Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México, México.

Todas las reuniones populares, y así pudimos comprobarlo con Augusto Valqui Malpica, comienzan en México con la cuenta regresiva que simboliza a las 43 víctimas salvajemente asesinadas el 26 de setiembre del 2014 en Iguala, Ayotzinapa, estado de Guerrero.

Más aún, la jaculatoria estremece al oírse:

"Vivos se los llevaron, vivos los queremos".

Transcribo el vibrante relato consignado en el libro NarcoAmérica de los autores Alejandra Inzunza, José Luis Pardo y Pablo Ferri, Tusquets Editores, México S.A. de C.V, marzo 2015, pp. 37-43.

"A medida que crecía, Bernardo Flores se iba pareciendo cada vez más a su padre. La misma nariz ancha, los ojos pequeños, la cara redonda y grande con rasgos finos. Un rostro acorde a la bondad. Discreto, trabajador, inocente, tímido, cómodo en segunda fila.

La gran diferencia entre Nardo, el papá, y Nardito, era que el hijo no quería ser un campesino en la sierra. En agosto de 2014, con 21 años, se fue a estudiar para ser maestro a la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos, en Ayotzinapa, a cinco horas de su pueblo, San Juan de las Flores. En un mes consiguió su primera novia. Fue en una reunión de escuelas normalistas. Bernardo sintió un flechazo al ver a la chica, pero estuvo a punto de perderla porque no se atrevió a hablarle. El niño tímido y regordete tuvo la suerte de contar con un amigo más intrépido, que le pidió el número de teléfono en su nombre. Bernardo la llamó y empezaron una relación a distancia, con esporádicos encuentros que se producían en las juntas de los estudiantes de diferentes escuelas que ambicionaban con ser maestros. Estaba contento, o eso le decía a su madre cada vez que hablaban por teléfono. El único problema que le comentó es que a principios de septiembre empezó a sentir un dolor en las costillas. Don Bernardo viajó desde la sierra hasta Ayotzinapa para asistir a una reunión de padres de alumnos y le llevó una identificación a su hijo, necesaria para la consulta médica. Bernardo tranquilizó de nuevo a su padre diciéndole que más allá de aquel pequeño dolor todo marchaba bien en su nueva vida, lejos del campo. Se despidieron con un abrazo.

Fue la última vez que Nardo vio a su hijo.

El 26 de septiembre, Bernardo y otros compañeros robaron dos autobuses y fueron a Iguala, a casi dos horas de Ayotzinapa, a botear -recaudar dinero para la escuela, una práctica habitual en la Isidro Burgos-. El objetivo final era acudir a la ciudad de México, donde se conmemoraría la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968, cuando el Ejército Mexicano reprimió las protestas estudiantiles en Tlatelolco, matando al menos a doscientas personas. Bernardo nunca llegaría a la capital del país.

Sus padres recibieron la llamada de unos familiares diciendo que había una balacera en Iguala y que los estudiantes de la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos estaban allí. Los padres llamaron al celular de Bernardo una y otra vez. Una y otra vez saltó el buzón de voz.

El 26 de septiembre, Cutberto Ortiz, 22 años, estudiante de primer curso, iba a visitar a su padre a San Juan de las Flores para celebrar su cumpleaños. «Somos como hermanos», nos dijo Óscar, el padre, sólo que el hijo era más alto, más cejudo y más patilludo. También más avezado para la carpintería y la albañilería. En agosto, Cutberto se mudó a Ayotzinapa después de pasar el examen de ingreso con un 8.7 de promedio. Su madre quería que se quedara en el pueblo. Estaba asustada porque la zona de la escuela, cercana a la capital de Guerrero, Chilpancingo, era peligrosa y prefería que su hijo trabajara entre los frijoles, el maíz y el arroz. Su padre, en cambio, quería que su hijo fuera todo lo que quisiera ser. Cutberto llamó a casa unos dias antes para explicar que no podía ir a celebrar a su padre porque tenía actividades con la escuela. El 26 de septiembre se subió a uno de los autobuses, igual que Bernardo, su vecino del pueblo, y nunca regresó. Su padre dice ahora que si encuentra a su hijo se lo llevará de regreso a San Juan de las Flores.

