Ayotzinapa, Tixtla, Guerrero. Guerrero arde. El dolor, la indignación y la rabia producen la combustión. Imágenes inéditas se apoderan de las calles, incluso de la capital del estado, Chilpancingo: un Palacio de Gobierno en llamas; un ayuntamiento con vidrios reventados, con paredes pintarrajeadas.

Durante la gestión de Ángel Aguirre Rivero, gobernador de esta entidad desde el 1 de abril de 2011, la violencia ha cobrado la vida de siete alumnos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Otros cientos han resultado lesionados, algunos de ellos de gravedad, y 43 se encuentran desaparecidos desde el pasado 26 de septiembre.

Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús fueron los primeros. Asesinados el 12 de diciembre 2011 por policías estatales cuando, en una actividad colectiva, exigían audiencia con el gobernador para resolver sus demandas estudiantiles. En la represión también participaron policías federales.

Dos años después, en enero de 2014, Eugenio Tamarit Huerta y Freddy Vázquez Crispín perecieron mientras participaban en una actividad de boteo (colecta económica) a favor de su escuela. Un tráiler los arrolló. A decir de sus compañeros normalistas, el conductor habría comprado el discurso de odio que en contra de los “ayotzinapos” suministran los medios de comunicación masiva, “mecanismo activado desde el Estado”, señalan.

Los decesos más recientes datan del 26 y el 27 de septiembre pasado. En lo que ya se conoce como “la matanza de Iguala” –misma que involucra a policías municipales y, de acuerdo con los reportes oficiales, a integrantes del grupo delictivo Guerreros Unidos–, los estudiantes Daniel Solís Gallardo, Jhosivani Guerrero de la Cruz y Julio César Mondragón fueron aniquilados.

La desaparición forzada –técnica y término acuñados en 1941 por la Alemania nazi– de 43 normalistas rurales es consecuencia también de este último ataque. Desde que fueron subidos a las patrullas identificadas con los números 017, 018, 020, 022 y 028, nada se sabe de los jóvenes que se preparaban para llevar la educación a las comunidades más alejadas y marginadas del país.

Aunque los estudiantes de Ayotzinapa heridos durante la gestión del perredista Aguirre Rivero se cuentan por decenas, hoy la expectativa es por la salud de Aldo Gutiérrez Solano y de Édgar Andrés Vargas, quienes fueron, asimismo, embestidos en Iguala. Un proyectil de arma de fuego provocaría la muerte cerebral del primero; al otro, le destrozaría el maxilar superior y la base de la nariz.

Quienes integran el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan –organismo no gubernamental solidario en la defensa de los derechos humanos de los pueblos indígenas de la Montaña y Costa Chica de Guerrero– han apuntado que los hechos de violencia contra los estudiantes normalistas de Ayotzinapa no son aislados. Son repetición de la historia guerrerense, “donde las masacres son los hitos que van marcando la relación entre la sociedad y la clase política”.

Son, además, historia continuada de desaparición forzada, crimen de lesa humanidad que desde los tiempos de la Guerra Sucia se ha enquistado particularmente en el territorio guerrerense.

En entrevista con Contralínea, Omar, integrante del Comité Ejecutivo Estudiantil Ricardo Flores Magón de la Normal de Ayotzinapa, refiere que aunque el dolor por la muerte o desaparición de una o de 43 personas es el mismo para él, siempre que se trate de un acto de las autoridades en contra de la población “en el sentido común la indignación crece cuanto más evidente es la tragedia”. Es así, comenta, que hoy la gente está mucho más indignada de lo que estaba en diciembre de 2011 o en enero pasado.

Desde la cancha de basquetbol de la escuela de la que es parte, el punto de encuentro de una comunidad que clama justicia y la presentación con vida de sus estudiantes, el joven de 25 años relata que en junio pasado él también perdió a su hermano menor. Fue en Carrizalillo, cerca de Iguala, que el campesino de 22 años de edad fue acribillado junto con otras tres personas, quienes por su acento de voz habrían sido confundidas con integrantes de un grupo delincuencial adverso al que controla la zona.

