La ostensible debilidad mostrada por la demanda, la cual afectará al ritmo y el nivel del crecimiento económico en lo que resta de 2016, contrasta con el reciente optimismo derrochado por el subsecretario de Hacienda, Fernando Aportela.

A finales de mayo, este funcionario dijo que en el primer trimestre de 2016 “se dio una aceleración del crecimiento”, pese al entorno externo adverso. La economía mexicana, añadió, mostraba signos de “solidez, de crecimiento balanceado, con generación de empleos”.

Aun así, el subsecretario Aportela trasladó hacia el exterior los riesgos que se ciernen sobre el país y que pueden abortar el curso económico: la lenta expansión internacional, el bajo precio de las materias primas y la divergencia en las políticas públicas de los países avanzados.

Nada dijo, empero, de los peligros locales que acechan. Por ejemplo, el deliberado retorno de la ortodoxia fiscal; el efecto depresivo de los tres recortes del gasto público de este año (135 mil millones de pesos presupuestado originalmente, 132 mil millones anunciado en febrero y 31 mil millones dado a conocer apenas la semana pasada), los cuales han contribuido a frenar el ritmo y el potencial del crecimiento, que por cierto es mediocre; el deslizamiento del aparato productivo hacia una nueva recesión, así sea tenue y de escasa duración. De por sí, el estancamiento crónico ha sido el signo sexenal del priísmo resucitado, del fracasado panismo y del ciclo neoliberal (1983-2018).

Pero como dijera Marx: hasta lo más sólido se desvanece en el aire. La continuidad se pierde y se impone la tendencia a lo transitorio y lo efímero en todas las cosas.

Lo único “balanceado” es la desaceleración sincronizada de los llamados “motores”, interno y externo, de la economía: la demanda local y las exportaciones de los bienes y servicios, lo que inevitablemente meterá en la congeladora al crecimiento.

Según datos recientes del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), en el primer trimestre del año la demanda total real anual desestacionalizada (elimina las diferencias en los días laborados y otros elementos anómalos para homogeneizar las estadísticas y la comparación de periodos) creció en 2.3 por ciento, contra la tasa de 3.6 por ciento del mismo lapso de 2015. La demanda registró su nivel más bajo para un trimestre en los últimos 24 meses. Sólo es superada por la tasa de 1.4 por ciento alcanzada en enero-marzo de 2014.

En apariencia, la variación desfavorable de la demanda no parece significativa; sin embargo, los diferentes grados de deterioro de sus componentes manifiestan y refuerzan su tendencia descendente y la de la economía en su conjunto.

El “motor” externo se atascó desde el 2014.

Para una estructura productiva orientada hacia el exterior y monodependiente de la demanda estadunidense (en el primer cuatrimestre de 2016 se colocó el 82 por ciento de las ventas externas en ese mercado; en el mismo lapso de 2013 había sido el 80 por ciento), cualquier síntoma de flaqueza del crecimiento internacional suele ralentizar el “motor” de la expansión mexicana. Desde luego la magnitud del efecto negativo depende de la caída externa. De por sí, la dinámica foránea ha sido mezquina después de la crisis sistémica de 2008-2009.

El Fondo Monetario Internacional recién disminuyó sus expectativas del crecimiento. Para la economía mundial bajó la tasa de 3.4 por ciento a 3.2 por ciento en 2016, y de 3.6 por ciento a 3.1 por ciento en 2017. Para Estados Unidos de 2.6 por ciento a 2.4 por ciento, y de 2.6 por ciento a 2.5 por ciento en los años citados. Para México la ubicó de 2.6 a 2.4 por ciento, y de 2.9 a 2.6 por ciento.

En términos de valor, el comercio internacional aumentó 22 por ciento en 2010, en 2012-2014 se estancó (casi cero por ciento) y en 2015 se desplomó en 13 por ciento, según datos de la Organización Mundial de Comercio, debido sobre todo a los malos precios de las materias primas. Para 2016 y 2017 ese organismo estima que será de alrededor de 3 por ciento.

Esos pronósticos y la volatilidad de los mercados financieros son nocivos para México, que ya resiente sus estragos. En enero-abril de 2015, las exportaciones acumuladas totales nacionales habían decrecido en 0.7 por ciento. En el mismo lapso de 2016, cayeron en 6.7 por ciento. Las petroleras se desplomaron en 46 y 42 por ciento en los mismos periodos. Las no petroleras que habían atenuado el colapso de los hidrocarburos, aumentaron 5.6 por ciento en el cuatrimestre citado de 2015. Pero en el mismo periodo de este año retrocedieron 4 por ciento. Las ventas en Estados Unidos dejaron de crecer en los mismos meses del año anterior y en los de este registran un signo negativo de 5 por ciento.

