Ines M Pousadela*/Inter Press Service

Si los datos duros son preocupantes, lo es aún más la negativa persistente del gobierno mexicano a reconocer la situación. En las palabras de Yésica Sánchez Maya de Consorcio Oaxaca, una organización de la sociedad civil local, el Estado “está invirtiendo más esfuerzo y recursos en negar un problema que de todos modos es evidente, que en resolverlo”.

Pese a las garantías constitucionales, en México el imperio de la ley es incompleto y muy desparejo. En estados como Oaxaca, donde las protestas de maestros fueron recientemente reprimidas con violencia, o Guerrero, donde 43 estudiantes de magisterio rural fueron desaparecidos y dados por muertos desde 2014, organizaciones y activistas de la sociedad civil enfrentan fuertes restricciones.

Ellas se derivan de la violencia ligada al narcotráfico, la infiltración de gobiernos locales por parte de operaciones de crimen organizado crecientemente diversificadas, la penetración de la corrupción, la represión policial, y las severas violaciones de derechos humanos cometidas por las fuerzas de seguridad.

En junio, los maestros de Oaxaca se manifestaban en las calles en contra de la reforma educativa emprendida por el gobierno. En el fin de semana del 19 y 20 las fuerzas de seguridad mataron a por lo menos nueve personas e hirieron a varias decenas al atacar a maestros y pobladores movilizados.

Una declaración firmada conjuntamente por numerosos grupos de la sociedad civil mexicana subrayó entonces que la gente de Oaxaca vive “en un contexto de violencia generalizada” en el cual los movimientos sociales –en particular los que involucran a los maestros– llevan largo tiempo criminalizados por el sistema judicial, las fuerzas de seguridad y los medios de comunicación.

El hostigamiento judicial contra los líderes sindicales de los maestros es en efecto frecuente, e incluye arrestos y detenciones. Precisamente uno de esos arrestos tuvo lugar el pasado 11 de junio, al tiempo que el clima de protesta se recalentaba.

Los maestros denunciaron el arresto como un acto de acoso judicial motivado políticamente, desestimaron los cargos de malversación y lavado como meras excusas destinadas a desactivar la protesta y, acto seguido, redoblaron su estrategia de bloqueo de rutas.

En los días y horas que precedieron al desencadenamiento de la violencia, las autoridades convirtieron el área en una zona de guerra: a medida que la tensión se incrementaba, una flotilla aérea sobrevolaba la zona y eran desplegados numerosos efectivos de las fuerzas de seguridad. Nada más que tragedia podía resultar del encuentro cara a cara de esos efectivos fuertemente armados con las multitudes de manifestantes.

A la represión le siguió la consabida discusión acerca de las virtudes morales de los maestros (¿eran lo suficientemente pacíficos?), sus opciones tácticas (¿cuán legítimo es el bloqueo de rutas, uno de sus métodos disruptivos preferidos?), sus preferencias de política pública (¿es la reforma educativa tan mala como ellos afirman?) e incluso sus razones subjetivas para rechazar los cambios propuestos por el gobierno (¿tenían miedo de perder sus empleos en caso de imponerse evaluaciones de desempeño?).

Mientras que las opciones de política pública son en efecto el tema de una discusión que ha de ser saldada por los mexicanos –y de hecho uno de los principales reclamos expresados en las calles era justamente que el gobierno trataba de imponer su proyecto de reforma en vez de someterlo a debate público– no existe justificación alguna para el uso de fuerza letal por parte de las autoridades estatales.

A contramano de los estándares de buenas prácticas vigentes sobre el manejo de manifestaciones, el gobierno federal de México y el gobierno del estado de Oaxaca han recurrido una vez más a medidas punitivas de mantenimiento del orden público. Han tratado a los bloqueos de rutas, históricamente parte de las tácticas de resistencia de los movimientos sociales, como delitos graves.

Han utilizado el sistema de justicia penal como herramienta para inhibir las protestas a la vez que castigar a los manifestantes por participar en ellas. La violenta reacción gubernamental frente a la protesta social de los días 19 y 20 de junio fue todo menos sorpresiva.

Según las autoridades, fue cuando la policía trató de desalojar a los manifestantes que unos individuos armados no identificados (pero según todos los indicios no vinculados con las organizaciones que lideraban la protesta) abrieron fuego y desataron el caos. Tras los incidentes, numerosos testigos oculares coincidieron en afirmar que los manifestantes se encontraban desarmados.

