Hace meses que Estados Unidos presiona a los bancos libaneses para obligarlos a cortar las ‎conexiones entre el Hezbollah y la diáspora chiita, principalmente con la que reside en África. ‎

Algo más de la mitad de las finanzas del Partido de Dios proviene de las donaciones que hace la ‎diáspora mientras que el resto proviene de Irán. Presionando a los bancos libaneses, el ‎Departamento del Tesoro de Estados Unidos esperaba obligar el Hezbollah a someterse por ‎completo a Irán o a rebelarse. Su intención era crear una situación comparable a la que ‎prevaleció durante la guerra en Bosnia-Herzegovina, época en que el Pentágono financiaba el ‎Hezbollah y lo veía erróneamente como un simple proxi. En aquella época,‎ el Hezbollah buscó otras ‎fuentes de financiamiento y rompió definitivamente con Washington. ‎

Pero un efecto colateral de esa política fue que desequilibró los bancos libaneses. El producto ‎interno bruto (PIB) del Líbano (limitado a la actividad agrícola y el turismo) es extremadamente ‎bajo. La deuda pública está evaluada en más de 86 000 millones de dólares, o sea más del 150% ‎del PIB. Los importantes volúmenes de dinero que pasan por los bancos libaneses provienen ‎principalmente del lavado de los ingresos del tráfico de droga en Latinoamérica. La Asociación ‎Libanesa de Bancos reparte entre sus miembros, incluyendo a agentes del Hezbollah, las ‎ganancias de los cárteles de la droga –autorizados por Washington– que deciden la vida política en numerosos países latinoamericanos. Para cortar el acceso de Hezbollah a esos recursos, el ‎Departamento del Tesoro estadounidense cortó las transferencias en dólares a todos los bancos ‎libaneses. ‎

El Líbano es un país cuya economía está ampliamente dolarizada. Todos los comercios aceptan ‎dólares además de libras libanesas. Pero en menos de un mes, el dólar se ha convertido en una ‎moneda difícil de encontrar. Numerosos bancos han cerrado sus operaciones y se ha limitado la ‎cantidad de dinero que los clientes pueden extraer, incluso en libras libanesas. ‎

En un intento por evitar lo que sería la primera devaluación de la libra libanesa desde 1997, ‎el gobierno y el parlamento votaron nuevos impuestos, inmediatamente rechazados ‎por la población. Desde el fin de la colonización francesa, el Líbano está dividido ‎constitucionalmente en 17 comunidades étnico-religiosas que, desde que terminó la guerra civil, ‎se reparten las funciones públicas siguiendo un sistema de cuotas. Ese modo de organización ‎favorece la corrupción e impide todo movimiento social. Durante 12 años, desde 2005 ‎hasta 2017, el Líbano fue el único Estado del mundo que vivía sin presupuesto y hoy es ‎materialmente imposible saber qué pasó con el dinero del país. ‎

En 2016 hubo una revuelta en la que participaron todas las comunidades del Líbano ante la ‎ausencia de servicios públicos, sobre todo en materia de recogida de la basura. Las cosas ‎evolucionaron positivamente en el terreno, pero en el plano político los problemas sólo fueron ‎enterrados. El Líbano sigue siendo un país que dispone de electricidad sólo durante 12 horas diarias ‎y que carece de agua corriente. Ya se ha hecho evidente que mientras las responsabilidades ‎gubernamentales se distribuyan según criterios comunitarios, el país no logrará resolver sus ‎problemas. Pero la reforma de la ley electoral fue sólo superficial y no ha cambiado gran cosa. ‎Las potencias occidentales e Israël incluso han bloqueado esa reforma por temor a una elección ‎masivamente favorable al Hezbollah. Sin embargo, el tutelaje occidental sobre el Líbano ya no está al orden del día. ‎

La revuelta iniciada el 17 de octubre retoma los temas que habían salido a flote en 2016, durante ‎la crisis de la basura. Aunque la prensa internacional afirma lo contrario, la revuelta estaba ‎planificada: el ejército había sido avisado y se desplegó en todo el país el día antes de su inicio; ‎los amotinados que levantaron barricadas con tanques de basura estaban –y aún lo están– ‎conectados telefónicamente a una computadora central. En numerosas barricadas, la policía ‎contiene a los amotinados, pero en otras estos cuentan con la ayuda de policías favorables a ‎Arabia Saudita. Por el momento, sólo el ejército se mantiene neutral. ‎

Muy rápidamente, los motines iniciados por unas pocas personas se han convertido en una ‎revuelta generalizada de todas las comunidades y de todas las clases sociales, como si los libaneses sólo hubiesen estado a la espera de un incidente para expresarse. ‎

