política, económica y administrativamente a los pueblos subdesarrollados o colonizados hasta que estos últimos lograran su autodeterminación, lo cual condujo naturalmente a la legitimación de los mandatos. Al adoptar esa posición, la Sociedad de Naciones encarnó la realidad colonialista.

El carácter artificial de aquella organización quedó demostrado cuando fue incapaz de enfrentar graves acontecimientos internacionales, como la conquista de Manchuria por parte de Japón, la conquista de Abisinia (la actual Etiopía) por parte de Italia y la anexión de la isla griega de Corfú, también por parte de Italia.

Aunque el presidente estadunidense Woodrow Wilson había promovido la idea de León Bourgeois que dio lugar al nacimiento de la SN, Washington nunca fue miembro de esa organización. Ante las acusaciones de las demás naciones, Japón y Alemania se retiraron de ella, lo cual privó a la SN de todo valor real.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU), sucesora de la SN, fue por su parte el reflejo de la Carta del Atlántico, firmada por Estados Unidos y Gran Bretaña el 4 de agosto de 1941, y de la declaración de Moscú, adoptada por los Aliados el 30 de octubre de 1943, anunciando la creación de “una organización general basada en el principio de la igualdad de todos los Estados pacíficos en materia de soberanía”. El proyecto se desarrolló durante la Conferencia de Dumbarton Oaks, celebrada en Washington desde el 21 de agosto hasta el 7 de octubre de 1944.

Los principios de la Carta del Atlántico fueron a su vez aprobados en la Conferencia de Yalta (del 4 al 12 de febrero de 1945), antes de su consagración final en la Conferencia de San Francisco (el 25 y 26 de junio de 1945).

La ideología mundialista se vio entonces encarnada en la ONU, organización que, desde su creación, ha pretendido establecer un sistema de seguridad colectiva para todos, incluyendo a los Estados que no pertenecen a ella. En realidad, la ONU no es una sociedad contractual entre iguales –como tampoco lo fue la SN– sino el reflejo de la correlación de fuerzas del momento, a favor, igualmente, de los vencedores.

Aún así, el mundo entero se sometió a aquella voluntad.

Esta organización, supuestamente mundial, no era en la práctica otra cosa que la expresión de la voluntad de dominación de las potencias victoriosas, en detrimento de la voluntad –ignorada– de los pueblos.

Esta realidad geopolítica se confirmó en el momento de la creación del Consejo de Seguridad de la ONU al que pertenecen, con la categoría de miembros permanentes, las cinco grandes potencias (las potencias vencedoras) y otros miembros no permanentes electos en función de criterios geográficos, que implican una subrepresentación de África y Asia.

La ineficacia de ese sistema se hizo patente durante la Guerra Fría. El conflicto entre las dos grandes potencias afectó a las pequeñas, que tuvieron que soportar todas las consecuencias de dicho conflicto, tanto en el plano local como a escala regional.

Esta estructuración de los papeles de las partes se reflejaba abiertamente en el funcionamiento de la ONU, tanto en lo tocante a los pedidos de adhesión como en el tratamiento de los conflictos, como pudo comprobarse en los casos de Palestina y de Corea, en la nacionalización del petróleo iraní, en la crisis del canal de Suez, en las ocupaciones israelíes, en Líbano, etcétera.

Al crearse la ONU se proclamó “la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas a crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional”. Pero el sistema del veto ha privado a las demás naciones del derecho a ser actores en condiciones de igualdad.

En definitiva, las instituciones internacionales han sido siempre un reflejo del equilibrio entre las potencias, lo cual está muy lejos de toda idea de justicia en el sentido filosófico o moral.

El Consejo de Seguridad de la ONU es en realidad un directorio mundial (continuador del que había instalado Matternich), que reserva exclusivamente a los Aliados, vencedores en la Segunda Guerra Mundial, la posibilidad de imponer resoluciones, en vez de poner ese derecho en manos de quienes trabajan a favor de la paz.

Después de la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas era crucial haber cambiado el sistema internacional.