En Alpuyecancingo de las Montañas, Cristina preparó mole con carne de puerco, uno de los platos favoritos de su hijo, para celebrar el 16 de septiembre, fiesta nacional.

 Me cocinaste como si supieras que venía- le dijo Benjamín, que la visitó por sorpresa y por última vez ese fin de semana.

Dos semanas después, Cristina seguía con su rutina en el pueblo: cocinaba para la familia y cuidaba a una anciana. Hasta que su hermano compró el periódico y vio que su sobrino estaba en la lista de los muchachos que habían desaparecido. Cristina no se lo podía creer. Viajó hasta Ayotzinapa y el lunes llegó al portón de chapa negro de la Escuela Isidro Burgos, al lado de una pintada que decía: CUNA DE LA CONCIENCIA SOCIAL, donde le confirmaron la noticia. Nos hablaba rascándose el color de sus uñas medio despintadas. El rímel que delineaba con abundancia el contorno de sus ojos parecía corrido pero decía con su voz aguda que ese día no había llorado. Dijo que no tenía motivo porque su hijo estaba vivo.

Era 1 de noviembre. Día de Muertos. Padres y madres de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala llevaban más de un mes viviendo en la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos, ocupando los cuartos de sus hijos o los camastros habilitados en aulas y salas de reuniones. El edificio es un viejo complejo de piedra construido hace más de 80 años. Los padres ahora sólo lo abandonaban para hacer mandados, para marchar exigiendo que les devolvieran a sus hijos o para ir hasta la ciudad de México a escuchar las explicaciones de las autoridades, por ejemplo, del presidente Enrique Peña Nieto (quien no ha acudido nunca a la escuela).

Las puertas de madera del piso inferior están rotas, los cristales de las ventanas agrietados. La piedra enmohecida. La escuela no ha aguantado el rigor del tiempo y la falta de inversión. Aquí estudian chicos de dentro y de fuera del estado de Guerrero porque en la región es la escuela más económica de este tipo: instituciones que nacieron en la década de los veinte del siglo pasado para extender la educación de magisterio y se convirtieron en nidos de la revuelta social. Lo más nuevo del complejo son los murales sobre revoluciones y revolucionarios pintados en las paredes por los alumnos.

En la cancha de baloncesto había una ofrenda por las otras seis personas asesinadas ese 26 de septiembre -tres de ellas estudiantes de la escuela-: fotos de los muertos, veladoras, papel color morado, los pétalos anaranjados de la tradicional flor de cempasúchil. Una pancarta de José Guadalupe Posada (1852-1913), uno de los ilustradores más célebres de la Revolución Mexicana, representaba a un Don Quijote a lomos de un caballo esquelético: un caballero andante que vuelve de la muerte para hacer pagar sus fechorías a los malvados -el ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca, el ex gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre o el presidente de México, Enrique Peña Nieto-. Fotos colgadas de cuerdas retrataban protestas a lo largo del mundo exigiendo que a aquellos chicos que se los llevaron vivos los regresaran vivos. Al lado de la ofrenda, los padres se sentaban en sillas de plástico, formaban un círculo de pieles curtidas bajo el sol y manos callosas. Muchos tenían los ojos entornados, vencidos sólo por un momento al cansancio. Habían abandonado sus cosechas en la sierra. Algunos habían dejado atrás a sus mujeres, las desconsoladas madres de los jóvenes o a los abuelos incapaces de moverse por su avanzada edad. Al abuelo de Nardito ya le habían quitado a su hermano durante la llamada Guerra Sucia en los setenta, cuando las autoridades desaparecían guerrilleros con absoluta impunidad. Los padres y madres, al hablar, lo hacían entre el presente y el pasado imperfecto. Entre el que «quieren» sus hijos y el que «querían», que les «gusta» y que les «gustaba», entre el «son» y el «eran». Hablaban entre la esperanza de que sus hijos siguieran vivos y la lógica que decía que las autoridades los encontrarían en una de las fosas que proliferan en Guerrero, estado que es un cementerio.