Los manifestantes han reclamado la dimisión de los tres principales responsables políticos del país: ‎el presidente de la República (cristiano), Michel Aoun; el primer ministro (musulmán sunnita), ‎Saad Hariri; y el presidente del parlamento (chiita), Nabih Berry. También reclaman nuevas ‎elecciones generales… que nada resolverán si se hacen sin haber modificado la actual ley ‎electoral. Desde que la fuerza siria de paz se retiró del Líbano, en 2005, el país no para de ‎morderse la cola. ‎

Pero sí ha cambiado lo que está en juego en el plano político, y eso explica la revuelta. El primer ‎ministro, Saad Hariri, fue hasta hace poco “el hombre de Riad”. Pero en noviembre de 2017, ‎al llegar a Arabia Saudita, convocado por el príncipe heredero Mohamed Ben Salman, Saad Hariri ‎fue arrestado y golpeado por sus captores en plena pista del aeropuerto. Sometido a las mismas ‎condiciones de confinamiento que los demás miembros de la familia real (Saad Hariri es hijo ‎ilegítimo de un príncipe del clan Fahd), a pesar de su condición de primer ministro libanés Saad ‎Hariri fue retenido en Arabia Saudita hasta que el Hezbollah emitió una enérgica protesta y ‎el presidente de la República, Michel Aoun, amenazó con llevar el asunto al Consejo de Seguridad ‎de la ONU. Liberado gracias a esas intervenciones, Saad Hariri se distanció rápidamente de ‎Arabia Saudita y se acercó al Hezbollah y al presidente Aoun, a pesar de que durante todo un ‎decenio había acusado al Partido de Dios y a los aliados de esa formación de estar implicados en el ‎asesinato de su padre, Rafic Hariri. ‎

Después del inicio de las actuales protestas, las Fuerzas Libanesas de Samir Geagea (cristiano ‎maronita) retiraron del gobierno a sus 4 ministros, exigieron la renuncia del primer ministro Saad ‎Hariri y están reclamando, lo cual resulta contradictorio, la formación de un gabinete de ‎tecnócratas. Es posible que el Partido Socialista Progresista de Walid Joumblatt (druso) adopte la ‎misma actitud. Tanto las Fuerzas Libanesas como el Partido Socialista Progresista están ‎íntimamente vinculados a Estados Unidos y a Arabia Saudita. ‎

Pero lo más importante es que el Medio Oriente está en plena mutación. Estados Unidos retira ‎sus tropas de Siria y pronto habrá de retirarlas también de Qatar. Rusia aparece ahora como la ‎potencia que pone y quita reyes y también como el gran técnico en explotación del ‎petróleo. Los clanes libaneses vinculados a Washington no aceptan este cambio y, mediante las ‎actuales manifestaciones contra la corrupción –corrupción de la que ellos mismos son partícipes– ‎hacen saber a sus rivales que no piensan hundirse solos. ‎

El Hezbollah fue el primero en acudir en ayuda de sus aliados. Su secretario general, Hassan ‎Nasrallah, se opuso de inmediato a la realización de elecciones generales si no se modifica antes ‎la actual ley electoral. El primer ministro Saad Hariri anunció un ambicioso plan de reformas ‎económicas, con el cual todos están de acuerdo… pero que hasta ahora nadie quería ‎implementar. ‎

Ese plan, que los cuatro partidos de la coalición gubernamental deberían aceptar, incluye reducir a ‎la mitad los altísimos salarios de los ex ministros y los ex diputados, el levantamiento del secreto ‎bancario para esos personajes y el inicio de procesos judiciales contra quienes se hayan ‎enriquecido a costa del Estado. ‎

Sin embargo, parece difícil que el primer ministro Saad Hariri aplique realmente ese programa ‎ya que su padre fue uno de los más beneficiados por el actual sistema. Claro, también es cierto ‎que lo que se echó en el bolsillo no fue gran cosa en comparación con las grandes sumas ‎malversadas por Fouad Siniora, otro ex primer ministro, quien huyó del Líbano hace 3 días. ‎Más allá de la lucha contra la corrupción, las medidas anunciadas por el primer ministro Saad ‎Hariri tienen que ver con todos los sectores de la sociedad, desde los préstamos para la ‎adquisición de viviendas hasta la supresión del ministerio de Información. ‎

Pero el problema principal seguirá existiendo si la ley electoral se mantiene sin cambios. Hace ‎años que muchos vienen sugiriendo que se deje el poder en manos del ejército, única fuerza del ‎país capaz de romper con el sistema confesional favorecido por el colonizador francés. El ejército ‎libanés se compone principalmente de soldados chiitas y de oficiales cristianos. ‎