¿Enésimo sobresalto? ¿Regresión de la democracia? ¿Despertar de las conciencias? ¿Cómo impedir nuevas muertes y que mentes tan manipuladas como decididas a matar sigan quebrando destinos? Se perfila en este momento lo que está en juego desde enero y noviembre de 2015, o sea el futuro de nuestra sociedad. El presidente de la República ha declarado a Francia «en guerra», tanto en el frente externo como en el frente interno.

La fuente de esta «guerra» tiene su raíz, en primer lugar, en la geopolítica: la bancarrota de los Estados, la corrupción y las convulsiones que sirven de caldo de cultivo a monstruos como Daesh [1]. Interrogar a esta geopolítica equivale a interrogarnos nosotros mismos, los franceses, sobre los desórdenes del mundo. Es a esta nueva escala que tenemos que cortar de inmediato las fuentes de financiamiento del grupo «Estado Islámico». Es a ese nivel que tenemos que revisar nuestras alianzas –incluyendo en materia de comercio de armas– con Estados sobre los cuales lo menos que puede decirse es que mantienen actitudes ambiguas, por no decir que están directamente implicados en los actuales incidentes.

Es, en definitiva, a ese nivel que hay que aplicar eficazmente una política diferente de reconstrucción y de desarrollo. En general, hay que convertir en actos una nueva doctrina que podría resumirse de la siguiente manera: «el desarrollo de ellos es nuestra seguridad».

Existen además los problemas franceses que llevan jóvenes franceses manipulados y adoctrinados en un contexto de divergencia con la República, a convertirse en asesinos que odian su propio país. Todavía ultraminoritarios, se conocen entre sí y se radicalizan. Tendremos que salir lo más pronto posible de los discursos de tribuna sobre nuestros barrios populares para dedicarles, desde ahora, creaciones de nuevos puestos de trabajo para las políticas públicas de la ciudad, emprender acciones sociales, y crear en el sector de la enseñanza los puestos que hoy dedicamos a la policía y el ejército –sectores estos últimos en los que nunca nos detienen los gastos, como si fuesen más importantes.

Pero, por el momento, es conveniente que el Parlamento se pronuncie –este jueves 19 de noviembre– sobre la prolongación del estado de urgencia por 3 meses, o sea sobre una «ley de excepción», ley sobre la cual el primer ministro aún decía el 13 de enero de 2014 que no era compatible con el espíritu de nuestra República. El proyecto del gobierno –presentado incluso antes del término de 12 días legalmente previsto e iniciado el 13 de noviembre– pretende reforzar las capacidades coercitivas de la administración y los poderes de la policía, así como endurecer las condiciones de detención de las personas sospechosas, condiciones establecidas desde 1955. El apresuramiento caracterizará la deliberación de los legisladores sobre una severa restricción de nuestras libertades públicas, de nuestras distracciones y salidas, de nuestras manifestaciones de solidaridad, de nuestro derecho a reunirnos. Conforme a la ley de 1955, esas restricciones pueden producirse en cualquier momento, incluso de forma permanente, por decisión del prefecto [2].

Aquellas y aquellos que dan por sentado que las libertades pueden (o deben) pasar a un segundo plano ante la supremacía de la seguridad tienen el mérito de ser coherentes. Es un viejo debate que existe en Francia desde 1789. Pero para aquellas y aquellos que, numerosos en palabras, han afirmado con fuerza que la democracia sólo puede ganar siendo ella misma, sin limitar ni en lo más mínimo los derechos y las libertades, constituye una grave contradicción defender hoy lo contrario en la adopción de una ley: ¿Prohibir potencialmente las manifestaciones de la ciudadanía es acaso asumir nuestra democracia? ¿Es acaso una demostración de audacia prohibir reuniones públicas en momentos en que los franceses sienten la necesidad de hablar, de hablar entre sí, para entender? Más que nunca, lo que necesitamos hoy es que la sociedad movilizada se ponga en movimiento. Por supuesto, para hacer vivir la democracia, pero también para conducir a los ciudadanos en contra de los desórdenes del mundo y de los monstruosos fanatismos provocados por esos desórdenes. Una sociedad no puede vivir en prisión domiciliaria.

