Más que planteamientos racistas, muchas veces se trata de ignorancia supina y torticera que puede llevar al fratricidio más sangriento. Como la mayor parte de las fobias desarrolladas o inculcadas desde otras posiciones sectarias, fanáticas y enfermizas.

De ahí la importancia de acercarnos a ese mundo al que pertenecemos sin ser consecuentes. Como españoles, no podemos desconocer que el Islam forma parte de nuestras raíces, de nuestras tradiciones y de nuestro imaginario. Es imposible entender el ser de España sin esos 800 años de convivencia en Al Andalus: fueron siglos de enorme desarrollo cultural y económico, científico, médico y literario.

Del mismo modo que nos sabemos greco-romanos y de tradición judeocristiana, es preciso redescubrir nuestra parte islámica en la lengua, arquitectura, gastronomía, agricultura, artesanía, música y en nuestra manera de ser.

Cuando era joven, nos mortificaba que dijeran que África empezaba en los Pirineos. Hoy me siento orgulloso de saberme africano y muy europeo, a fuer de mediterráneo y de profundo admirador de Jesús de Nazareth. Hemos padecido los efectos represivos de la Reconquista ganada por el godo y que no fue capaz de reconocer tanta belleza, tanta cultura, tanta ciencia y tanta sabiduría. Durante siglos nos secuestraron esa parte entrañable de nuestro ser, y nos presentaron al “moro” como enemigo y como peligro del que nos salvaba el Estrecho de Gibraltar.

Hoy nos asustan con el –durante siglos– provocado falso problema de la invasión de migrantes africanos, cuando éstos no hacen sino devolvernos las visitas y usurpaciones que les hemos estado haciendo durante 500 años. En plena globalidad, con la revolución de las comunicaciones, es menester recuperar nuestras señas de identidad más profundas para que no nos lleve el viento por desarraigados.

El mundo islámico nos puede aportar razón para nuestra esperanza. Cuando Rilke decía, en sus Cartas a un joven poeta, que es menester que nada extraño nos acontezca fuera de lo que nos pertenece desde largo tiempo, hace una llamada para que los pueblos recuperemos nuestro pasado. Tan sólo asumiendo las contradicciones y el legado de la historia podremos afrontar un futuro que no nos arrastre a la despersonalización más suicida al convertirnos en “recursos humanos” para ser explotados, en una sociedad globalizada dominada por el pensamiento único.

Más de 1 200 millones de personas son musulmanas, pero no todas son árabes. Los persas chiítas son musulmanes, como millones de indonesios, pakistaníes, indios, europeos, rusos, africanos, asiáticos o norteamericanos.

Hay musulmanes de todas las etnias y pueblos unidos por la Sharia, la lengua árabe, la peregrinación a la Meca, el Ramadán y el calendario musulmán.

A 14 kilómetros de África es incomprensible la ignorancia de los españoles acerca de ese legado cultural. Demasiadas veces identificamos a los musulmanes con los fundamentalistas afganos, iraníes, saudíes o yihadistas enloquecidos que poco tienen que ver con el Islam auténtico. Eso sería como identificar el cristianismo con las nefastas Cruzadas, la Inquisición o ciertos dogmas proclamados por algunos papas y concilios en flagrante contradicción con el mensaje evangélico.

Es preciso despertar un movimiento en las universidades, en los colegios y a través de los medios de comunicación para descubrir ese patrimonio que nos pertenece. Conocer los cinco pilares del Islam: la profesión de fe, la oración, la limosna, el ayuno y la peregrinación a la Meca.

Descubrir el significado de la Umma o comunidad de los creyentes, de las abluciones, del zoco y de la medina, de la mezquita y del baño público, de su ayuno y de su hospitalidad, de su sentido social y solidario con la práctica de la limosna, de la justicia y de la humildad. Estamos ofuscados por prejuicios que no revelan más que ignorancia y que supone un despilfarro de nuestras riquezas y posibilidades.

No podríamos expresarnos si nos arrancasen ese casi 30% de arabismos que posee el castellano, si nos arrancasen las acequias y el arte del agua, la arquitectura y la música, el culto de las formas, de los olores y de los colores; el refinamiento que transforma en arte las más humildes realidades de la teja, el estuco, los azulejos o los esmaltes, los cordobanes o los damasquinados, la taracea o el barro.

La más alta ocasión que vieron los siglos no fue Lepanto, sino la Escuela de Traductores de Toledo que, en el siglo XIII, asistía a la convivencia de los tres pueblos del Libro. Todos hablaban árabe entre ellos y cada comunidad su lengua.

Debemos arrancar de nuestro imaginario la palabra “tolerancia”. No hay nada que tolerar ni nadie está legitimado para tolerar nada a nadie sino se creyera en posesión de la verdad. No digamos ya ser intolerantes. Es preciso acoger al otro en su diversidad, en su diferencia, en su contradicción y en su riqueza y exigirles el consecuente respeto a las nuestras. Sólo así se podrán alumbrar ese mundo nuevo y esa sociedad nueva en la que todos nos sepamos ciudadanos del mundo, vecinos y, por lo tanto, responsables solidarios.

No se puede temer a la verdad: ésta siempre libera y se descubre como camino y como quehacer que da sentido a un vivir con dignidad. Acabemos con fobias enfermizas e incontrolables que se curan mediante el conocimiento mutuo, el respeto, el diálogo y el talento necesario para construir unas sociedades ancladas en una sobriedad compartida.

Fuente
Contralínea (México)