Don Margarito, un hombre de cabello cano y cara enjuta que vestía siempre una chamarra de mezclilla, hablaba de animales salvajes. De cobardes. Decía con voz ronca que un hombre no atacaba a nadie desarmado y menos a unos niños: «Ojalá estuviera esa noche allá, armado». Lo que empezó como una aseveración de un tipo duro, acabó con un susurro quebrado por el dolor. A veces le podía la frustración porque le hubiera gustado arreglar las cosas como a un hombre.

A José Alfredo le dijeron que su hijo se había quedado sin cara, que uno de los tres estudiantes asesinados ese 26 de septiembre fue desollado vivo. «Mi hijo tenía una cicatriz en la cara, pero ahí no había cara». En la cabeza sólo quedaba el cabello, rapado, como el de todos los estudiantes del primer curso. Una novatada típica de la escuela. En la morgue José Alfredo observó durante unos instantes aquel cadáver sin rostro pensando que era Giovanni. Sólo cuando vio «la ropita» y no la reconoció se dio cuenta de que aquél no era su hijo. Todavía no podía comprender por qué Giovanni, un estudiante, desapareció «cuando a cualquier delincuente que se rinde se le perdona»

«Pongan en el libro que Iguala, la cuna de la Independencia, es ahora la cuna de la delincuencia -nos dijo-. Pongan en el libro que México ya no es más lindo y querido. Ahora es México, qué lindo y qué «herido».

José Alfredo, gorra de campesino, alambre de oro en una de las paletas de la dentadura, ojos melancólicos, decía que la vida discurre por un camino recto diseñado por Dios y que cuando uno se desvía de ese sendero se aparece el diablo. Pensó que a su hijo le pasó eso: tuvo un pequeño descuido y se le apareció Satanás.

El 26 de septiembre de 2014, un alcalde ordenó a sus policías que reprimiera a unos estudiantes. Los policías los detuvieron y se los entregaron a un grupo de traficantes. En Iguala no se sabía dónde acababa el Estado y empezaba el crimen organizado, si es que había alguna diferencia, y ese tipo de atrocidades se podían pensar y ejecutar. José Alfredo no estaba muy desencaminado cuando habló del diablo. La noche, según anunció el Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, en una rueda de prensa la semana siguiente al Día de Muertos, acabó con una hoguera prendida durante quince horas en un basurero, calcinando los cuerpos de 43 estudiantes. En un país habituado a que la policía «maquille» los hechos y los acomode a conveniencia de la clase en el poder, esa versión aún despertaría más desconfianza -en diciembre el semanario Proceso publicó una investigación que indicaba la participación de la Policía Federal en los hechos- pues hacía tiempo que monitoreaban a 10 de los 43 estudiantes por pertenecer a un grupo de ideología revolucionaria.

Los dos autobuses con alrededor de un centenar de normalistas llegaron a Iguala la tarde del 26 de septiembre. La ciudad es una plaza clave del narco, una puerta de salida para que la droga siga su camino al norte. Las tres vías de entrada estaban custodiadas por retenes de policía y la plaza vigilada por halcones -vigilantes- de Guerreros Unidos, el grupo de traficantes que dominaban el lugar. En cuanto los estudiantes pisaron la pequeña ciudad de 120 mil habitantes, las llamadas se sucedieron hasta el teléfono del alcalde, José Luis Abarca, 53 años, un advenedizo de la política que de joven vendió huaraches y sombreros de palma, durante dos décadas se consolidó como un importante joyero y empresario de la zona y en 2012 alcanzó la presidencia municipal. Según un miembro de la municipalidad, llegó al puesto por el padrinazgo de Lázaro Mazón, ex senador, al que muchos señalan como cacique de la zona. «El partido ponía una vaca (como candidata en las elecciones) y el partido ganaba», decía una fuente de la alcaldía parafraseando un viejo dicho sobre el legendario dominio del Partido Revolucionario Institucional (PRI). En esos días se rumoraba que podría ser el próximo alcalde, pero el hombre prefería mantenerse alejado del cargo: «mártir no soy», nos dijo. Uno de los familiares de Mazón, Luis Mazón, sustituyó a Abarca como presidente municipal después de la masacre. Duró cinco horas. Había declarado que temía por su vida. Abarca era un viejo enemigo de los estudiantes y de los activistas. Lo habían acusado de torturar y apretar el gatillo en 2013 contra Arturo Hernández Cardona, un líder campesino.