Por supuesto, la República debe ser capaz de defenderse. Contrariamente a lo que afirman los partidarios de un viraje neoconservador, ya disponemos de un arsenal judicial y represivo muy denso, que además ha sido revisado más de 11 veces en 10 años. ¿Saben ustedes, por ejemplo, que las investigaciones que condujeron a las operaciones de policía realizadas el miércoles en Saint-Denis fueron realizadas independientemente del estado de urgencia, en un estricto marco judicial y de investigación penal? «Sí, pero mañana, pasado mañana… ¿Cómo vamos a hacer?», nos dicen a veces del lado de quienes se sienten más seguros cuando ven un uniforme, incluso aunque estén conscientes del efecto poco persuasivo que las disposiciones de seguridad en la calle puedan tener tratándose de terroristas decididos, al extremo de hacerse volar ellos mismos en pedazos.

En primer lugar, es necesario aplicar el código de procedimiento penal que autoriza –ya en este momento–, en el marco de la lucha antiterrorista, la posibilidad de realizar registros nocturnos e incluso la utilización de técnicas especiales de investigación que el estado de urgencia no permite (escuchas, micrófonos, vigilancias, etc.). Por cierto, el ministerio de Justicia ya ha ordenado dar la prioridad a los casos de terrorismo.

Es además hora de cambiar de estrategia de seguridad, por ejemplo, asignando varios miles de policías y gendarmes, hoy utilizados con muy poco eficacia en el plan Vigipirate –que en opinión de todos los especialistas tiene como principal objetivo tranquilizar al francés común–, a la realización de las investigaciones y al seguimiento de sospechosos… algo que seguramente apreciarían jueces y policías, elevaría nuestra eficacia y serviría de prueba a nuestros ciudadanos.

Las acciones de la justicia y de la policía han mostrado que la necesidad prioritaria de medios y de coordinación entre los diferentes servicios era evidentemente más importante que los exorbitantes dispositivos de derecho común concedidos a los servicios de seguridad, como por ejemplo la más reciente ley de inteligencia o una duración anormalmente larga de un estado de urgencia.

Para terminar, mencionaré lo que considero un importante obstáculo a la hora de dar mi aprobación para prolongar [el estado de urgencia] por 3 meses (duración por cierto tan arbitraria como inexplicada por el gobierno): el apresuramiento en tratar de modificar la Constitución, nuestra Ley Fundamental, precisamente cuando el comandante en jefe [el presidente de la República] de las fuerzas armadas acaba de declararnos «en guerra» y mientras Francia estará bajo el estado de urgencia.

Ninguna democracia moderna modifica sus reglas más importantes precisamente en un periodo donde lo que impera es la posibilidad de una derogación de esas mismas reglas. Sin entrar siquiera a analizar el contenido mismo de las modificaciones, algunas de las cuales retoman viejos reclamos del bloque reaccionario (anulación de la nacionalidad, presunción de estado de legítima defensa para los policías –lo cual equivale a autorizarlos a matar–), no podríamos, respetando realmente el espíritu republicano, aceptar proceder a esas modificaciones sustanciales del derecho fundamental precisamente bajo la aplicación de una ley de excepción.

Esta última exigencia de separación de los tiempos de nuestra democracia ha sido rechazada por el primer ministro, razón por la cual votaré contra la prolongación por 3 meses de un estado de urgencia que va más allá de los poderes administrativos excepcionales y que será aplicado sin verdadero control democrático.

[1Daesh es el acrónimo árabe del Emirato Islámico, también designado en Occidente como «Estado Islámico», o través de siglas como EI, ISIS, ISIL, EIIL. Nota de la Red Voltaire.

[2En Francia, el prefecto es un funcionario, designado por decreto por el presidente de la República, en el marco del consejo de ministros y por proposición del primer ministro y del ministro del Interior, que representa el Estado central en los departamentos o regiones. Entre otras funciones, ejerce el control de las fuerzas departamentales de policía.