Estados Unidos rediseña las relaciones internacionales

Fue en ese momento que los discípulos de Leo Strauss triunfaron en Estados Unidos, con ayuda de los periodistas neoconservadores. Según ellos, la sociedad se divide en tres castas: los sabios, los señores y el pueblo. Los sabios son los únicos que conocen la verdad, de la cual sólo revelan una parte a los políticos (los señores), mientras que el pueblo tiene que someterse a sus decisiones. Los discípulos de Leo Strauss han seguido promoviendo sus ideas y llamando constantemente a la abrogación de los Tratados de Westfalia, lo cual implica el abandono del respeto de la soberanía de los Estados y la anulación del principio de no injerencia en sus asuntos internos. Para lograr imponer la hegemonía occidental han inventado un “derecho de injerencia humanitaria” y una “responsabilidad de proteger” que supuestamente tendrían los sabios, cuya ejecución estaría en manos de los señores y que habría que imponer a los pueblos. En lo que constituye una revisión del vocabulario de la Segunda Guerra Mundial, han llamado también a reemplazar la “resistencia” por la negociación.

En 1999, los llamados de los neoconservadores encontraron eco en varios países occidentales, principalmente en el Reino Unido y Francia. Tony Blair presentó el ataque de la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN) contra Kosovo como la primera guerra humanitaria de la historia. En un discurso pronunciado en Chicago, Blair afirmó que el Reino Unido no estaba tratando de defender sus intereses sino que estaba promoviendo valores universales. Tanto Henry Kissinger como Javier Solana (por entonces secretario general de la OTAN y no de la Unión Europea) saludaron calurosamente aquella declaración de Blair. Poco después, la ONU nombraba a Bernard Kouchner como administrador de Kosovo.

No hay diferencia notable entre la teoría de los straussianos y la de los nazis. En Mein Kampf, Hitler ya arremetía contra el principio de soberanía de los Estados, consagrado en los Tratados de Westfalia.

Esta visión del mundo se ha impuesto ya en el plano económico con el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio. Desde su creación misma, esas instituciones se empeñaron en inmiscuirse en las políticas económicas, presupuestarias y financieras de los Estados, sobre todo de los más pobres y vulnerables. Algunos Estados árabes han sufrido las consecuencias de sus consejos en materia de liberalización económica, de privatización del sector público, de venta de los recursos naturales a precios irrisorios.

Washington estuvo indeciso sobre la conducta a seguir después de la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Estados Unidos reafirmó poco a poco su categoría como única superpotencia, incluso como “hiperpotencia”, según la expresión del francés Hubert Vedrine. Desde entonces, Estados Unidos ha considerado obsoleto el sistema de la ONU heredado de la Segunda Guerra mundial. Pero no se ha limitado a desinteresarse de la ONU sino que incluso ignora sus obligaciones financieras para con esa organización, no ratificó el Protocolo de Kioto, se negó a aceptar el Tribunal Penal Internacional y ha humillado a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por su sigla en inglés) en varias ocasiones.

Los conceptos surgidos de la Segunda Guerra Mundial fueron barridos por los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. La Estrategia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos de América, publicada por el entonces presidente George W Bush el 20 de septiembre de 2002, proclama un nuevo derecho: “la acción militar preventiva contra los Estados renegados”.

La estrategia estadunidense incluye un radical giro conceptual.

 La noción de resistencia, surgida de la resistencia francesa contra la ocupación nazi, se ve deslegitimada para favorecer una exigencia de solución de los conflictos a través de la negociación, sin que se tengan en cuenta los derechos inalienables de las partes. Al mismo tiempo, la noción de terrorismo –que nunca ha llegado a definirse en derecho internacional– ha sido utilizada para deslegitimar a todo grupo armado en conflicto con un Estado, sin tener en cuenta las causas de ese conflicto.

 Abrogando las leyes de la guerra, Washington volvió a poner de moda los “asesinatos selectivos”, práctica que había abandonado después de la guerra de Vietnam, pero que Israel ya estaba aplicando desde hace más de una década. Según los juristas de Washington, los “asesinatos selectivos” no son propiamente “asesinatos” sino “homicidios en defensa propia”, a pesar de que no existe en esos casos ni necesidad de protegerse, ni concomitancia entre la amenaza y la reacción, ni una justa proporción entre la respuesta y la supuesta amenaza.

