Los supuestos beneficios que, según Luis Videgaray, Agustín Carstens, Enrique Peña, Ildefonso Guajardo, los grandes empresarios y los analistas del sector privado, llegarían con las recurrentes “depreciaciones” del peso frente al dólar estadunidense y otros signos monetarios –el eufemismo con el cual ahora se denominan a las devaluaciones–, registradas sobre todo a partir del segundo semestre de 2014, siguen sin aparecer por ningún lado: el aumento de las exportaciones, un mayor crecimiento económico y la mejoría en el nivel de empleo formal.

La realidad evoluciona en sentido contrario a la lógica esperada por la teología económica neoliberal que seduce y perturba la razón de Videgaray y Carstens, los responsables de la política económica.

El escenario comercial escapa de sus nobles deseos. El valor de las exportaciones de mercancías acumuladas en enero-mayo no se elevó; por el contrario, se desplomó 5 por ciento, en 7.8 mil millones de dólares (MMD). En total sumó 146.9 MMD contra los 154.7 MMD recibidos en el mismo lapso de 2015, según los datos más recientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).

Es natural pensar que lo anterior se explique por la catástrofe petrolera. Los bajos precios internacionales y el menor volumen exportado provocaron que las petrodivisas captadas fueran 38.7 por ciento menos respecto de los meses señalados del año anterior. La diferencia en contra fue por 4.1 MMD. Con ello continuó el deterioro de esos ingresos registrado en 2015, cuando entre enero y mayo cayeron 44.6 por ciento respecto de 2014, equivalente a 8.5 MMD.

Sin embargo, la mengua exportadora dejó de ser la tendencia exclusiva de los hidrocarburos (petróleo crudo y sus derivados), desde junio de 2014, con el inicio del colapso del mercado petrolero internacional, cuando sus divisas captadas empezaron a declinar sensible y sistemáticamente. En sentido estricto, ello se inició a partir de marzo de 2012.

A esa dinámica se sumaron las exportaciones no petroleras. En los 5 primeros meses de 2016 decrecieron 2.6 por ciento. Es su primera contracción desde el colapso sistémico de 2009.

Los productos agropecuarios crecieron 10.6 por ciento y los extractivos disminuyeron 17 por ciento. Pero su peso relativo en las exportaciones totales son escasamente relevantes: apenas contribuyen con el 6 por ciento y el 1 por ciento, respectivamente.

La historia de las manufacturas, dominadas por las grandes corporaciones nacionales y transnacionales y el ensamblaje, es más sugestiva, pues representan el 90 por ciento de las ventas externas de mercancías. En 1990 equivalían al 74 por ciento y las petroleras al 19 por ciento. Ahora éstas últimas participan con el 4.4 por ciento.

Es la “despetrolización” traumática del comercio exterior, forzada a golpes de la crisis del mercado internacional de hidrocarburos, la deliberada e irracional sobreexplotación de los yacimientos locales que ha provocado la caída de la producción y de las reservas probadas y el saqueo fiscal de Petróleos Mexicanos (Pemex) que tienen al bode de la muerte a la empresa y la industria, como parte de la estrategia neoliberal de su destrucción para justificar su reprivatización y entrega al pillaje de los grandes capitales nacionales y extranjeros.

Mes a mes, desde diciembre de 2014, las exportaciones manufactureras se han desacelerado y a partir de agosto del año pasado arrojan tasas negativas de crecimiento. Aunque en mayo de 2016 muestran una modesta recuperación (2.4 por ciento), ella no impide que en los primeros 5 meses acumulara una tasa negativa de 3 por ciento. Su primer retroceso desde 2009, cuando cayó 27 por ciento. En términos de valor, entre los meses citados de 2015 y 2016 caen de 136.2 MMD a 132 MMD, en 4 MMD.

De las 11 divisiones que integran al sector manufacturero, sólo tres de ellas, la fabricación de otros productos minerales no metálicos, equipo profesional y científico y aparatos de fotografía óptica y relojería, además de la subdivisión de equipos para la agricultura y ganadería, de la división productos metálicos, maquinaria y equipo, manifiestan todavía un crecimiento, aunque no sería extraño que a estas alturas lo hayan perdido. Pero apenas representan el 6 por ciento de las exportaciones totales.

El resto, las industrias de alimentos, textil, de la madera, papel, química, plásticos, siderúrgica, minero metalúrgica, productos metálicos maquinaria y equipo –con sus subdivisiones de otros transportes y comunicaciones, automotriz, maquinaria y equipo especial para industrias diversas, productos metálicos de uso doméstico y equipos y aparatos eléctricos y electrónicos– y otras industrias manufactureras, se ha desacelerado o desplomado.

