Fotos: Luis Suaste

San Pablo Atzompa, Metlatónoc, Guerrero. Aproximadamente 30 kilómetros de camino terregoso separan a San Pablo Atzompa de la carretera Tlapa-Metlatónoc. El trayecto se realiza en alrededor de 1 hora y media. Se trata de una de las comunidades consideradas casi a pie de carretera, aquellas donde los programas sociales de combate a la pobreza y los “apoyos” tienen menos dificultades para llegar.

Como en todos estos pueblos, Atzompa cuenta con un arco de concreto que da la bienvenida a los visitantes; una cancha de basquetbol con techo de lámina; un curato y una iglesia de concreto; una comisaría remozada y un corral de toros para los jaripeos de las fiestas. En eso se tradujo el lema “Vivir mejor” para los indígenas montañeros.

La casa de salud, de adobe y sin médicos ni medicinas. Más de la mitad de las casas no cuenta con piso firme. El drenaje, introducido hace 1 año, se estropeó con las primeras lluvias. Los programas de Desarrollo Humano Oportunidades y de Apoyos Directos al Campo sólo alcanzan para la mitad de las mujeres y un tercio de los hombres, respectivamente. La energía eléctrica, instalada hace 2 años, constantemente se suspende.

De la comisaría llegan el bullicio y los acordes de tuba, trombones, trompetas y flautas. Una banda de viento toca una versión montañera de la canción chilena “Yo vendo unos ojos negros”: de los instrumentos metálicos de los na’saavi nace un son melancólico. No hay nadie en la plaza. La llovizna, por momentos, se trueca en aguacero.

En el interior de la comisaría, los fiscales del pueblo y el comisario Rutilio Luna Ayala discuten cómo recomponer el tejido social de la comunidad, roto por asesinatos y disputas políticas. Todos están borrachos. De momento dejan atrás sus diferencias y se organizan para hablar con los reporteros.

En lengua na’saavi, el comisario dice que no sirve de nada contar con una casa de salud si no hay doctores. Explica que las mujeres embarazadas deben ser trasladadas a la ciudad de Tlapa o, incluso, al vecino estado de Oaxaca.

Se queja de los maestros: “no dan clases la semana completa; los lunes llegan muy tarde, cuando ya no es hora de clase; tienen el pretexto de que la “pasajera” no salió temprano o no podía pasar por el camino. Y nada más están 3 días, porque el viernes se van temprano para Tlapa”.

Formalmente ya cuentan con una escuela secundaria, pero las clases se interrumpieron luego de que “se peleó el pueblo”. El conflicto surgió a raíz del lugar donde deberían construir el plantel. En la disputa murieron dos personas y los maestros se fueron. Desde entonces no han regresado.

Aunque también ya cuentan con servicio eléctrico, cada vez más familias optan por suspenderlo. El comisario explica: “Toda la comunidad tiene un problema con la luz. Están llegando muy caros los recibos. Lo menos que llega es de 1 mil 500; pero casi siempre llega de 2 mil 500; y ha llegado de 4 mil [pesos por bimestre]. Y en mi casa nomás tenemos tres focos. Ni molino ni aparatos tengo”.

Retoman sus maltratados sombreros de palma colocados en la mesa desvencijada, y vuelven a sus disputas. La banda de viento vuelve a sonar. Las cervezas pasan de mano en mano. Los fiscales y el comisario consideran que han dicho a los visitantes lo necesario. Continúan su discusión.

Apenas salen, los reporteros son abordados por dos mestizos, quienes amablemente preguntan cuál es el motivo de la visita y cuáles fueron las palabras de las autoridades comunitarias. Camisa a cuadros, sombrero blanco de lona, botas con punteras, hebilla plateada, un hombre de aproximadamente 35 años ofrece su mano abierta. En perfecto español dice: “Cualquier cosa que necesiten, por aquí estamos”.

La pobreza de los habitantes y las dificultades para ingresar a la región han hecho de la Montaña un escenario inmejorable para fomentar cultivos ilícitos. Algunas familias del municipio han optado por sembrar maíz bola, como llaman los na’saavi a la amapola. Los narcotraficantes pagan cada gramo de goma de amapola a 1 peso. Un cultivo menor a 1 hectárea puede proporcionar 1 kilogramo de goma en 6 meses. Así, los campesinos reciben 18 mil pesos por el opio que, en el mercado negro estadunidense, alcanza un precio equivalente a 340.66 pesos por gramo o 340 mil 660 pesos por kilo.

La violencia asociada al crimen organizado se incrementó en los últimos años en la Montaña. A las muertes por pobreza, los montañeros suman las muertes por ajustes de cuentas, en las que los campesinos son, accidentalmente, los eslabones últimos y más delgados del engranaje del narcotráfico.

Las comunidades con mayor contacto con los mestizos son las que más violencia padecen. Son también las que se mantienen en mayor resistencia por la defensa de su lengua. A diferencia de los na’saavi de las comunidades de la Montaña profunda, los que se encuentran cerca de los centros urbanos han dejado de vestir sus ropas tradicionales. Algunas familias cuentan con viejos aparatos de televisión. No son muy exitosos: un sólo canal pueden sintonizar; los personajes hablan una lengua que no comprenden, y los escenarios que se les presentan nada tienen que ver con la realidad de la Montaña.

Hasta la choza de los abuelos Daniel Pantaleón Luna y Guadalupe Avilés Cano se escuchan los acordes de la banda de viento; la llovizna no ha cesado; los niños, empapados, se corretean en las calles lodosas. Sus risas también se cuelan por las paredes de tabla. El sol se ha ocultado y ha sido necesario encender el único foco de la habitación. Han concluido 10 sombreros. No dormirán hasta que completen la docena. Estiran piernas y brazos; se frotan los dedos. Cada uno toma otro tercio de tule. Entreveran los primeros tallos.

Infografía:

Fuente
Contralínea (México)

Metlatónoc: miseria y explotación

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