 La injerencia humanitaria y la responsabilidad de proteger se ponen por encima de la soberanía de los Estados.

 Y, finalmente, aparece la noción de Estados renegados.

Los cuatro criterios utilizados para definir a los llamados Estados renegados caen ampliamente en el terreno de la suposición, esencialmente en cuanto a las intenciones de esos Estados:

 Sus dirigentes oprimen a la población y saquean sus bienes.

 No respetan las leyes internacionales y constituyen una amenaza permanente para sus vecinos.

 Apoyan el terrorismo.

 Odian a Estados Unidos y los principios democráticos de ese país.

A 10 años de la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Estados Unidos emprende su rediseño de las relaciones internacionales. En lo tocante a Oriente Medio, el filósofo neoconservador Bernard Lewis y su discípulo Fuad Ajami enuncian los principales objetivos: acabar con el nacionalismo árabe golpeando a los regímenes tiránicos que cimentaron el mosaico tribal, confesional y religioso. La destrucción y el desmembramiento de los Estados de esta región conducirán al “Caos constructor”, una situación incontrolable en la que desaparece toda forma de cohesión social y el hombre vuelve a su estado primitivo. Esas sociedades volverán así a una etapa prenacional, por no decir prehistórica, que dará lugar al surgimiento de micro Estados étnicamente homogéneos y fatalmente dependientes de Estados Unidos. Uno de los líderes straussianos, Richard Perle, afirmaba que después de las guerras en Irak y Líbano vendrían otras, en Siria y en Arabia Saudita, que acabarían en una apoteosis en Egipto.

Tres etapas

En todo caso, la construcción de este nuevo orden mundial ha pasado por varias etapas.

1. De 1991 a 2002 se produce una etapa de indecisión. Washington no se decide a reafirmarse como única superpotencia y a decidir unilateralmente el destino del mundo. Aunque duró más de un decenio, esta etapa no es más que un breve momento a escala histórica.

2. Desde 2003 hasta 2006, Washington trata de aplicar a toda costa la teoría del “Caos constructor” para extender así su propia hegemonía. Desató así dos guerras: una en Irak, donde usó sus propias tropas, y otra en Líbano, a través de un contratista. La derrota israelí de 2006 interrumpió temporalmente el proyecto estadunidense. Rusia y China recurrieron entonces por dos veces a su derecho de veto (sobre Myanmar y Zimbabue) como para confirmar tímidamente que estaban de regreso en la escena internacional.

3. En el periodo que va de 2006 al momento actual, el sistema unipolar cedió espacio a un mundo no polar. Se dispersó el poderío. China, la Unión Europea, la India, Rusia y Estados Unidos representan a más de la mitad de los habitantes del planeta, poseen el 75 por ciento del producto interno bruto (PIB) mundial y efectúan el 80 por ciento de los gastos militares. Este estado de cosas justifica, en cierta medida, un funcionamiento multipolar debido a la competencia que se desarrolla entre estos polos.

La nebulosa de un mundo no polar

Lo más importante es que esas potencias se ven ante desafíos que vienen tanto de arriba (las organizaciones regionales y mundiales) como de abajo (de las milicias, las organizaciones no gubernamentales y las compañías trasnacionales). El poderío está presente, al mismo tiempo, en todas partes y en ningún sitio, en varias manos y en varios lugares.

Además de las seis grandes potencias mundiales existe una gran cantidad de potencias regionales. En Latinoamérica se puede mencionar los casos de Brasil, más o menos de Argentina, de Chile, México y Venezuela. En África, se pueden mencionar Nigeria, Sudáfrica y Egipto. En el Medio Oriente tenemos a Irán, Israel y Arabia Saudita. También están los casos de Pakistán, en el Sudeste de Asia; y los de Australia, Indonesia y Corea del Sur, en el Asia Oriental y en el Oeste del Pacífico.

