Sucedió allá, por la década de 1990, tras la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento del imperio soviético. Occidente buscaba un contrincante, una amenaza susceptible de sustituir al desarmado oso ruso, la pesadilla de la Guerra Fría, el fantasma cuyo parte de defunción habían firmado, tal vez precipitadamente, Washington y Bruselas. Sin embargo, el oso ruso seguía vivo; sólo había entrado en una larga fase de hibernación.

De todos modos, Occidente optó por centrar sus baterías en el combate contra el peligro verde (léase, color Islam), descuidando aparentemente el proceso de decadencia del adversario moscovita.

Pero las apariencias engañan. Mientras a la opinión pública se le proporcionaba continuamente el serial televisivo Al Qaeda –Bin Laden– Saddam Hussein –Irán– Estado Islámico, ideado, financiado y promovido por los poderes fácticos del mundo occidental y sus moderados aliados musulmanes, los comandos especiales del pensamiento atlantista se dedicaban a colocar cargas explosivas en Ucrania, Georgia y Moldova, territorios situados en los confines de Rusia. No se trataba, en realidad, de un trabajo de francotiradores; todo formaba parte de la operación tenazas, un plan de choque destinado a poner cerco a la frontera occidental del antiguo imperio de los zares. La progresión continuó hasta el año 2014, cuando el Gobierno prorruso de Kiev fue derrocado por las fuerzas democráticas apoyadas por Washington y Berlín. Moscú reaccionó, enviando tropas al Este de Ucrania. El inesperado movimiento del Kremlin provocó la ira de la Unión Europea, empeñada en denunciar la flagrante violación del Derecho internacional. Tres semanas después, la península de Crimea y la ciudad de Sebastopol proclamaron su independencia de Ucrania y la integración, acto seguido, a Rusia. ¡El oso se había despertado!

Lo que siguió después es harto conocido: acercamiento de Moscú a Pekín, reactivación de la alianza BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), asociación de las principales economías emergentes de Asia, África y América Latina, cooperación tecnológica y estratégica de Rusia con Irán, Paquistán y… Turquía. Y abandono progresivo del dólar (y del euro) como moneda de referencia. Sin olvidar, claro está, la creciente presencia militar rusa en Siria, así como una serie de maniobras militares, calificadas de ofensivas por los estrategas de la OTAN. Nosotros no mandamos brigadas de carros de combate a la frontera con Estados Unidos, replica Vladimir Putin.

Hace meses, advertíamos sobre el inminente reinicio de la Guerra Fría. Los síntomas no engañan. Recientemente, el rotativo The Washington Post señalaba que los servicios de inteligencia estadunidenses desvían un 10 por ciento de los fondos destinados a la lucha contra el terrorismo para recabar información sobre Rusia. Sus prioridades: incrementar el número de agentes en Europa oriental, vigilar los sistemas de satélite, neutralizar el espionaje cibernético. De hecho, el tema del espionaje ruso centró la campaña presidencial de Hillary Clinton y Donald Trump. Con argumentos rocambolescos, eso sí, dignos de las películas de espías producidas en Hollywood a mediados del siglo pasado. Una época en la que, recordémoslo, más del 40 por ciento del personal de los servicios de inteligencia estadunidense se dedicaba a vigilar al mundo soviético.

Estiman los analistas estadunidenses que en la actualidad la agencia de información exterior rusa, SVR, heredera de la KGB, cuenta con alrededor de 150 agentes en Estados Unidos. Los espías rusos están presentes en Washington, Nueva York, San Francisco y otras grandes urbes. Por su parte, la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) tiene varias decenas de agentes en Rusia y también menos de un centenar en Europa oriental y los países bálticos. Pocos, según los medios de comunicación estadunidenses, para afrontar la arrogancia del oso Putin.

Subsiste el interrogante: ¿espionaje o espionitis? Tal vez la respuesta sea: Guerra Fría… algo recalentada.

Fuente
Contralínea (México)