El segmento de productos metálicos maquinaria y equipo, que aporta el 69 por ciento de las exportaciones cayó 4.4 por ciento. Sus dos subdivisiones más importantes, las industrias automotriz y de aparatos eléctricos y electrónicos, dominadas por las transnacionales, y que representan el 31 por ciento y el 17 por ciento de las ventas externas, decrecieron 3 por ciento y 18 por ciento, en cada caso.

A mediados de agosto de 2015, Peña Nieto dijo que “a veces asociamos mucho el que el tipo de cambio se mueva con que estamos (sic). La verdad, así como evidentemente esto genera cierto escozor entre la gente, también es positivo, le da a nuestro país condiciones de mayor competitividad”.

En un tono similar, poco antes, en enero del mismo año, Gerardo Gutiérrez, dirigente del Consejo Coordinador Empresarial, había dicho que la depreciación del peso “ayudará a la base exportadora, sobre todo [debido] la solidez que muestra la recuperación económica de Estados Unidos”.

En un informe de abril-junio 2015, el Banco de México decía: “una ventaja de un tipo de cambio flexible [es que] ayuda a la economía a absorber choques externos y eso se logra en la medida que haya una depreciación del tipo de cambio real”, además de que puede mejorar el dinamismo exportador y la producción industrial”.

La fe religiosamente ciega en las supuestas virtudes de la depreciación de Videgaray y Carstens se basa en una racionalidad trivial.

Por principio, se supone que la cara de la desgracia de la depreciación sólo se debe a factores externos: la decisión de la Reserva Federal estadunidense de terminar con su política monetaria de tasas de referencia de casi cero por ciento en favor de su aumento gradual y dosificado; el desplome de los precios de las materias primas, entre ellos los del petróleo; la contracción del crecimiento chino y la devaluación de su moneda para tratar de reanimar a su economía; el llamado efecto del Brexit; los nuevos síntomas recesivos de la economía internacional que no ha logrado superar los efectos del colapso sistémico de 200-2009 y la consecuente debilidad del comercio mundial.

Esos y otros elementos han provocado desde el segundo semestre de 2014 un ambiente de incertidumbre global y reiterados ataques de pánico entre los asustadizos inversionistas y especuladores que han redundado en los violentos altibajos bursátiles; la fuga masiva de los mercados de dinero de los países subdesarrollados a los industrializados, sobre todo hacia los Estados Unidos; el alza de los réditos nacionales en simetría a los estadounidenses; la revaluación del dólar estadunidense y la devaluación masiva de monedas frente a aquella paridad; la pérdida de divisas de los países atrasados, ya sea por la salida de capitales o la caída de los precios de sus exportaciones que ha ampliado sus déficits externos, situación complicada por la escasez y aumento del costo del crédito foráneo necesario para financiarlo; las dificultades o crisis fiscales de dichos estados ante los menores ingresos recibidos por esa vía, quebrantos agravados por sus políticas tributarias regresivas y la menor recaudación asociada al débil crecimiento o las recesiones en las que se han hundido.

Pero al mal tiempo le pusieron buena cara.

Han alabado las “bondades” de la libre flotación libre como si fuera la piedra filosofal. Según dicen, ella ha contribuido a atenuar los efectos de los choques externos. A la pérdida de valor del peso frente a una extranjera como el dólar estadunidense o el euro la llaman técnicamente “depreciación” para diferenciarla de la “devaluación”, aunque en los resultados se parezcan. Esta última es resultado de un esquema donde el gobierno determina un nivel de la paridad y, por razones como las anteriores, se ve obligado a abandonarla y fijar un valor nominal más alto que será su nueva línea de defensa. En aquel, el precio de la moneda está determinado por el “libre cambio”, la oferta y la demanda. El “mercado” es el que determina el valor y sus variaciones. El banco pasivo central sólo ayudará a tratar de mantener la estabilidad por medio de la compra-venta de divisas de sus reservas, o el alza o la baja de sus réditos.

Adicionalmente, al igual como se dice después de una devaluación, añaden que con la depreciación mejorará la competitividad de la producción al abaratarse el precio de las exportaciones, se encarecerá el de las importaciones lo que reducirá el déficit externo y la necesidad de financiamiento foráneo y favorecerá la producción local y el empleo.

Como dijo Carstens en agosto de 2015, normalmente existe una “alta correlación histórica entre la inflación y la depreciación cambiaria”, pero ella se “rompió hace más de una década gracias a la autonomía del Banco de México”. Ahora, con grata sorpresa, observa “una inflación baja y estable”, aunque luego reconoce que es la “demanda agregada débil”, el consumo y la inversión internos, lo que “ha contrarrestado algunos costos mayores en insumos importados causados por la depreciación de la moneda nacional”.

