Migrar, en el sentido indocumentado de la palabra, es una necesidad humana cada vez más reprimida por nuestras siques y culturas. Hacer turismo, visitar, irse de intercambio, por negocios o mudarse son acciones coherentes al mundo actual, acciones naturales del consumo moderno y su dinamismo económico. ¡Pero migrar! Migrar es de atrasados, de parias, de gente que no respeta el orden, de delincuentes. Cruzar ríos, montañas, desiertos o mares sin el debido permiso, sin visa verde, significa una afrenta a la nación, así lo estipulan las leyes. Sin embargo, las mercancías sí pasan y quienes son tratados como tal (la ley económica rige). El migrante no ha escapado a la cosificación consumista del mundo actual, pero no como objeto de consumo, sino como un recurso, como el petróleo. El migrante también vale y su valor se mide en pesos otorgados al Estado, a la autoridad, al crimen, a los transportistas, a quienes les hacen “favores”. Vale por los dólares que envía, por las extorsiones que paga; vale porque hoy es mano de obra fácil para organizaciones criminales (que se asocian con autoridades para extorsionar o que cobran cuotas hombre a los polleros para dejarlos trabajar: la guerra de Calderón necesita peones). Éstas son denuncias constantes de organizaciones no gubernamentales que luchan por los derechos del migrante.

“Todo el mundo ve al migrante con signo de pesos”, me dice don Martín, fundador de la Estancia del Migrante González y Martínez, AC. Cuando no hay más que obtener del migrante ya no vale, no existe. Los desaparecidos de Centroamérica se cuentan en decenas de miles, entre 70 mil y 80 mil, según los representantes de la caravana Liberando la Esperanza, en la que madres centroamericanas buscan a sus hijos perdidos en este país. Los desaparecidos de México, al parecer, nadie los ha contado. Es difícil hacerlo cuando no existen, cuando crecieron en condiciones deplorables en algún “recóndito” lugar de la sierra, del desierto o la selva. Mario, sacerdote y presidente de la Estancia del Migrante que fundara don Martín en Tequisquiapan, Querétaro, recuerda la desaparición en 2010 de 50 migrantes que dejaban Jalpan para ir a Estados Unidos. Todos, subidos a dos camiones polleros, desaparecieron sin dejar huella. Académicos han contabilizado unos 100 migrantes desaparecidos tan sólo en esa zona de la Sierra Gorda de Querétaro.

Cuando un migrante desaparece, deja de valer (dinero); y lo que no vale no existe; no son nota de los grandes medios, no ameritan un esfuerzo exhaustivo de investigación por parte de los gobiernos (municipal, estatal y/o federal; cuando mucho, cambian las leyes, pero no las acciones). Así también desapareció un grupo de 23 personas que partía de San Luis de la Paz, Guanajuato, en 2011. No sabemos cuántos otros han desaparecido, porque ni ellos ni su familia tienen voz para denunciarlo. Corrijo, tienen voz, pero de ésas que no se escuchan.

La ausencia del migrante sólo es resentida por aquellos que lo miraban sin ojos de alcancía, sus familiares. El migrante se va por un sueño económico. A veces, su familia lo dejará ir compartiendo ese mismo sueño, pero el migrante, ante todo, es persona y ser humano, y quienes lo aman nunca lo valorarán por las remesas que representa. El viajero que arriesga todo por la fama y la fortuna es un mito hollywoodense que no les queda. Los migrantes y sus familias son conscientes de su realidad, ellos no salen a jugarse literalmente la vida sólo por dinero. El viaje del migrante puede durar semanas, meses o nunca acabar, y para ellos es un vía crucis, dice doña Carmen, esposa de Martín (ambos llevan más de 12 años refrescando aunque sea un poco el camino de tantos viajeros). ¿Por qué se arriesga el migrante? Es su familia la que conoce la respuesta. Son todas esas madres que hoy viajan por México, en una extenuante caravana de 19 días, con una pequeña aunque gran esperanza de encontrar a sus hijos con vida, pero también orgullosas y demandantes, sabedoras de que se trata de hacer conciencia, de no permitir que otros sigan desapareciendo; y alzan la voz, para que al menos unos pocos se den cuenta del valor que hay en cada uno de sus hijos, como personas, como seres humanos, exclusivamente como tales. “Quien no cree que el migrante no es su hermano, no es hijo de Dios”, reza el cartel de una de esas madres.

La humanidad del migrante se debilita cada día, o, mejor dicho, la percepción que de él tenemos el resto, los que nos quedamos. La hermandad se va diluyendo en el mundo de las finanzas y el miedo. Quienes antes extendían un pan al viajero, quienes antes veían un poco de sí mismos en aquel que se la juega en la frontera, ahora le temen, lo culpan de todo y le cierran los espacios, les clausuran las casas del migrante, como la de Lechería, en el Estado de México (aunado a ello, los cazafortunas, criminales y autoridades se aglomeran en los puntos de parada tradicional, justo ahí donde se han fundado casas de apoyo); esto le provoca al migrante viajes más extensos, con más riesgos y obstáculos. Los de la Estancia del Migrante queretana narran sus encuentros con algunos viajeros totalmente deshidratados y muestran fotografías de otros mutilados por la gran bestia. Si bien, la indiferencia es la moneda de cambio constante entre el ciudadano promedio y el migrante, don Martín y doña Carmen no se vencen, y no dejan de creer en la voluntad humana ni en la honestidad de muchas autoridades. Hay que denunciar los abusos, me dicen, sólo así pueden combatirse. Hoy se observa que las tenazas de explotación al migrante se cierran, del Norte y del Sur –puntos tradicionales del atropello– hacia el centro, donde solían viajar más tranquilos. El nuevo gobierno federal amenaza con cerrar más las fronteras, aumentar su “seguridad”. Por un lado, continuar con la guerra; continuar con la necesaria producción de soldaditos de papel. Por el otro, esa tenaza también se cierra.

Fuente
Contralínea (México)