Para no pocos beber de la cansada ubre del Estado es una forma de vida. ¿De qué otro modo se explican los parlamentarios reelectos, alcaldes reincidentes, presidentes tozudos, autoridades que se aferran a ministerios o puestos claves? No hay excelsa vocación de servicio al público, sino descarada angurria.
Muchos se pasan de la raya y transitan por los vituperables senderos del delito, coima, cohecho, asalto, crimen y asesinato de la fe del pueblo. ¡Y encima tienen la desverguenza de creer que la gente es boba o débil mental!
Por un lado las termitas expolian el aparato del Estado y los cacos de gran formato (con abogángsters por decenas de respaldo) urden sus estafas porque saben que la impunidad también es un negocio que compra jueces, policías, testimonios, al peso y al paso.
Que se vayan todos es un magnífico lema aunque, valgan verdades, posee poca savia. ¿Se imagina usted que los rateros van a dejar sus “puestos de trabajo” que les dan placeres, títulos profesionales, doctorados honoris causa, dineros en gran formato y por millones? A estas sanguijuelas ¡hay que botarlas a foetazo limpio y no votarlas nunca más!
El 20 de setiembre de 1956, el senador Raúl Porras Barrenechea pronunció un brillante discurso que entre otras cosas decía:
“Es absurdo que se nos diga que no hay responsabilidad por razones ajenas a la validez de la norma jurídica. De acuerdo con las razones alegadas por el dictamen en mayoría, así como no se puede juzgar la responsabilidad de un presidente, podría, en el derecho civil, impedirse que se tome cuentas al empleado de una hacienda, porque esto no es constructivo y porque perjudica a la convivencia. El impunismo ha sido uno de los mayores defectos peruanos y una muestra de nuestro débil sentido jurídico y moral, que debemos reforzar mediante una política más conciente y orgánica. Por falta de un sentido profundo del deber, vivimos políticamente a la deriva, aceptando que al final de tanto desconcierto no hay otro camino para nuestros problemas que el de la violencia o la sangre. Frente a esta inercia moral cabe escuchar, por lo menos, el consejo del jurista alemán Ihering: “Entre las dos máximas, no cometas ninguna injusticia y no toleres ninguna injusticia”, yo diría que primero es: No toleres ninguna injusticia y segundo, No cometas ninguna injusticia”. (Aplausos)
La impunidad debe ser combatida. Voces más autorizadas y que tienen el prestigio del sufrimiento y de la inteligencia, por la profunda moralidad de su vida, han protestado anticipadamente contra la posibilidad de una impunidad del régimen restaurador. Entre ellas está la palabra de Felipe Barreda y Laos, maestro y periodista, desterrado permanentemente del Perú, que acaso me escuche en este recinto y quien, al regresar al Perú después de una verdadera odisea y de haber sido sacado a empellones de su patria, ha escrito: “El desgarramiento moral se intensifica al constatar que los autores de tales agravios no sólo aseguran siempre su impunidad, sino que exhiben cínicamente la ilícita prosperidad que atesoraron merced a tan delictuosos abusos de la fuerza, que tiene por finalidad amordazar la fiscalización de la opinión pública sobre la gestión gubernativa”.
¿No nos vienen diciendo algunos huérfanos de cualquier calidad moral, capitanes de taifas oportunistas, que ellos NO recibieron nada y que son otros a los que hay que tomar cuentas? ¿Cómo adquirieron bienes inmuebles, viajes al por mayor, tren de vida superior, cuando, por decenios ¡jamás! trabajaron?
Perú no debe seguir siendo una guarida para la impunidad y para la mimetización de cacos que se guardan ante las tormentas y reaparecen para las elecciones. El pueblo tiene que echar a las cúpulas de agrupaciones electorales que sólo tienen un propósito avieso: robar.
Política no es equivalente de asesinar a una nación. Y lo que ocurre en el Perú de nuestros días brinda la extraordinaria oportunidad de enviar al basurero de la historia a una casta indigna y mediocre por la comisión de sus latrocinios.
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