Las tres Gracias de la preparación del ultimátum impuesto a Serbia: la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton, la presidenta del autoproclamado Estado de Kosovo Atifete Jahjaga y la baronesa Catherine Ashton, Alta Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad.

El gobierno de Serbia rumia todavía sus condiciones previas a la firma de su «acuerdo histórico», este 2 de abril de 2013, en Bruselas, con el gobierno de Kosovo.

El acuerdo pondría todas las comunas serbias de Kosovo bajo la autoridad del gobierno de Pristina. Por el momento, hasta la idea misma de otorgar algún tipo de autonomía a esas comunas ha sido rechazada para favorecer la creación de una Asociación de Comunas Serbias cuyo estatuto sería similar al de una ONG y que de todas maneras estaría bajo control del gobierno kosovar. Y también habrá que desmantelar por completo las «estructuras paralelas» del norte de Kosovo, que Belgrado ha mantenido hasta el momento contra viento y marea y que han protegido a los habitantes de esa zona de la purificación étnica ya aplicada en los bolsones que se hallan más al sur, sobre todo en marzo de 2004.

Belgrado ha venido exigiendo, hasta ahora, la creación de una policía y de tribunales autónomos para las comunas serbias.

La firma es de hecho un reconocimiento, sin posibilidad de marcha atrás, de la independencia de Kosovo. Y conduce, lógica e inevitablemente, a un posterior reconocimiento en el plano legal. El presidente de la comisión de política exterior del parlamento alemán incluso notificó formalmente a Serbia que sin ese reconocimiento no habrá progreso en las relaciones [de Serbia] con la Unión Europea ni tampoco admisión [en esta última]. El reconocimiento [definitivo] ya no será [después de la firma] más que una formalidad técnica que habría que implementar adecuadamente dentro de uno o 2 años. Y cuando Kosovo cuente con el reconocimiento del mismo Estado al que fue arrancado, se hará insostenible la posición de los países que, incluso en el seno de la Unión Europea, siguen negándose a reconocer ese país a medias nacido de una secesión violenta.

Por otra parte, aún si Belgrado decidiese optar por romper con la Unión Europea eso no detendría la pérdida de Kosovo. En previsión de un escenario de violencia, los estadounidenses ya desplegaron su 525ª Brigada especializada en operaciones antimotines. Al igual que en 1999, cuando utilizaron como pretexto la tan famosa como nebulosa «masacre de Racak», la OTAN pudiera ahora explotar algún incidente como pretexto para ocupar las zonas del norte, con una participación simbólica de las fuerzas de seguridad del Kosovo «independiente». Probablemente sea, en los próximos días, una manifestación de los nacionalistas kosovares en Mitrovica Sur lo que se use para provocar una explosión, con el apoyo del ya consabido bombardeo mediático que atribuirá el problema a los serbios recalcitrantes del norte. En suma, una repetición del engaño ya utilizado para el encuentro de Rambouillet, en 1999.

El gobierno del presidente Nikolic se halla por lo tanto en una posición en la que se le exige escoger entre Caribdis y Escila. Si responde «» el 2 de abril, estará aceptando la pérdida de Kosovo y el partido en el poder (nacionalista) estaría contradiciéndose –después de haber afirmado que «Nunca reconoceremos a Kosovo.»– culminando con ello el trabajo sucio que anteriormente reprochaba a sus predecesores. Y podría entonces tener que enfrentar grandes manifestaciones y una desestabilización interna capaz de provocar la realización de elecciones anticipadas. Pero si responde con un «no» se expondría entonces a una desestabilización todavía más intensa y organizada, tanto en el plano exterior –con el aislamiento diplomático que los países occidentales seguramente impondrían a Serbia– como internamente –a través de los numerosos medios de prensa, partidos, movimientos y ONGs apadrinados y dirigidos por Occidente.