Aquel 26 de septiembre era un día importante para La Pareja, como se conocía en Iguala al alcalde y su esposa, María de los Ángeles Pineda. El, un tipo que apenas llegaba al metro y medio, dominaba los resortes del estado y, con más de veinte familiares en la nómina municipal, practicaba el nepotismo sin mesura. Ella, una mujer fría y altiva, hija y hermana de narcotraficantes pertenecientes al Cártel de los Beltrán Leyva, parecía controlar a los del crimen. Ahora quería candidatearse para proseguir la dinastía en la alcaldía. Pineda preparaba un gran acto-baile para ese día en el zócalo de la ciudad, un arranque extraoficial de su campaña política. Javier Monroy, activista que brinda apoyo a los familiares de desaparecidos desde hace siete años, recordaba que recibió varios mensajes al celular advirtiéndole que ese día había muchos civiles armados en Iguala. Nos explicó que una tradición entre los grupos criminales de Guerrero es aprovechar los eventos públicos para hacer un ejercicio de fuerza y atacar al enemigo. Unas semanas atrás, Guerreros Unidos había bloqueado el transporte colectivo desde algunos municipios vecinos a Iguala, controlados por la organización rival, Los Rojos. Esperaban una venganza. Un narcoalcade, una narcoprimeradama, narcopolicías, narconarcos, y estudiantes contestatarios sin bozales, que robaban autobuses, cerraban carreteras, atacaban municipalidades y recaudaban dinero más allá de la cordialidad, eran las premisas para que en vez de multar o mandar una noche al calabozo a unos estudiantes revoltosos, deviniera en el horror.

La balacera comenzó en el centro de la ciudad y se extendió hacia las afueras durante horas. Tali, una psicóloga de secundaria en una escuela de Iguala, recordaba que bajó a tomar un trago después del trabajo y la gente empezó a correr de vuelta a sus casas. Los habitantes huían mientras los policías cazaban estudiantes. Abarca había pedido refuerzos a la policía de Cocula, un municipio vecino con los mismos estándares de infiltración del crimen que Iguala. Entre los agentes locales y los vecinos, mataron a tres estudiantes. Uno de ellos, Julio César Mondragón, fue desollado vivo: le arrancaron la piel de la cara y los ojos y así lo dejaron morir. En la confusión también balearon e hicieron volcar un autobús donde viajaba un equipo de fútbol de Chilpancingo, Los Avispones. Murieron tres personas, una de ellas era un menor. Otro estudiante quedó en coma. Esa noche, 17 personas fueron heridas de bala, entre ellas un líder sindical, que regresaba a la capital de Guerrero con su chofer después de una reunión y quedó envuelto en la balacera. Al primero lo alcanzaron en un brazo, y perdió parte de la extremidad. Al chofer en el pie. Tuvo que conducir noventa minutos hasta llegar a un hospital. Todo Iguala escuchó la balacera, al parecer, menos el propio Abarca, que no contestaba las llamadas del gobierno del Estado, y los militares de la base situada en la ciudad, que, según la versión oficial, sólo salieron de esos muros cuando por fin llegó el silencio (aunque hay testigos que afirman que también participaron en la matanza). Los 43 estudiantes que desaparecieron esa noche fueron capturados y llevados a la comandancia de policía. Allí los agentes cambiaron las placas de sus coches y los trasladaron hacia las afueras, adonde hicieron la entrega a los sicarios. Los miembros de Guerreros Unidos apilaron a los estudiantes, aún vivos, en un camión y una furgoneta para el ganado. El relato de la noche se interrumpió durante 42 días, hasta que el procurador dijo que se los llevaron vivos pero que probablemente regresarían muertos.

