Desde la década de 1980 viene imponiéndose en el mundo lo que se ha llamado “neoliberalismo”. Para ser más exactos, debería llamársele capitalismo brutal, salvaje, hiper-explotador. Un sistema económico-político-social que llevó el poder del capital a un grado sumo, avasallando sin miramientos los avances que la clase trabajadora pudo ir conquistando a través de décadas de luchas.

La arrogancia de ese triunfo puede haber quedado registrada en las palabras de uno de sus más connotados íconos, la primera ministra británica Margaret Tatcher: “No hay alternativa”. Ése es su grito de guerra: el neoliberalismo, el capitalismo ultra-explotador, se manifiesta triunfal cuando le dobla el brazo a los trabajadores. Ello se complementa con el otro grito de victoria, cuando se declara (Francis Fukuyama) que “la historia ha terminado” y llegamos al “fin de las ideologías”.

Más ideológica no puede ser la expresión. En realidad, no se trata de una constatación de la realidad sino que es la más visceral manifestación de júbilo ante el triunfo en esta despiadada lucha de clase: “¡Ganamos! (nosotros, la clase dominante), y ahora ustedes, los trabajadores, no tienen más alternativa: o capitalismo ¡o capitalismo!”

La alegría del triunfo ensoberbeció a los ganadores, los llenó de gozo, los emborrachó de poder. El odio de clase (visceral, absoluto) les salió por los poros. La caída del campo socialista más el triunfo de las políticas privatistas que marcan el mundo desde hace algunos años, hizo sentir a la clase dominante global como blindada ante su oponente histórico: la clase trabajadora (en cualquier de sus expresiones: proletariado industrial urbano, obreros agrícolas, campesinos pobres, sub-ocupados, “pobrerío” en general).

Tanto los animó en su triunfo, que la derecha pudo permitirse decretar la muerte del marxismo, por (supuestamente) obsoleto, desfasado, “pasado de moda”. Pero, como dice el pensador argentino Néstor Kohan: “Curioso cadáver el del marxismo, que necesita ser enterrado periódicamente”. Si tan muerto estuviera, no habría necesidad de andar matándolo continuamente. Sin dudas, parafraseando a Hegel, el amo tiembla aterrorizado delante del esclavo porque sabe que, inexorablemente, tiene sus días contados.

Dicho de otro modo: en estos momentos las fuerzas del capital detentan un triunfo inapelable. Pero ese triunfo no es eterno: la historia continúa (¿quién dijo la tamaña estupidez de que había terminado?). Y la clase dominante (hoy habría que decirlo a nivel global: los capitales globales que manejan el planeta, allende las fronteras nacionales, yendo mucho más allá de los gobiernos puntuales, incluida la Casa Blanca), sabe que no puede dar ni un milímetro de ventaja a la clase explotada, por eso sigue minuto a minuto, segundo a segundo, manteniendo los mecanismos de sujeción.

¿Para qué, si no, las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad que viven modernizándose? ¿Para qué, si no, toda la parafernalia mediático-cultural que nos mantiene maniatados? (léase industria del entretenimiento, televisión, Hollywood, toneladas y toneladas de deporte profesional, nuevas iglesias fundamentalistas, distractores varios como concursos de belleza o cuanta banalidad superficial nos inunda).

El marxismo, obviamente, no ha muerto porque ¡las luchas de clase no han muerto! Y esta avanzada fenomenal del capital sobre las fuerzas del trabajo nos lo deja ver de modo evidente. A los cadáveres se les sepulta una sola vez… “Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud” (frase apócrifa atribuida a José Zorrilla), pareciera que aplica aquí. ¡Por supuesto! Si el marxismo es la expresión de lucha de las clases explotadas, eso de ningún modo “pasó de moda”.
Precarización laboral

Las políticas neoliberales, impulsadas por los organismos crediticios internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional (Consenso de Washington, como se les llama), podría decirse que tienen como objetivo una súper acumulación de riquezas, fundamentalmente a través de los sistemas financieros, para aumentar más aún el patrimonio de los ya enriquecidos capitales del Norte. Pero junto a ello, estas políticas podrían entenderse como una nueva expresión, corregida y aumentada, de la nunca jamás terminada lucha de clases, un elemento que intenta domesticar a la clase enfrentada, doblegarla, ponerla de rodillas.

Si el discurso triunfal de la derecha intentó hacernos creer estos años que la lucha de clases había sido superada (¿?), el neoliberalismo mismo es una forma de negar eso. De Marx (con x) se nos dijo que pasábamos a marc’s: métodos alternativos de resolución de conflictos. ¿Qué “método alternativo” existe para “superar” la explotación? ¿La negociación? ¿Nos lo podremos creer? Se negocia algo, superficial, tolerable por el sistema (un aguinaldo, o dos o cuatro), pero si el reclamo sube de tono (expropiación, reforma agraria), ahí están los campos de concentración, las picanas eléctricas, las fosas clandestinas. ¡No olvidarlo nunca!

Esta nueva cara del capitalismo, que dejó atrás de una vez el keynesianismo con su Estado benefactor, ahora polariza de un modo patético las diferencias sociales. Pero no sólo acumula de un modo grotesco: la fortuna de los 500 millonarios más ricos equivale casi a la mitad de la riqueza mundial; lo facturado por cualquiera de las grandes corporaciones multinacionales equivale al producto bruto de cinco países pobres del Sur juntos.