Numerosas organizaciones intergubernamentales aparecen también en ese listado de fuerzas: el FMI, el Banco Mundial, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la propia ONU, y organizaciones regionales como la Unión Africana, la Liga Árabe, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, la Unión Europea, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, etcétera. Y no podemos olvidar la existencia de clubes como la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo).

Hay que agregar también a este listado ciertos estados que a su vez son parte de Estados-Naciones, como el estado de California, en Estados Unidos, y el de Uttar Pradesh (el estado más poblado de la India) e incluso ciudades como Nueva York y Shanghai.

También están las empresas trasnacionales, sobre todo las vinculadas a sectores como la energía y las finanzas; medios de difusión de alcance global como Al-Jazeera, la BBC y CNN; milicias como el Hezbolá, el Ejército del Mehdi o los talibanes. A todo lo anterior tenemos que agregar aún partidos políticos, movimientos e instituciones religiosas, organizaciones terroristas, cárteles de drogas, organizaciones no gubernamentales y fundaciones. La lista es interminable.

Pero la principal concentración de poderío se mantiene en Estados Unidos. Los gastos militares de ese país están estimados en más de 500 mil millones de dólares. Esa cifra puede elevarse en realidad a 700 mil millones si tenemos en cuenta el costo de las operaciones que actualmente se desarrollan en Irak y Afganistán. Con un producto interno bruto anual estimado en 14 trillones de dólares, Estados Unidos está considerado como la primera economía del mundo.

Sin embargo, la realidad del poderío estadunidense no puede ocultar su propia decadencia, tanto en valor absoluto como en relación con los demás Estados. Como ha señalado el presidente del Council on Foreign Relations, Richard Haass, el progreso de países como China, Rusia, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos es del orden de 1 trillón al año. Eso se debe, claro está, al mercado de la energía. Dada la explosión de la demanda de energía de parte de China y de la India, esa cifra está llamada a seguir creciendo. La debilidad del dólar ante la libra esterlina y el euro no sólo provocará la depreciación de la moneda estadunidense ante las divisas asiáticas sino también una posible transformación del mercado del petróleo, que adoptará el pago a través de diferentes divisas, o quizás en euros.

Y cuando el dólar estadunidense deje de ser la moneda de la compra-venta petrolera, la economía de Estados Unidos se volverá vulnerable a la inflación y las crisis monetarias.

Dos mecanismos fundamentales han sostenido el mundo no polar:

 Numerosos flujos financieros se han abierto paso fuera de las vías legales y a espaldas de los gobiernos, lo cual tiende a demostrar que la globalización debilita la influencia de las principales potencias.

 Los Estados petroleros han utilizado ampliamente esos flujos para financiar en secreto actores no estatales.

Por consiguiente, en un sistema no polar, el hecho de ser el Estado más poderoso del mundo no garantiza el monopolio de la fuerza. Todo tipo de grupos, e incluso de individuos, pueden acumular influencia.

Según el profesor Hedley Bull, las relaciones internacionales han sido siempre una mezcla de orden y caos. Si seguimos la lógica de su teoría, el sistema no polar tiende a volverse cada vez más complejo. Y eso es lo que ha sucedido.

En 2011, la exacerbación de las tensiones alrededor de Libia demostró que el sistema no polar había dejado de ser viable. Aparecieron entonces dos orientaciones que competían entre sí:

La primera es estadunidense. Su objetivo es la construcción de un Nuevo Orden Mundial que corresponda a la estrategia de Washington. Ello supone abolir la soberanía de los países, reconocida desde la época de los Tratados de Westfalia, y reemplazarla por la injerencia humanitaria, a la vez como legitimación retórica y como caballo de Troya del American Way of Life (estilo de vida estadunidense).

La segunda, respaldada por la Organización de Cooperación de Shanghai y los países del BRIC (Brasil, Rusia, India y China) es chino-rusa. Reclama la preservación de los principios de los Tratados de Westfalia, sin proponer por ello un retroceso. Su objetivo es instaurar una nueva regla del juego, algo basado sobre dos núcleos, alrededor de los cuales existan cierto número de polos.

