La Asamblea General de la ONU concedió a Palestina «la condición de Estado observador no miembro» para contribuir a «hacer realidad la visión de dos Estados, con un Estado de Palestina independiente, soberano, democrático, viable y contiguo que coexista junto con Israel en paz y con seguridad sobre la base de las fronteras anteriores a 1967».

La resolución fue adoptada con 138 votos a favor, 41 abstenciones y 6 votos en contra, entre estos últimos los de Estados Unidos e Israel.

La votación, seguida de una larga salva de aplausos en el plenario de la Asamblea General, fue celebrada con gran alegría en los territorios ocupados, tanto en Cisjordania como en la franja de Gaza. Mientras tanto, el primer ministro israelí y la secretaria de Estado estadounidense deploraban la decisión. Así que todo parece muy claro y las agencias de prensa pueden por lo tanto hablar de una «formidable victoria diplomática de los palestinos».

Si se analiza de cerca, la situación tiene un cariz totalmente diferente. El resultado de la votación demuestra que Estados Unidos e Israel estuvieron muy lejos de realizar su mayor esfuerzo en el sentido inverso. No movilizaron a fondo a sus aliados para impedir el resultado final sino que, por el contrario, se aseguraron de que permitieran la adopción de la resolución. Cierto es que la administración Obama dejó que el Congreso estadounidense amenazara con cortar las subvenciones a la Autoridad Palestina, pero eso no fue más que la gesticulación pública que había que aparentar para garantizar el consenso popular entre los palestinos.

En la práctica, el asiento de observador que hasta ahora ocupaba la OLP seguirá en manos de esa organización, sólo que ahora ostentará la condición de «Estado no miembro». Pero, en el terreno, ¿qué logros concretos se derivan de esta evolución semántica? ¡Ninguno!

Algunos editorialistas nos explican en tono doctoral que ahora Palestina podrá acudir a la Corte Penal Internacional (CPI) para denunciar la ocupación israelí sobre sus territorios, que de hecho constituye un crimen de guerra a la luz de la IV Convención de Ginebra. La realidad es que Palestina ya recurrió a la CPI, presentando una serie de denuncias en 2009, después de la «Operación Plomo Fundido», denuncias que desde entonces duermen sobre el buró del fiscal. Lo más probable es que la nueva categoría de Palestina desbloquee temporalmente la situación, que luego acabará empantanándose nuevamente por causa de algún obstáculo dilatorio hasta ahora no mencionado. Además, todos los procesos emprendidos hasta ahora por la Corte Penal Internacional demuestran que ese órgano no es más que una instancia colonial y que hay que ser muy ingenuo para creer otra cosa.

Otros editorialistas nos explican que esta nueva categoría abrirá el camino a la admisión de Palestina en los diferentes organismos de la ONU… cuando Palestina ya es miembro de la UNESCO, de la Comisión Económica para Asia Occidental y del Grupo de Estados Asia-Pacífico.

¿Cuál es entonces el objetivo de esta resolución? Simplemente, como se expresa con todas sus letras en el propio texto, «hacer realidad la visión de los dos Estados». La Asamblea General acaba de enterrar el Plan de la ONU para la partición de Palestina adoptado el 29 de noviembre de 1947, o sea hace exactamente 65 años. Ya no se hablará más de la creación de un Estado binacional, y mucho menos de la de un Estado uninacional. En lo adelante se hablará única y exclusivamente de dos Estados diferentes. La única consecuencia práctica de la resolución es que, en lo adelante, los palestinos no podrán reclamar su derecho inalienable al regreso a las tierras de las que fueron despojados.

El propio Mahmud Abbas había mencionado ya ese importante cambio de la situación, en una entrevista concedida a la televisión israelí el 2 de noviembre, al declarar que quería volver a ver su ciudad natal –la ciudad de Safed, en Galilea– porque está en su derecho de hacerlo, «pero no para vivir allí».

Lo más probable es que, luego de proferir ante las cámaras sus obligadas vituperaciones públicas, a puertas cerradas Benjamin Netanyahu y Hillary Clinton hayan festejado con champaña el voto de esta resolución. La OLP y el Hamas, que hace sólo 3 semanas expresaban cólera ante las declaraciones de Abbas, acaban de renunciar –sin obtener nada a cambio– al derecho por el cual 3 generaciones de palestinos sufrieron incontables privaciones y sacrificios.

Al día siguiente de ese «voto histórico», ya sin la presencia de los corresponsales de prensa que se agolparon en la sala para asistir a la votación del día anterior, la misma Asamblea General adoptó otras 6 resoluciones sobre el tema palestino. Su lectura permite llegar a la conclusión de que detrás de todo lo sucedido se esconde un acuerdo entre las grandes potencias y la clase dirigente palestina, acuerdo que –en todo caso, esperemos que así sea– se basa en una serie de sólidos compromisos, ya que sin ello no sería más que una farsa.

Nos dirigimos entonces hacia la continuación de la Conferencia de Madrid de 1991. Por un lado, se reconoce ahora que el problema no es israelo-palestino, sino israelo-árabe. Por otro lado, Estados Unidos no puede ser el único padrino de la negociación, que debe incluir obligatoriamente a Rusia, y probablemente a otros miembros del Consejo de Seguridad de la ONU y de la Liga Árabe. Es por ello que la Asamblea General llamó a la realización de una conferencia global de paz para el Medio Oriente en Moscú, precisamente conforme a lo previsto hace 4 años –en la resolución 1850, cuya aplicación siempre se pospuso.

Los elementos de consenso incluyen la restitución de la meseta del Golán a Siria (aunque Israel conservaría las aguas del lago Tiberíades, también conocido como Mar de Galilea) y la posible creación de una federación jordano-palestina (con la monarquía hachemita o sin ella). Sin embargo, una paz global sólo puede construirse con una Siria pacificada y capaz de estabilizar las relaciones entre los muy numerosos grupos étnicos de la región (lo cual implica… mantener en el poder a Bachar al-Assad durante el periodo de transición).

Todo eso se parece a lo que trataron de lograr James Baker –en 1991– y Bill Clinton –en 1999– y a lo que el propio Barack Obama estuvo planeando al principio de su primer mandato –en 2009– cuando mencionó, en El Cairo, el derecho de los palestinos a disponer de su propio Estado. Pero ese proyecto es muy diferente del ideal por el que los palestinos han venido luchando desde hace 64 años. Permite alcanzar la paz, pero no la justicia. Y el problema fundamental, fuente primigenia de los múltiples conflictos actuales, seguirá siendo el mismo: el carácter colonial del Estado de Israel y el sistema de apartheid al que ha dado origen.