Lejos de carecer de precedentes, esta tragedia siguió el guion de una masacre similar ocurrida 1 década atrás. Fue, precisamente, la impunidad reinante la que habilitó la repetición: tal como lo enfatiza Sánchez Maya, “todavía hoy no tenemos ni una persona detenida y sentenciada por la terrible represión ocurrida en 2006… El Estado no ha sido capaz o no ha querido garantizar el acceso a la justicia, ni siquiera en los casos en que se sabe quién es el culpable de la violación de derechos humanos a partir del testimonio de las víctimas. Ello ha generado impunidad, y por lo tanto permisibilidad (hacia las violaciones de derechos humanos)”.

En la práctica, las libertades básicas que componen el espacio cívico –las de asociación, protesta pacífica y expresión– no son plenamente respetadas en México, y predomina la impunidad. De acuerdo con los datos difundidos por el gobierno mexicano, desde 2007 más de 22 mil personas han desaparecido en el país.

Un reciente informe de Front Line Defenders registró ocho asesinatos de defensores de derechos humanos ocurridos en México durante 2015, en tanto que el capítulo mexicano de Artículo 19 documentó 23 desapariciones de periodistas entre 2003 y 2015, es decir un promedio de dos al año. El último informe anual de la misma organización describe una situación de temor extendido entre los trabajadores de medios, con 397 agresiones contra la prensa documentadas en 2015 (una cada 22 horas, un aumento de 22 por ciento en relación con 2014), incluidos siete asesinatos.

No resulta sorprendente que el espacio para la libre expresión, tanto en los medios tradicionales como en la web, quede restringido por efecto de la autocensura.

La participación en protestas callejeras también conlleva riesgos, en la medida en que la menor chispa de violencia por parte de los manifestantes suele constituir una excusa bienvenida para el despliegue de fuerza excesiva por parte de las fuerzas de seguridad, a menudo seguida de detenciones arbitrarias e incluso torturas bajo custodia.

Varios estados cuentan con legislación que permite a la policía utilizar armas de fuego o fuerza letal para dispersar manifestaciones.

La violencia y la represión son parte de la vida cotidiana en numerosos estados y localidades de México, aunque sólo unos pocos casos seleccionados terminan colocados bajo los reflectores de la atención internacional.

El caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa que en 2014 desaparecieron en camino a una protesta en Iguala, en el estado de Guerrero, constituyó en ese sentido un punto de inflexión. Cuando nuevos activistas mexicanos son asesinados por decir su verdad o exigir explicaciones al poder, sus conciudadanos ya no están mirando para el otro lado.

Desde la desaparición de los 43 de Ayotzinapa ha existido una demanda sostenida por una investigación independiente, la cual se ha renovado vigorosamente en las últimas semanas.

De igual modo, la represión en Oaxaca empujó a miles de estudiantes y pobladores locales hasta entonces ambivalentes hacia las reformas educativas propuestas a manifestarse en las calles en solidaridad con los maestros. Enormes multitudes sumaron sus voces en otras partes del país, incluida la Ciudad de México. Manifestaciones menores también tuvieron lugar en ciudades de todo el mundo.

Desde las calles, los medios y los foros internacionales se elevan un fuerte llamamiento al gobierno mexicano. Las demandas son claras. En primer lugar, las autoridades mexicanas en todos los niveles de gobierno deben buscar y mantener el diálogo con los grupos de la sociedad civil movilizados, entre ellos los sindicatos docentes. En segundo lugar, deben dar instrucciones a las agencias de mantenimiento del orden para que cese de inmediato el uso de fuerza excesiva contra organizaciones y activistas de la sociedad civil en pleno ejercicio de su legítimo derecho a reunirse y peticionar a las autoridades. Tercero, deben iniciar una investigación independiente de toda instancia de uso de la fuerza contra manifestantes y de todas las violaciones de derechos humanos perpetradas en conexión con aquellas. Cuarto, deben adoptar las mejores prácticas para el manejo de manifestaciones recomendadas por el Relator Especial sobre el derecho a la libertad de reunión pacífica y de asociación de las Naciones Unidas.

Finalmente, deben fortalecer y utilizar en forma efectiva las instituciones de protección ya existentes, tales como la Unidad Especializada en Búsqueda de Personas Desaparecidas y el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas.

En pocas palabras, medidas efectivas de protección más sólidas garantías de no repetición: he aquí la simple fórmula del cambio.

*Oficial de Políticas e Investigación de Civicus Alianza Mundial para la Participación Ciudadana