A partir de esta experiencia, Omar supo lo difícil que es denunciar, atreverse siquiera a nombrar un hecho así, tan aislado; más aún porque los conocidos siempre recomiendan que lo mejor es “quedarse callado” y “no moverle”, pues detrás está la delincuencia organizada.

“Yo no podía decir nada; yo no he podido decir nada porque mi hermano no era miembro de Ayotzinapa, porque era una cosa aislada, una sola familia afectada. Una muerte allá en ese municipio, otra en la Costa, otra del otro lado… Éramos gente aislada que no podíamos decir nada ni denunciar.”

Hoy, sin embargo, que han desaparecido a 43 estudiantes parte de una comunidad que “históricamente le ha dado mucho a la población”, la comunidad Ayotzinapa, el silencio ya no es opción: “¿Cómo podemos quedarnos callados ahora? ¿Cómo podemos decir ahora que no vamos a luchar hasta donde sea necesario?”.

El hecho de que a la Normal Rural esté llegando apoyo de todas las regiones del país y de diversas partes del mundo, desde la gente que se apersona hasta la que llama por teléfono para coordinar la entrega de un acopio, es para Omar síntoma del grado de indignación generalizada.

El joven dice sentir que “el pecho se le inflama” al reparar en que “todo lo quieren hacer llegar a Ayotzinapa”, como si el propio movimiento social les exigiera ser el parteaguas de transformación. Aunque, por otro lado, reflexiona que el mismo hecho pudiera responder a un equívoco a nivel organizacional, “como si la sociedad no pudiera organizar pequeños movimientos y empezar una movilización en todos los lugares en donde sea necesario”.

Apostado en una silla de madera, bebiendo a sorbos el café de grano que la comunidad de Tixtla preparó para quienes esa noche pernoctan en la escuela, el integrante del Comité Ejecutivo Estudiantil de Ayotzinapa convoca a la desobediencia civil generalizada “por todos los medios posibles y desde donde quiera que sea”. Y es que, dice, “no son sólo los 43 de Ayotzinapa, son los miles en todo el país”. Agrega: “esa gente que no podía decir nada, ahora puede hacerlo si quiere”.

Los hechos de Iguala, a decir del estudiante de la licenciatura en educación primaria, evidencian lo que ya muchos individuos de las comunidades rurales han atestiguado: la confabulación del gobierno con la delincuencia organizada.

Por ello, el pasado 13 de octubre, normalistas, profesores de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero, así como las madres y los padres de familia de los estudiantes detenidos-desaparecidos arremetieron contra los principales recintos de gobierno con sede en Chilpancingo: el Palacio de Gobierno, el ayuntamiento, la sede del Congreso local.

Ese mismo día, a través del artículo de opinión “¡Búsquenlos con vida!”, el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan sentenciaba: “el dolor ha escalado al enojo y la desesperación… Ya se agotó la paciencia de los familiares de los estudiantes desaparecidos porque ya tocaron todas las puertas, hablaron con las más altas autoridades de la federación, acordaron realizar trabajos de búsqueda y de investigación; sin embargo, no hay avances significativos en la indagatoria relacionada con el paradero de sus hijos”.

Ayotzinapa, historia de constante represión

Las paredes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa están marcadas de historia: murales de luchas y represiones, expresiones gráficas esbozadas en muros de concreto.

Por aquí los rostros del Che Guevara, Lucio Cabañas Barrientos y Genaro Vázquez Rojas (los dos últimos fueron maestros, luchadores sociales y guerrilleros que pasaron por las aulas de Ayotzinapa). Por allá policías invadiendo la escuela; estudiantes y población haciendo frente a los gobernantes en turno.

Pablo egresó de la Normal de Ayotzinapa en 2013. Dos años antes se desempeñó como secretario general del Comité Ejecutivo Estudiantil Ricardo Flores Magón. Él es uno de los cerca de 200 exalumnos que, a raíz de los hechos de Iguala, conformaron la Coordinación de Egresados en Defensa de la Normal Rural de Ayotzinapa.

El ahora maestro de primaria recuerda una de sus primeras lecciones en los círculos de estudio organizados por los activistas de la Normal: “No esperen reconocimiento por lo que hicieron por la escuela, simplemente llévense la satisfacción de haber hecho algo por ella. Pero si algún día la escuela necesita de su apoyo, tienen que volver porque ella les dio todo, estudio, comida, hospedaje y hasta amigos. No pueden darle la espalda.

“Por eso es que ahora estoy aquí: por sentimiento y por coherencia”, dice. Para Pablo es importante conservar y compartir la memoria de los ataques perpetrados en contra de su alma mater, fundada el 2 de marzo de 1926, y de quienes han transitado por ella.

El primer antecedente que el joven recuerda con precisión data del 11 de febrero de 1998, y coincide con el periodo en que Ángel Aguirre Rivero se desempeñó como gobernador interino de Guerrero. Entonces cientos de policías antimotines arremetieron contra los estudiantes de Ayotzinapa, quienes mantenían un cerco en el Palacio de Gobierno para exigir la liberación de uno de sus compañeros.

Después vendrían las represiones de noviembre de 2007, con Zeferino Torreblanca como gobernador. Los normalistas rurales se manifestaban en contra de la intentona de suprimir la licenciatura en educación primaria cuando fueron desalojados del Congreso local por la misma fuerza antimotines.

Pablo considera que el conjunto de estas agresiones, incluidas las más recientes, apunta a la transformación de la Normal de Ayotzinapa: una escuela sin comité estudiantil, sin internado, sin comedor, con otros planes de estudio… El exdirigente estudiantil descarta la pretensión de un cierre total de la escuela puesto que, explica, al gobierno local no le conviene perderse de los recursos federales destinados a su operación.

Para Omar, actual integrante del Comité Ejecutivo Estudiantil, es claro que la represión en contra de la institución educativa ha ido en ascenso, sobre todo a raíz del 12 de diciembre de 2011, cuando se intentó culpar a los estudiantes de provocar la explosión que arrebató la vida al empleado de una gasolinera.

Desde entonces, refiere, el Estado ha activado diversos mecanismos de estigmatización y criminalización de los alumnos de Ayotzinapa. Como parte de esta cruzada, acusa Omar, el gobierno de Ángel Aguirre infiltró a personas en la Normal, mismas que doblegaron la disciplina y los principios que la rigen.

Antes, dice, el dirigente de Ayotzinapa era “humilde, sencillo, cercano a los compañeros de la base”; un líder que “se daba a querer por lo que hacía, no por lo que decía que hacía”. No obstante, señala, Aguirre metió a mucha gente que le apostaba a los hábitos proselitistas antes que a los hechos.

Así, continúa el joven estudiante, “la gente empezó a juzgar al dirigente por su apariencia y personalidad y no por sus proyectos hacia la escuela, lo que poco a poco fue minando al otro tipo de dirigente que pasó a ser el radical, el antigubernamental, el antisistémico, el de los principios antiguos que quiere que todo sea trabajo”.

Omar explica que conforme esa minoría se fue tornando en mayoría, fueron imperando ideas como la de ya no apoyar a la comunidad y a las organizaciones sociales, o la de ya no retener camiones para salir a marchar.

—¿Actualmente, esta problemática ya quedó superada?– se le pregunta.

—Todavía queda gente, pero poca. Lo que es cierto es que en Ayotzinapa hay diferentes puntos de opinión. Pero como en todo movimiento social, del tipo que sea, siempre hay factores que unifican, y esta nueva causa nos unifica a todos. Es como si hubiera una especie de tregua. Ahorita todos somos uno. Ahorita ya no hay esas diferencias y, probablemente, no las vuelva a haber porque esto nos supera a todos. Nos estamos peleando por cositas así de chiquitas, cuando hay cosas tan grandes por las que luchar.

¿Desaparecer o transformar a la normal de Ayotzinapa? Éste es, a decir Omar, un discurso ya muy desgastado que, sin embargo, sigue en el fondo de cada ataque. La cruzada, acota, “no es nada más contra la Normal, sino contra todo lo público. Una privatización generalizada. Una cruzada neoliberal contra todo tipo de oposición”.

A parir de los hechos de Iguala, alrededor de 16 estudiantes de primer grado han desertado de las filas de la Normal, muchos de ellos a petición de sus progenitores. A decir del activista estudiantil, el hecho resulta lógico y natural en tanto que una agresión así logra, por sí misma, intimidar y hostigar.

No obstante, enfatiza, el gran problema ahora no es ése. “Lo que queremos es que los chavos regresen con vida. ¿Y si no regresan con vida, qué vamos a hacer? ¿Vale la pena seguir como estudiantes? ¿Vale la pena seguir estudiando aquí después de este atropello? ¿Vale la pena seguir luchando a este nivel? Ésas son las preguntas que muchos nos estamos haciendo. Y yo te aseguro que va a haber muchas cosas si los chavos regresan muertos”.

La vigencia del normalismo rural

El abandono, el cierre y el olvido de las instalaciones educativas, así como la satanización y el asesinato de sus alumnos, destacan entre los ataques que las normales rurales del país han tenido que afrontar, en la medida en que, a los ojos de los gobernantes mexicanos, el proyecto revolucionario del que emanaron pierde vigencia, comenta Tanalís Padilla, experta en temas de disidencia campesina en México y en escuelas normales rurales.

Es la “culminación” de los ataques que desde mediados del siglo XX han experimentado estas escuelas –entre los más relevantes, el cierre, en 1969, de 15 de las 29 normales rurales que entonces existían–, refiere la doctora en historia latinoamericana por la Universidad de California respecto de los hechos ocurridos a finales de septiembre en Iguala, Guerrero, en los que perdieron la vida tres estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, otros 43 fueron detenidos-desaparecidos y otros dos, heridos de gravedad.

En entrevista telefónica con Contralínea, la profesora de historia en el Dartmouth College señala que las normales rurales, fuente de trabajo y profesionalización de las personas que provienen del campo, al igual que otras instituciones educativas de orden público, representan un estorbo para el actual estado neoliberal.

Contrario a ello, Tanalís Padilla apunta que las normales rurales son más necesarias que nunca para dar oportunidad a los sectores empobrecidos de ganarse la vida sin tener que recurrir a la maquila, a la migración o, en el peor de los casos, involucrarse en el narcotráfico.

Las normales rurales surgieron en 1926. Éstas tienen su origen en las escuelas normales regionales y las escuelas centrales agrícolas que se construyeron en la década de 1920 y que, años más tarde, se fusionarían en regionales campesinas.

Legado de la Revolución Mexicana, las normales rurales fueron diseñadas explícitamente para los hijos de campesinos como la única vía de ascenso social para estas poblaciones: “una oportunidad de escapar de la pobreza”, refiere Tanalís Padilla en su artículo “Las normales rurales: historia y proyecto de una nación”.

El recinto sede de la Secretaría de Educación Pública aún conserva en uno de sus muros a La maestra rural, mural a cargo de Diego Rivera que, como refiere Padilla, ejemplifica el papel que debía jugar la educación dentro del nuevo orden revolucionario: una mujer impartiendo clases en el campo; un círculo de alumnos en derredor; un grupo de campesinos labrando la tierra; un guardia civil con el rifle en alto, símbolo de “un Estado que vigila y protege”.

Hoy esta imagen de tintes cálidos es tan sólo una reliquia. La realidad es otra: arrojado a la vía pública, el cuerpo sin vida de Julio César Mondragón, joven de 21 años de edad, normalista en formación, padre de una bebé de 2 meses, tiene el rostro desollado, las cuencas de los ojos vaciadas. Éstas son las imágenes del México actual.

Fuente
Contralínea (México)