Guerrero es uno de los estados más pobres de México, el principal productor de oro y amapola y el más violento del país. Miguel Ángel Jiménez, uno de los líderes de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), movimiento de autodefensa que aglutina a varios municipios que, cansados de la violencia, se han levantado en armas, se unió a la búsqueda de los 43 estudiantes desde los primeros días. En una noche cálida de noviembre, Jiménez, vestido totalmente de blanco y con sandalias de cuero, dijo que la desaparición de los 43 «es sólo la gota que derramó un vaso que lleva mucho tiempo lleno». Varios de sus compañeros de la UPOEG habían desistido de acompañarlo porque tenían miedo: fuera de sus comunidades deben ir desarmados. Hacía un par de días, durante una jomada de búsqueda con la policía, llegó a un río. Antes de cruzar, el comisario de la zona le dijo que los que surcaban el caudal abordo de una lancha eran de la maña -el crimen-. Minutos después se pararon en la cercanía de una cueva conocida como La Junta. «Nos dijeron que ahí no podíamos entrar -se quejaba Jiménez-. Estoy convencido de que había muchos muertos». Más adelante, declararía: «El gobierno no hace nada. Yo me metí a esto porque no quiero el infierno que veo delante de mí».

Un par de noches antes de la charla con Jiménez, el activista Javier Monroy. que llevaba acampado en la plaza central de Chilpancingo desde el 27 de septiembre elaboró una ofrenda «de resistencia» para los estudiantes de Ayotzinapa y para todos los demás». En 2007, su amigo Jorge Gabriel Zerón desapareció en el centro de la ciudad. Desde entonces se volcó en su búsqueda y ha apoyado a varias familias. Durante más de siete años, cansado de la inconsistencia de las cifras oficiales, llevó la contabilidad de los desaparecidos de Guerrero a través de las noticias de dos periódicos locales: 600 personas. «Las autoridades están desapareciendo a los desaparecidos de las listas». Monroy y su asociación, el Taller de desarrollo comunitario (Tadeco), sufrieron el acoso del gobierno y la prensa cuando denunciaron que en Guerrero el narco no era un estado paralelo, sino la misma cosa, y que las fosas proliferaban. El pensamiento generalizado, nos dijo Monroy, era que si a alguien le ocurría algo es que se lo había buscado. Los acusaron de proteger a traficantes y vender droga en una papelería y un cibercafé que regentan. «Ahora ya no pensarán que mentimos», Monroy hablaba en referencia a la matanza de Iguala. Al lado de la ofrenda, Graciela Ledezma, periodista de 38 años, contaba que llevaba ocho años buscando a su hermano. El 22 de diciembre de 2006 Carlos se fue a Cuernavaca para comprar regalos en el Sam’s. En el camino de regreso desapareció. Graciela ha tenido que pagar la gasolina de los inspectores, la tinta para que puedan escribir sus reportes y decía que cada vez que cambian de investigador, el caso empieza de cero. Lo único que encontraron de su hermano, en una cuneta de la carretera federal, fue la ropa que llevaba aquel día. Graciela siente que se ha enfermado por la preocupación. Tiene cáncer. «Tenemos la sensación -decía Monroy- de que en Guerrero todo el mundo conoce a alguien que ha desaparecido».

Hasta diez mil policías llegaron a Iguala en las siguientes semanas para incorporarse a la búsqueda de los estudiantes. Por el camino se encontraron decenas de osamentas sin nombre. Eran 43 y muchos más. Guerreros Unidos había poblado de tumbas los alrededores de la ciudad. En la colonia San Miguelito, un lugar de calles de terracería y casas de chapa y madera, en el que un terreno solo cuesta unos diez mil pesos, Ernesto Pineda, el fundador de la colonia, ligada al Partido de la Revolución Democrática (PRD), dijo públicamente en abril: «el cerro Gordo (a diez minutos en coche de San Miguelito) es un panteón». Lo que pasó en los siguientes días podría estar o no ligado a su declaración: policías ministeriales balearon su casa ese mismo mes. Lo acusaron de secuestro, le dieron una golpiza y lo recluyeron en el penal de Acapulco. Al poco tiempo, dos sicarios mataron a su hermano en su casa. Una anciana que se había mudado a la colonia después de que su hija le comprara el terreno a Pineda, nos comentó: «Con nosotros era buen hombre, pero una escucha tantas cosas que ya no sabe». La señora tuvo que vivir durante un tiempo oliendo los vapores que desprendía una casa de carrizo a pocos metros de su hogar un laboratorio para procesar heroína, desmantelado también en abril. En la otra cuadra todavía se mantenía en pie el almacén donde se guardaban los químicos, una casa de cemento con dos pequeñas ventanas sin cristales. Al seguir el camino que subía el cerro aparecían las fosas. En la orilla, un hombre, su mujer y su hijo, se resguardaban del sol bajo un árbol. Aún en noviembre, época templada, el termómetro llegaba hasta los 30 grados en esta región desértica de Guerrero. En abril pasado la Procuraduría del Estado desenterró ahí nueve fosas. Hallaron 19 cuerpos. Más arriba, en la zona conocida como la Joyita, los agentes de la Procuraduría General de la República (PGR) encontraron nueve cuerpos más. En mayo se habían descubierto otros nueve. Al lado de las fosas ya excavadas, la policía acordonaba otra zona. Sobre las piedras que salpicaban pedazos de tierra removida se leían pintadas con spray rojo: posibles fosas. Una cruz de madera bajo un árbol recordaba a esos muertos sin nombre.