Resulta evidente que el control de los recursos, sobre todo de las energías renovables, constituye el paso ideal hacia la creación de un nuevo sistema, cuya aparición se mantiene bloqueada desde 1991.

También es claro que el control del gas y de las vías de transporte constituye el centro del conflicto que hoy se desarrolla en Siria. Es indudable que la polarización de las potencias sobre ese tema sobrepasa en importancia las supuestas causas internas así como la cuestión del acceso a las aguas cálidas o la importancia logística de la base naval de Tartus.

El imperativo energético

La batalla de la energía era el gran negocio de Dick Cheney. La dirigió desde 2000 hasta 2008 en claro enfrentamiento con China y Rusia. Es la misma política que se ha seguido aplicando bajo la dirección del propio Barack Obama.

Para Cheney, la demanda de energía aumenta más rápido que la oferta, conduciendo a fin de cuentas a una situación de escasez. La preservación de la dominación estadunidense exige por lo tanto, en primer lugar, el control de las reservas aún existentes de petróleo y gas. Además, y de manera más general, si bien las actuales relaciones internacionales están estructuradas en función de la geopolítica del petróleo, lo que realimente determina el ascenso o la caída de un Estado es el aprovisionamiento. Estos razonamientos sirven de base al plan de cuatro puntos de Cheney:

 Estimular, a cualquier precio, toda producción local a través de vasallos como medio de reducir la dependencia estadunidense de cualquier proveedor que no sea su amigo, para ampliar así la libertad de acción de Washington.

 Controlar las exportaciones de petróleo desde los Estados árabes del Golfo, no para acapararlas sino para usarlas como medio de presión sobre los clientes y sobre los demás proveedores.

 Controlar las vías marítimas en Asia, es decir, el aprovisionamiento de China y Japón no sólo en petróleo sino también en materias primas.

 Estimular la diversificación de las fuentes de energía utilizadas en Europa para reducir la dependencia de los europeos con relación al gas ruso y limitar la influencia política que esa dependencia puede proporcionara a Moscú.

Así que los estadunidenses se han fijado como principal objetivo su propia independencia energética. Ese era el sentido de la política que Dick Cheney elaboró, en mayo de 2001, al cabo de profundas consultas con los gigantes de la energía. Esa política exige una diversificación de las fuentes: petróleo local, gas doméstico y carbón, producción de electricidad con energía hidráulica y con energía nuclear. Exige además un fortalecimiento de los intercambios con sus amigos del hemisferio Occidental, sobre todo con Brasil, Canadá y México.

El objetivo secundario es el control del flujo de petróleo en el Golfo Árabe. Fue ésa la principal causa de la operación Desert Storm (Tormenta del Desierto) en 1991 y de la posterior invasión de Irak (en 2003).

El plan Cheney se concentró en el control de las vías marítimas: el Estrecho de Ormuz (por donde transita un 35 por ciento del comercio mundial del petróleo) y el estrecho de Malaca. En este momento, esas vías marítimas siguen siendo esenciales para la supervivencia económica de China, Japón, Corea del Norte e incluso para Taiwán. Ambos corredores permiten el envío de recursos energéticos y materias primas hacia los centros industriales asiáticos y la posterior exportación de los productos manufacturados hacia los mercados mundiales. Al tenerlos bajo su control, Washington garantiza simultáneamente la lealtad de sus principales aliados asiáticos y restringe el creciente poderío de China.

La aplicación de esos objetivos geopolíticos tradicionales llevó a Estados Unidos a reforzar su presencia naval en la zona Asia-Pacífico y a crear una trama de alianzas militares entre Japón, la India y Australia. También con vistas a obstaculizar el progreso de China.

Washington siempre ha considerado a Rusia como un competidor geopolítico. Ha aprovechado cada oportunidad que se ha presentado para reducir el poderío e influencia de Rusia y ve con especial temor la creciente dependencia de Europa Occidental del gas natural ruso, dependencia que puede limitar la capacidad de oposición de los países de esa región ante los movimientos rusos en el Este de Europa y en el Cáucaso.