El plan que la baronesa Ashton propone en nombre de la Unión Europea en realidad fue concebido por el embajador estadounidense Frank G. Wisner. Fue este personaje quien organizó que los países miembros de la OTAN y de la Unión Europea reconocieran la independencia de Kosovo y quien le impuso a su hijastro –el entonces presidente de Francia Nicolas Sarkozy– la nominación de Bernard Kouchner como ministro de Relaciones Exteriores. Wisner, quien por mucho tiempo dirigió las operaciones de espionaje económico de la CIA, es también uno de los organizadores de la «primavera árabe» (fue él quien derrocó a Hosni Mubarak). Luego de enriquecerse con las estafas de Enron y AIG, hoy preside EOG Ressources (que se apoderó de los activos de Enron en el campo de la explotación del petróleo y se ha especializado en la explotación subvencionada del gas de esquistos).

La jugada geoestratégica

En el plano internacional, el bloque occidental en su conjunto exige el «». Esa aceptación es la condición sine qua non para la normalización de las relaciones entre Serbia y sus vecinos, completamente sometidos a los dictados de la OTAN. Mientras tanto, el «no» cuenta con el respaldo de Rusia, expresado esencialmente a través de Shepurin, su nuevo embajador. Dado el estado de la economía y de la sociedad serbias, el «no» parece ser un suicidio ya que Rusia no parece poder ofrecer ninguna compensación en cuanto a las pérdidas –en términos de inversiones y de integración política– que se derivarían de una ruptura del diálogo con Pristina. Rusia, que se ha retirado de Kosovo en el plano militar y policial, tampoco dispone de medios materiales para oponerse a la reconquista del norte de Kosovo mediante la fuerza.

Lo que está en juego en este acuerdo sobre Kosovo tiene considerable trascendencia para toda la región y, en primer lugar, para el destino de Serbia. Como ya ha sucedido anteriormente en varios momentos de su historia, Serbia se halla en el centro de un «conflicto de civilizaciones» que, específicamente en este caso, merece plenamente esa denominación. Por un lado, están las pretensiones occidentales de carácter colonial, aunque disfrazadas de derecho inalienable y motivadas por una intensa propaganda humanitaria. Riquezas mineras, posición geoestratégica, política de concesiones al islam sunnita: todo ello contribuye a hacer de la toma de Kosovo (y de la extensión de esa plaza fortificada) una prioridad de la OTAN. ¿No hemos visto acaso, durante estos últimos años, a varios protagonistas de primer plano de la agresión de 1999 –como el ex comandante supremo de las fuerzas de la OTAN, el general Wesley Clark, y la ex secretaria de Estado Madeleine Albright– volver a la región cínicamente convertidos en negociantes, con enormes proyectos de inversiones en la explotación de materias primas y en el sector de las telecomunicaciones?

Y se trata también, por otro lado, de disfrazar los fracasos y dificultades que la OTAN ha encontrado en la región desde el inicio mismo de la operación de conquista, a principios de 1999. No es inútil recordar que el «no» de Serbia en las negociaciones ya arregladas de antemano que se desarrollaron en Rambouillet fue provocado por una disposición secreta incluida en el tratado que estipulaba la ocupación de facto de todo el territorio serbio por las fuerzas de la OTAN. La respuesta [a la negativa de Serbia] fue la intensa campaña de bombardeos, concebida como una blitzkrieg pero que se extendió durante 78 días, lo cual destruyó la credibilidad moral y militar de la OTAN, obligándola a aceptar un armisticio y una resolución de la ONU (la resolución 1244 del 10 de junio de 1999) que reconocía la soberanía de Serbia sobre la región de Kosovo, soberanía que la OTAN y sus aliados kosovares (fundamentalmente mafiosos) se esforzaron constantemente en minar a lo largo de la siguiente década, no sin la complicidad –ingenua o cínica– de ciertas fuerzas políticas serbias.