En el Cerro Viejo, otro lugar a las afueras de Iguala un anciano al lado de una tienda de abarrotes aseguraba que aquello también era un panteón y que la policía debía buscar en las cuevas de la zona. «Está lleno de muertos», dijo. Kilómetros más arriba, la PGR encontró 30 cadáveres más enterrados en fosas clandestinas. Para llegar hasta ellas había que caminar durante 20 minutos por un sendero de piedras y tierra rodeado de vegetación espesa con un ancho en el que apenas cabía una persona y la mitad de otra. En ese canino dos policías ministeriales nos detuvieron. Cuando le preguntarnos a uno de ellos por qué la policía estaba tan infiltrada por el crimen, respondió que «a veces no te dan otra opción». Dijo algo más hondo: «Estamos unidos con un hilo a la muerte». Mientras caminaba por el sendero se quejaba de que él también conocía a muchos compañeros muertos, desaparecidos y dejó entrever el miedo a que un día le tocaría a él o sobre todo a su familia.

El día anterior, en el tercer cementerio de Guerreros Unidos, el basurero de Cocula, una veintena de marinos impedía el paso a la zona. Después de 42 días encontrando otros cuerpos, los estudiantes presuntamente habían aparecido allí. Muertos. En bolsas de basura.

En pequeñas ciudades como Iguala la plaza central conserva el significado de un lugar donde se comparte la vida de los vecinos y se festeja a la comunidad, pero el idioma del narco ha tergiversado la palabra plaza hasta convertirla en un término bélico, un espacio que si se franquea equivale a la muerte. Cuando los policías entregaron los estudiantes a los sicarios, la misma lógica macabra convirtió a los futuros maestros en traficantes de drogas. «El Cabo Gil», jefe de sicarios de Guerreros Unidos, telefoneó a su líder, Sidronio Casarrubias, y le preguntó que hacía con los chicos. Casarrubias dijo que «en defensa de su territorio» le daba permiso para ejecutarlos. De acuerdo a la versión que dieron tres de los señalados como sicarios involucrados en la masacre, los estudiantes, apilados en el camión y la furgoneta, fueron trasladados al basurero de Cocula. Al menos quince de ellos llegaron muertos. Los arrastraron cogidos de las piernas y los pusieron en el suelo. Al resto los obligaron a bajar de los vehículos con las manos en la cabeza y a tumbarse. Los sicarios les volvieron a preguntar si pertenecían a Los Rojos, y los estudiantes, asustados, respondieron una vez más que sólo eran estudiantes. No sirvió de nada. Les dispararon e hicieron caer sus cuerpos por una barranca. Los hombres de Guerreros Unidos contarían después a las autoridades con una pasmosa tranquilidad que comenzaron a construir un círculo de piedras, que pusieron llantas y madera y encima colocaron los cuerpos, que los rociaron con combustible y prendieron una hoguera que duró casi quince horas. Al día siguiente, echaron tierra sobre la pira, despedazaron los restos calcinados de los estudiantes y los guardaron en ocho grandes bolsas de basura. Después las tiraron al río.

Unas horas después de que el Procurador General de la República, Murillo Karam, anunciara la versión oficial de los hechos en rueda de prensa, los familiares de los 43 estudiantes volvieron a hablar. Dijeron que hasta que no tuvieran la certeza, un análisis de ADN de un resto calcinado al que llorar, para ellos sus hijos estarían vivos. Seguirían hablando en tiempo presente.