Como alternativa, Washington ha empujado a los europeos a aprovisionarse en la cuenca del Mar Caspio, construyendo para ello nuevos gasoductos a través de Georgia y Turquía. Se trataba de evitar el paso por Rusia, con ayuda de Azerbaiyán, Kazajstán y Turkmenistán, rehuyendo el uso de los gasoductos de Gazprom. Así aparece la idea del gasoducto Nabucco.

Para reforzar la independencia energética de su país, Barack Obama se convirtió de pronto en nacionalista autárcico (defensor de la autosuficiencia). Estimuló la explotación del petróleo y del gas en el hemisferio Occidental, sin importar los peligros que encierran las perforaciones en zonas ecológicamente frágiles, como las aguas frente a las costas de Alaska o en el Golfo de México, ni las posibles consecuencias de las técnicas utilizadas para la producción de energía, como el craqueo del agua [también llamado “separación del agua”, este proceso divide el agua en sus componentes, oxígeno e hidrógeno, y se considera como una posibilidad para la obtención de hidrógeno barato. Nota del traductor].

En su discurso sobre el Estado de la nación correspondiente a 2012, el presidente Obama declaró con orgullo: “En los tres últimos años hemos abierto millones de acres de tierra a la prospección en busca de petróleo y gas. Esta tarde he pedido a la administración que abra más del 75 por ciento de los recursos petroleros y gasíferos off shore. Ahora, en este momento, la producción estadunidense de petróleo es la más alta de los últimos ocho años. Así es. Desde hace ocho años. Y eso no es todo. El año pasado nuestra dependencia del petróleo extranjero disminuyó y llegó a su nivel más bajo en 16 años”.

Obama mencionó, con particular entusiasmo, la extracción de gas natural por craqueo de esquistos bituminosos: “Tenemos reservas de gas natural que protegen a América por un centenar de años”.

En marzo de 2011, Washington incrementó sus importaciones de Brasil para no seguir recurriendo al petróleo del Oriente Medio.

En realidad, Washington nunca ha dejado de garantizar el control estadunidense sobre las vías marítimas vitales que se extienden desde el estrecho de Ormuz hasta el Mar de la China Meridional, ni de establecer una red de bases y de alianzas que cercan a China –la potencia mundial emergente– formando un arco que va desde Japón hasta Corea del Sur, Australia, Vietnam y Filipinas, por el Sudeste, y la India, por el Sudoeste. A todo esto se agrega, como colofón, un acuerdo con Australia para la construcción de una instalación militar en Darwin, en la costa Norte del país, cerca del Mar de la China Meridional.

Washington trata además de incluir a la India en una coalición de países de la región hostiles a China para sacar a Nueva Delhi del BRIC, en el marco de una estrategia tendiente a cercar a China que despierta gran inquietud en Pekín.

Varios estudios han sacado a la luz una repartición inesperada de las reservas mundiales de gas. Rusia aparece a la cabeza con los 643 trillones de pies cúbicos de la Siberia Occidental. En segundo lugar aparece Arabia Saudita, incluyendo el yacimiento de Ghawar, con 426 trillones de pies cúbicos. Viene en tercer lugar el Mediterráneo, con 345 trillones de pies cúbicos de gas, a los que hay que agregar 5 mil 900 millones de barriles de gas líquido y 1 mil 700 millones de barriles de petróleo.

En el caso del Mediterráneo, la parte más importante de esa riqueza se halla en Siria. El yacimiento descubierto en Qara puede alcanzar una producción diaria de 400 mil metros cúbicos, lo que convertiría a Siria en el cuarto productor de la región, después de Irán, Irak y Qatar.

El transporte del gas desde el cinturón de Zagros, en Irán, hacia Europa debe pasar por Irak y Siria, lo cual ha venido a trastornar los proyectos estadunidenses y a consolidar los proyectos rusos (South Stream y North Stream). Sin acceso al gas sirio, Washington no tiene otra salida que tratar de garantizar el gas libanés.

Y sigue la guerra…

Fuente
Contralínea (México)