César San Martín podría engatusar a alguna gente, pero no a toda.

En materia procesal penal a la prueba adjetivada de ilícita, se le nombra también por unos como prohibida, mientras que otros las diferencian. Hasta la terminología es caótica, pues se emplean también las expresiones “prueba ilegal”, “nula”, “viciada”, “irregular” y hasta “clandestina”.

César San Martín Castro, procesalista de nota, reputado conferencista y autor de muchos libros, podría fácilmente engatusar a muchos, calificando a los audios de su reunión delictiva, aunque oficial, convocada vía secretarias y dentro del palacio de justicia, con el ministro Juan Jiménez Mayor, el agente del Estado ante la CIDH, Pedro Cateriano Bellido y la modesta jueza penal, expresamente convocada para esa cita, Carmen Rojassi Pella, como “prueba ilícita” o quizá “prueba prohibida”, cuya diferencia no está obligado a explicar a los incautos y, además, le conviene jugar con tales expresiones.

José Vicente Gimeno Sendra, jurista español, las distingue con nitidez. La ilícita es la que infringe cualquier ley, sea la Constitución Política o cualquier ley ordinaria y la prohibida es la que viola las normas constitucionales que tutelan los derechos fundamentales, como sería el derecho a la intimidad personal y a la inviolabilidad de las comunicaciones, etc.; empero, tales conceptos de prueba ilícita y prueba prohibida no deben ser vistos como excluyentes, pues ambos tienen que ver con la prohibición de su admisión y la prohibición de su valoración.

Los audios en cuestión: Jiménez-San Martín-Cateriano-Rojassi, por el tipo de personajes concernidos, algunos ajenos al caso mismo; por el lugar de reunión fuera del hábitat natural de la jueza que está por resolver la causa; por el almuerzo opíparo o franciscano con que se corona; por su contenido delictivo: interceder ante la jueza y sustraer de la persecución penal a tres facinerosos; por los pormenores que tales audios encierran, respecto de la prueba del caso por actuarse, el archivamiento del expediente que atisban y porque se trata de buscar una sentencia favorable a cierto interés, a dictarse por la jueza allí presente, constituyen elementos de prueba lícita, no prohibida, que debe ser ofrecida, admitida y apreciada en su oportunidad.

Cuando los contertulios, aunque en cita oficial, están en el comienzo y consumación del delito, no están ventilando ninguna arista de su “intimidad personal”, o “familiar”, que es el derecho constitucionalmente protegido (Artículo 2, inciso 7, Constitución Política); tampoco pueden reclamar para sí el derecho al “secreto e inviolabilidad de sus comunicaciones y documentos privados”, pues sólo los “documentos privados” obtenidos con violación de tal precepto “no tienen efecto legal”(Artículo 2, inciso 10); ni se trata de una “declaración obtenida por la violencia”, que siendo esa su realidad, carece de valor probatorio (Artículo 2, inciso 24, h).

Tales audios no infringen esas protecciones constitucionales. Para descubrir el delito de corrupción debemos agradecer a quien lo filme, lo grabe en cualquier tipo de adminículo, lo perciba y después lo testimonie o propale. La sociedad tiene un interés prevalente.

Los que delinquen utilizando el uniforme del Estado, el lugar oficial, pagados por el país y en horario de trabajo, rodeándose de almuerzos rociados con vino tinto que el Estado paga, no están en el convite hurgando sobre la “dignidad personal” de cada quien, ni sus comunicaciones han sido interceptadas, simplemente están delinquiendo, y tal conducta ilícita no goza de protección ni permisión legal, sino que más bien amerita sanción. En el momento consumativo del delito la dignidad de la persona no está tutelada, pues es el momento más indigno del ser humano.

Finalmente, existen infinidad de otros medios de prueba que corroboran la admisión y valoración probatoria de tales audios. La boca de Jiménez, de San Martín, de Cateriano y la sentencia de la jueza Rojassi han sido y son ampliamente corroborantes. ¡Los audios no están solos!