Lo anterior es sin duda relevante, porque a principios de 2016 las exportaciones reales de bienes y servicios participaron con el 25 por ciento de la demanda total mexicana. En 1993 representaban el 13.4 por ciento. Con relación al PIB, su peso se elevó de 15 a 35 por ciento.

En el primer trimestre de 2015, tales exportaciones crecieron en 12.3 por ciento, 3.5 veces más que la tasa de la demanda y casi 5 veces más que la del crecimiento económico (3.6 por ciento y 2.6 por ciento, respectivamente). A partir de ese momento disminuyeron trimestralmente, y en enero-marzo de 2016 arrojaron una tasa de 3.5 por ciento, la demanda total creció 1.3 por ciento y el PIB 2.8 por ciento.

Lo anterior no es novedoso. Debido al “rebote” postcrisis, en 2010 esas exportaciones reales crecieron en 21 por ciento. Luego declinaron, y en 2015 aumentaron 9 por ciento. Esto puede indicar el fin del modelo primario y de ensamblaje exportador.

Desde luego, la declinación de las exportaciones se debe al petróleo, que en los trimestres citados pasó de una variación positiva de 6.7 por ciento a una negativa de 8.4 por ciento. Pero las no petroleras también se desaceleraron: su crecimiento pasó de 12 por ciento a 1 por ciento. No sólo se redujeron las ventas externas de bienes agropecuarios y mineros. Las manufacturas, que representan el 95 por ciento de las exportaciones no petroleras, pasaron de un crecimiento de 11.4 por ciento a un decrecimiento de 0.1 por ciento.

La industria automotriz juega un papel relevante en la debilidad de las exportaciones manufactureras. En enero-mayo de 2016, sus ventas foráneas cayeron 7.1 por ciento respecto del mismo lapso de 2015. Se vendieron externamente 82.3 mil autos y camiones ligeros. Las destinadas en América del Norte decrecieron 2.2 por ciento, en 27 mil unidades. Como se sabe, el mercado estadunidenses absorbe el 79 por ciento de las exportaciones totales.

Pero la declinación de la demanda y el nada decoroso crecimiento no se debe exclusivamente a las adversidades económicas y comerciales externas, la incertidumbre y la volatilidad de los mercados financieros y la asincronía de las políticas de los gobiernos de las potencias capitalistas.

Inevitablemente, los países subdesarrollados, eufemísticamente calificados como “emergentes”, dependientes y subordinados a la economía mundial, han resentido y amplificado las secuelas del desorden internacional. La mayoría se han hundido en la recesión —Brasil, Argentina, Sudáfirica— o se encaminan hacia ella, como es el caso de México.

El “motor” interno es inútil para compensar al externo

La desaceleración de la demanda también se explica por los recortes del gasto público que, adicionalmente, ha “desanimado” al empresariado, sobre todo al gran capital, siempre ávido por hacer negocios y jugosas ganancias con el presupuesto.

El bajo poder de compra de los salarios reales ha sido una constante que gravita onerosamente sobre el ritmo de la demanda, aunque había sido más que compensado con el traslado de parte de la producción hacia el mercado internacional.

Sin embargo, al gobierno y los empresarios no les interesa reanimar el mercado interno con una política sistemática de recuperación de los ingresos reales de las mayorías. La contención salarial es vital para reducir la inflación y los costos de producción de las empresas asentadas en territorio nacional.

El deterioro de las exportaciones de bienes y servicios no fue compensado con el consumo interno real, ya que éste pasó de un crecimiento de 3.1 por ciento a 1.3 por ciento entre el primer trimestre de 2015 y 2016.

Su lugar fue ocupado por las exportaciones

La declinación del consumo se debe básicamente al gasto público, aun cuando su peso en la demanda total y como proporción del PIB se ha reducido sensiblemente, y actualmente es de 8 y 11 por ciento, respectivamente. El consumo estatal pasó de un crecimiento de 3.3 por ciento a un decremento de 0.1 por ciento, el cual no fue contrarrestado por el consumo privado, que también disminuyó de 3.3 a 2.9 por ciento. La demanda de bienes duraderos y semiduraderos producidos en el país ha caído, no así los importados, lo que implica un proceso de desplazamiento.

El subsecretario Aportela juega con las estadísticas del INEGI para tratar de demostrar que la economía se expande y no declina. El PIB desestacionalizado en el primer trimestre de 2015 fue de 22.5 y en el mismo lapso de 2016, de 2.8 por ciento.

Así, no sólo se esfumó la mediocre meta de 2016, sino también la quimera que suponía que con las contrarreformas estructurales el país llegaría a tasas de 5 por ciento al cierre del sexenio. Todo se reduciría a la modesta tasa media anual sexenal de poco más de 2 por ciento, similar al potencial medio del neoliberalismo, un tercio del maldito periodo del “nacionalismo revolucionario”.

Fuente
Contralínea (México)