El Kosovo «independiente» bajo protectorado occidental –inaugurado por el reinado de Bernard Kouchner– resultó ser un desastre desde todo punto de vista. Políticamente inexistente, gobernado por clanes mafiosos, se ha convertido en un centro del tráfico de armas y de droga y de la trata de mujeres en Europa. Sus minorías, la serbia en primer lugar aunque también la montenegrina, la turca, room, etc., han sido expulsadas de forma violenta (recordar los pogromos de marzo de 2004) bajo la mirada impasible de los soldados de la OTAN. Más de 150 iglesias, conventos y monumentos religiosos cristianos han sido incendiados, dinamitados o saqueados y los demás han sido integrados al «patrimonio cultural» de los mismos que antes trataron de destruirlos. Los serbios que allí viven, bajo la autoridad conjunta de la OTAN y del gobierno kosovar, están expuestos constantemente a la violencia y son tratados como ciudadanos de segunda categoría. Los secuestros de civiles, desde 1999 hasta el momento actual, generalmente se han mantenido sin resolver.

Para terminar, el más horrible de los crímenes cometidos durante la guerra civil yugoslava, el tráfico de órganos de civiles serbios secuestrados en Kosovo, nunca fue castigado, a pesar del acusador informe presentado al Consejo de Europa como resultado de la investigación del diputado suizo Dick Marty. Lo cual no impide a los occidentales seguir exigiendo que las decenas de miles de sobrevivientes del norte Kosovo se integren al infierno que los propios occidentales han ayudado a instaurar en el sur de Serbia.

Regreso a la guerra fría

El único medio de «blanquear» esa creación perversa, que gran parte de los Estados del planeta siguen desaprobando, consiste en lograr que sea Serbia misma quien la santifique.

Pero hay más. Desde hace algún tiempo, Serbia se ha dado a la tarea de estabilizar sus propias estructuras de poder y de restablecer el orden interno. Ya comienzan a llegar los inversionistas, provenientes incluso de los emiratos. En la actual situación de crisis, la riquezas agrícolas, acuíferas y energéticas de Serbia se convierten en una carta de triunfo estratégica de primera importancia y las empresas chinas y rusas extienden allí su influencia, mientras que los occidentales se agotan militarmente en el Medio Oriente y en otras regiones. El trazado del futuro gasoducto ruso South Stream confiere a Serbia el papel de grifo energético (evitando el paso por Croacia, por razones de índole política y a pesar de las complicaciones y de los gastos que ello implica). Es por todas esas razones, que se ha puesto al Estado serbio contra la pared para obligarlo a tomar una decisión hacia la cual se ha mantenido histórica y esencialmente reticente: alinearse y convertirse en vasallo de un bloque o del otro.

Eso es lo que implica en definitiva la decisión que el gobierno de Belgrado tendrá que tomar en estos días: escoger entre ser vasallo de los occidentales o ser vasallo de Rusia, con la inevitable pérdida de Kosovo en ambos casos. Tanto en tiempos de Milosevic como bajo los demócratas prooccidentales de Tadic, la Serbia oficial evitó siempre ese alineamiento, incluso a costa de sacrificios. Hoy en día, si bien los intereses económicos favorecen a Occidente, el razonamiento político puede ser quizás más favorable a Rusia. Pero ninguna de esas razones prevaleció nunca ante una constante ancestral de la política serbia: el rechazo irracional a toda forma de sometimiento. Esa constante ha dado lugar a dramáticos giros de la historia europea.

Serbia no cuenta con la sabiduría ni con la agilidad diplomática de los suizos para lograr mantener un rumbo neutral sin tener que enfrentar por ello confrontaciones y pérdidas. Y tendrá, por lo tanto, que pagar su neutralidad con sangre, prácticamente en cada generación. Hoy parece, a pesar de los indicios de apaciguamiento que han aparecido durante los 10 últimos años, que la actual generación no podrá escapar a esa fatalidad. Si las potencias que están presionando a Serbia tuviesen al menos algo parecido a la conciencia histórica y al menos un poco de responsabilidad política, evitarían imponer a Serbia –como lo están haciendo– una alternativa tan fatídica. El equilibrio de toda la región, e incluso el de toda Europa, se afectará inevitablemente.