Sirve, además, para mantener el sistema de un modo más eficaz que con las peores armas, con la tortura o con la desaparición forzada de personas. El neoliberalismo golpea en el corazón mismo de la relación capital-trabajo, hace del trabajador un ser absolutamente indemne, precario, mucho más que en los albores del capitalismo, cuando la lucha sindical aún era verdadera y honesta. Se precarizaron las condiciones de trabajo a tal nivel de humillación que eso sirve mucho más que cualquier arma para maniatar a la clase trabajadora.

En ese sentido pueden entenderse las actuales políticas privatistas e híper liberales (transformando al mercado en un nuevo dios) como el más eficiente antídoto contra la organización de los trabajadores. Ahora no se les reprime con cachiporras o con balas: se les niega la posibilidad de trabajar, se fragilizan y empobrecen sus condiciones de contratación. Eso desarma, desarticula e inmoviliza mucho más que un ejército de ocupación con armas de alta tecnología.

Si a mediados del siglo XIX el fantasma que recorría Europa (atemorizando a la clase propietaria) era el comunismo, hoy, con las políticas ultraconservadoras inspiradas en Milton Friedman y Friedrich von Hayeck, el fantasma aterroriza a la clase trabajadora, y es la desocupación.

Destrucción de la seguridad social

De acuerdo con datos proporcionados hace muy poco por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), nada sospechosa de marxista precisamente, 2 mil millones de personas en el mundo (es decir, dos tercios del total de trabajadores de todo el planeta) carecen de contrato laboral, no tienen ninguna ley de protección social, no se les permite estar sindicalizados y trabajan en las más terribles condiciones laborales, sujetos a todo tipo de vejámenes. Eso, valga aclararlo, rige para una cantidad enorme de trabajadores y trabajadoras, desde un obrero agrícola estacional hasta un profesor universitario (aunque se le llame “licenciado” o “doctor”), desde el personal doméstico a un consultor de la Organización de Naciones Unidas. La precariedad laboral barre el planeta.

Junto a ello, 200 millones de personas a lo largo del mundo no tienen trabajo; los jóvenes son los más golpeados. Para una buena cantidad de desocupados, jóvenes en particular, marchar hacia el sueño dorado de algún presunto paraíso (Estados Unidos, para los latinoamericanos; Europa, para los africanos; Japón o Australia, para muchos asiáticos o provenientes de Oceanía) es la única salida, que muchas veces termina transformándose en una trampa mortal.

La precarización que permitieron las políticas neoliberales fue haciendo de la seguridad social un vago recuerdo del pasado. De ahí que el 75 por ciento de los trabajadores de todo el planeta tiene una escasa o mala cobertura en leyes laborales (seguros de salud, fondo de pensión, servicios de maternidad, seguro por incapacidad o desempleo), y un 50 por ciento carece absolutamente de ella. Muchos (quizá la mayoría) de quienes estén leyendo este ensayo seguramente sufrirán todo esto en carne propia.

Si se tiene un trabajo, la lógica dominante impone cuidarlo como el bien más preciado: no discutir, soportar cualquier condición por más ultrajante que sea, aguantar… Si uno pasa a la lista de desocupados, sobreviene el drama.

Complementando estas infames lacras que han posibilitado los planes neoliberales, desarmando sindicatos y desmovilizando la protesta, informa también la OIT que 168 millones de niños (¡ninguno de ellos cubano!) trabaja, mientras que alrededor de 30 millones de personas en el mundo (niños y adultos) labora en condiciones de franca y abierta esclavitud (¡la que se abolió con la democracia moderna!, según nos enseñaron).

La situación de las mujeres trabadoras (cualquiera de ellas: rurales, urbanas, manufactureras, campesinas, profesionales, sexuales, etcétera) es peor aún que la de los varones, porque además de sufrir todas estas injusticias se ven condenadas, cultura mediante, a desarrollar el trabajo doméstico, no remunerado y sin ninguna prestación social, faena que, en general, no realizan los varones. Trabajo no pagado que es fundamental para el mantenimiento del sistema en su conjunto, por lo que la explotación de las mujeres que trabajan fuera de su casa devengando salario es doble: en el espacio público y en el doméstico.

“Este retrato desolador de la situación laboral mundial muestra cuán inmenso es el déficit de trabajo decente”, manifiesta la OIT, exigiendo entonces una apuesta “decidida e innovadora” a los diferentes gobiernos para poder cumplir los llamados Objetivos de Desarrollo Sostenible impulsados por el Sistema de Naciones Unidas para el periodo 2015-2030.

Lamentablemente, más allá de las buenas intenciones de una agencia de la ONU, los cambios no vendrán por decididos e innovadores gobiernos que se apeguen a bien intencionadas recomendaciones. Eso muestra que la lucha de clases, que sigue siendo el imperecedero motor de la historia, continúa tan al rojo vivo como siempre. Que el neoliberalismo es un intento de enfriar esa situación, es una cosa. Que lo consiga, es otra.

Como dijera este pensador alemán cuya obra ha sido declarada muerta varias veces pero que parece renacer siempre: “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva.”

Fuente
Contralínea (México)