Esa “débil demanda”, empero, no impidió que Carstens, atormentado por la inflación, elevar la tasa de referencia del banco central a la que le seguirá el aumento de los demás intereses financieros que terminará de vapulear a dicha demanda y a los deudores. Con un agravante adicional: ya se resiente el alza de los precios de las importaciones, hecho que hermana a la depreciación y la devaluación.

No será una devaluación, pero las secuelas de la depreciación son las mismas; y, tarde o temprano, tenían que aparecer las presiones inflacionarias, contenidas por la represión de la demanda; y también el uso de las mismas medidas postdevaluatorias: el alza de los réditos para tratar de domarla y que, igualmente, afectará al crecimiento. Todos, incluso Videgaray y Carstens, ya lo aceptan.

Aunque teman llamar por su nombre al efecto: recesión con inflación.

El nuevo recorte al gasto público busca contener la inflación, aunque acelere el ciclo recesivo.

Qué otra cosa podía esperarse si la depreciación media nominal fue de 19 por ciento en 2015 y es de 14 por ciento en lo que va de 2016; 37 por ciento acumulado. La paridad media pasó de 13.29 pesos por dólar (pd) a 18.06 pd, de 17.74 pd a poco más de 19 pd a final de periodo.

Ello es una macrodevaluación.

Videgaray y Carstens estimaban una paridad media de 13 pd para 2015 y 15.9 pd para 2016.

Siempre calcularon una tasa de depreciación igual o menor a la tasa de inflación anual. En ese atraso cambiario descansaba la estabilidad de precios.

Manuel Herrera, de la Confederación de Cámaras Industriales (Concamin), acaba de decir que la paridad aumentó los costos de producción y precios de diversos bienes industriales, como computadoras, planchas, licuadoras o autopartes; que subieron de mayo de 2015 a mayo de 2016 de 15 por ciento a 30 por ciento, lo provocó un alza de los precios al consumidor.

También afectó los costos de las importaciones como la gasolina, material eléctrico para TV y aparatos de grabación, autos o equipos para celulares, cereales (maíz y soya); aceites (de palma y soya), carne y despojos de ave de corral, y carne de porcino, entre otros bienes.

Algún tiempo, dado la baja demanda, los empresarios limitaron el traslado del aumento de los costos a los consumidores. Ahora ya lo hacen, lo que implica, además, la redistribución del ingreso de las mayorías a las minorías por el instrumento de la inflación.

Así, no aumentaron las exportaciones y el aumento de los precios de las importaciones ya se resiente en la inflación.

Nada se dice que la volatilidad cambiaria ya generó un cuadro de incertidumbre que obligó a los empresarios a postergar sus inversiones, ante la imposibilidad de determinar su nivel que afecta las importaciones y los intereses de su deuda externo. En sus cuentas, además, tienen que revaluar el “regalito” de Carstens: el alza de los réditos que elevará los intereses de sus débitos internos. Asimismo, la débil demanda estadunidense inhibe las exportaciones de ese mercado donde la producción mexicana pierde terreno.

También se calla el hecho de que la política de tipo de cambio flotante deja en manos de los especuladores el destino de la paridad, lo que representa la pérdida de la soberanía de la moneda y de las tasas de interés. Carstens y Videgaray sólo validan sus caprichos y someten a la economía a sus dictados.

Debido a la paridad y la caída de la demanda interna, las importaciones acumuladas también se desplomaron de 158 MMD en mayo de 2015 a 153.5 MMD en mayo de 2016, en 4.5 MMD o 2.9 por ciento. En ese mes de 2015 habían caído 1.2 por ciento. Las importaciones petroleras retrocedieron 18 por ciento, las no petroleras 1.5 por ciento, los bienes de consumo 6.1 por ciento, los intermedios 0.8 por ciento y los de capital 4.3 por ciento.

Pero no por el efecto sustitución sino por la declinación del crecimiento.

El déficit comercial acumulado tampoco se corrigió: pasó de 3.3 MMD a 6.6 MMD, 98 por ciento más. A ese ritmo podría cerrar 2016 en casi 16 mil MMD contra los 14.6 MMD de 2015. El sector manufacturero elevó su saldo negativo en 156 por ciento, de 2 MMD a 5 MMD; si en 2015 su déficit fue de 10 MMD, en 2016 podría llegar a 15 MMD. En la división de productos metálicos maquinaria y equipo, que aporta la mayor cantidad de divisas, disminuyó su superávit de 16 MMD a 11.6 MMD, en 28 por ciento.

Sólo la recesión, el desempleo y la pérdida del poder de compra de las mayorías podría atenuar el déficit y, por tanto, la necesidad de un mayor financiamiento externo caso y caro.

Fuente
Contralínea (México)