Dos meses después de su llegada a la Casa Blanca, el presidente Donald Trump tendrá que aclarar su posición en relación con el plan de rediseño del Medio Oriente ampliado que sus predecesores trataron de imponer. Y si realmente quiere poner fin al yihadismo, tendrá que reconocer la resistencia de la República Árabe Siria y reposicionar tanto al Reino Unido como a Arabia Saudita y Turquía.
Desde la nominación del general James Mattis como nuevo secretario de Defensa, el presidente estadounidense Donald Trump solicitó al general la preparación de planes para liquidar definitivamente a los yihadistas en vez de limitarse a moverlos de un lugar a otro ni a conservar algunos para seguir utilizándolos.
En su discurso del 28 de febrero de 2017 ante el Congreso de Estados Unidos, Trump confirmó que su objetivo es acabar con el «terrorismo islámico radical». Y, para evitar errores de interpretación, recordó que las víctimas de ese terrorismo son tanto musulmanas como de confesión cristiana. Trump muestra así que no está en contra del islam sino contra una ideología política que recurre a referencias musulmanas.
Todo parece indicar que la cadena de mando estadounidense está siendo objeto de un proceso de corrección ya a punto de terminar. Cuando el presidente Trump haya fijado el objetivo y designado los medios a utilizar para alcanzarlo, los militares podrán concretar la operación como lo crean más conveniente. Y las responsabilidades estarán compartidas: al Pentágono le tocará asumir la responsabilidad por los errores de actuación o los «daños colaterales» mientras que la Casa Blanca asumirá las derrotas.
Es por eso que conviene precisar lo más rápidamente posible la posición de Estados Unidos frente a la República Árabe Siria. Esa posición debería anunciarse en Washington, el próximo 22 de marzo, en una reunión de los países miembros de la coalición anti-Daesh que debe contar con la participación del secretario de Estado, Rex Tillerson. Lo menos que puede decirse es que, por el momento, nada ha cambiado en ese sentido: en el Consejo de Seguridad de la ONU, la embajadora estadounidense Nikki Haley incluso respaldó recientemente un enésimo proyecto de resolución franco-británico contra Siria, que se estrelló contra el sexto veto chino y el séptimo veto ruso.
Por su parte, el embajador sirio Bachar Jaafari denunció que tras la maniobra franco-británica consistente en acusar sin pruebas –basándose en supuestos testimonios de los grupos empeñados en agredir a la República Árabe Siria– se escondía un intento de justificar un «cambio de régimen» y de absolver a Israel, país culpable de posesión de armamento atómico y por tanto violador del Tratado de No Proliferación.
Acabar con el yihadismo equivaldría a renunciar al plan conjunto de Londres y Washington tendiente a rediseñar el Medio Oriente ampliado y a instalar en el poder a la Hermandad Musulmana en todos los países de esa región. Sería también reconocer que las «primaveras árabes» sólo fueron la reedición –Made in CIA y MI6– de la «Revuelta Árabe» de 1916. Eso obligaría al Reino Unido a renunciar a una carta que desde hace un siglo había venido construyendo pacientemente; forzaría a Arabia Saudita a desmantelar la Liga Islámica Mundial, que desde 1962 coordina a los yihadistas; compelería a Francia a renunciar a su delirio de obtener un nuevo mandato sobre Siria, mientras que Turquía se vería obligada a dejar de apadrinar las organizaciones políticas de los yihadistas. No se trata, por tanto, de una decisión únicamente estadounidense sino que implicaría como mínimo a otros 4 Estados.
A pesar de las apariencias, esta decisión va mucho más allá del ámbito sirio. Pudiera incluso convertirse en el posible fin de la política imperial anglosajona, lo cual tendría múltiples consecuencias en el campo de las relaciones internacionales. Se trata, en efecto, del programa electoral de Donald Trump, pero nadie sabe si realmente podrá aplicarlo, debido a la extraordinaria oposición que ha encontrado en las élites estadounidenses.
Por su parte, el general Joseph Dunford, jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, tuvo una reunión en Ankara con sus homólogos de Rusia y Turquía. El objetivo de ese encuentro era evitar que los militares de cada uno de esos países, presentes en el terreno, interfieran a los de los otros dos Estados en este conflicto caracterizado por la presencia de múltiples actores. Irán no fue invitado a Ankara ya que, en contraste con el Hezbollah– sus militares desde hace tiempo se limitan a defender solamente a las poblaciones chiitas.
Mientras que el Ejército Árabe Sirio liberaba nuevamente la ciudad de Palmira, el contingente militar de Estados Unidos ilegalmente presente en suelo sirio aumentó sus efectivos a 900 hombres y atravesó el norte de Siria haciéndose lo más visible que pudo.
La cuestión práctica más importante es saber en qué tropas se apoyaría Estados Unidos para atacar la ciudad siria de Raqqa, actualmente en manos del Emirato Islámico (Daesh). La prensa internacional sigue afirmando que el Pentágono cuenta con los kurdos del YPG, pero otras fuentes mencionan la posible aplicación de un esquema similar al de Mosul, en Irak, donde consejeros estadounidenses dirigen las acciones del ejército nacional iraquí.
En la reunión de Ankara, el general Dunford pareció preocupado ante la posibilidad de enfrentamientos entre los soldados turcos y los milicianos kurdos, sobre todo teniendo en cuenta que parte del YPG ha decidido ponerse bajo la protección de Damasco, ante el anuncio de un posible avance turco-mongol.
En el mejor de los casos, tendremos que esperar hasta el 22 de marzo para saber si el presidente Trump finalmente reconoce que la administración Obama perdió su guerra contra Siria y si él mismo es verdaderamente serio cuando dice querer erradicar el yihadismo. ¿Qué pasará entonces con quienes han sido, a lo largo de medio siglo, los fieles ejecutores de la política británica?
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter