Mientras tanto, legales e ilegales, cruzando vallas, fronteras, ríos, desiertos, estrechos, canales o mares, victimas de coyotes, polleros y mafias dedicadas al comercio humano, los emigrantes siguen llegando a Europa y a los Estados Unidos donde los acogen o expulsan y siempre los humillan y explotan.

Muchos logran permanecer, trabajan y procrean y algunos incluso tienen éxito, son los gonfalones de la evasión y la excepción que confirma la regla.

Todos, con admirable generosidad, convierten sufrimientos y nostalgias en remesas que benefician no sólo a parientes y amigos, sino también a gobiernos, comerciantes, bancos y empresarios.

Las penas fomentan capitales. El comercio humano, la exportación de mano de obra barata, el abastecimiento de órganos sanos para trasplantes, de niños para la adopción y de bellas muchas para los prostíbulos, ha devenido industria que florece y llega a emular al narcotráfico.

Algunos gobiernos se benefician porque nutren sus ejércitos a cambio de tarjetas de residentes y de promesas de ciudadanía. Todos tienen quienes recojan la basura y limpien las calles. Los trabajos son honrados y las razones que empujan a los nuestros a hacerlos, legitimas, el fondo es turbio.

Los emigrantes sufren y soportan. Extrañan a la patria pero prefieren el duro pan del exilio, al hambre y la desesperanza.

A veces no pueden más y estallan sus esporádicas protestas que en ocasiones terminan con la inmolación de alguno.

Sueñan que la sociedad donde radican reparará en ellos y que alguien será solidario.

Se equivocan.

Sólo logran que los detesten y los desprecien más porque alteran la tranquilidad.

El peligro mayor no es la cárcel, sino la expulsión. El regreso está excluido como alternativa viable.

Los ministros de Francia los tratan de “chusma”, el presidente luce paternal y los gobernantes del país de origen, con olímpica frivolidad, se lavan las manos, también temen que se los envíen de regreso. Ningún alcalde se pone nervioso y la policía obtiene nuevos presupuestos.

No obstante la noria funciona. Los que llegan y precariamente se establecen, son los triunfadores que apoyan a los parientes. De día trabajan y de noche el temor y las ilusiones les impiden descansar. Así, callados y a oscuras sueñan y procrean hijos con la ilusión de que algún día serán iguales a los blancos y que el mundo será menos hostil para ellos que, al fin serán escuchados.

La mala noticia es que en los términos actuales el problema no tiene solución.

Es de género tonto promover la ilusión de que los ricos gobernantes y los felices ciudadanos de Europa y los Estados Unidos, se esforzaran por solucionar los problemas económicos y sociales vinculados a la colonia magrebina, que en Francia y España se desvelarán por el éxito y la inserción social de los árabes, en Alemania por los turcos y kurdos y que en Estados Unidos, presidentes, gobernadores y senadores perderán el sueño por los mexicanos y los centroamericanos que logran penetrar sus fronteras.

Para utilizar una analogía médica, el problema no es funcional, sino genético; no es una mal formación accidental sino inscripta en el DNA y en el código genético de la sociedad de clases.

El mal no se resuelve con recursos paliativos, sino con cirugía mayor, cruenta e invasiva o, en su defecto con grandes mutaciones.

Si tales cambios se precipitan o demoran, o y si serán fruto de la evolución o de la revolución, son otras interrogantes y parte de otros debates.

Puede que a los hombres les ocurra como a los dinosaurios y perezcan por incapacidad para modificar metabolismo y comportamientos y adaptarse a cambios en el entorno o que las sociedades, ricas e ilustradas, evolucionen y desde la cultura y la ilustración, se abra paso una voluntad de cooperación, la humanidad se reconcilie con su naturaleza humana y la cooperación para el desarrollo sustituya la codicia y la pobreza desaparezca con la explotación.

En cualquier caso, no sobran las alternativas ni son fáciles y lo único cierto es que todas vendrán del cambio, ninguna del mantenimiento del status quo.

Lo que demonizó a Carlos Marx e hizo de él un adversario formidable, no fue haber predicado la revolución, sino haber demostrado su inevitabilidad, aunque tal vez ocurra de manera diferente a como lo soñó.

En los sucesos que sacuden a Francia, se hecha de menos a la clase obrera francesa, a sus poderosos sindicatos y a los partidos de izquierda. El proletariado europeo y norteamericano es parte del sistema y los emigrantes su complemento.

Aunque está probada hasta la saciedad la responsabilidad de las potencias coloniales en la gestación de las realidades presentes, es torpe y a veces criminal esperar de ellos la solución.

Es justo denunciar las responsabilidades de cada cual, pero demasiado cómodo y excesivamente indigno que los árabes reclamen a los franceses por los árabes; tampoco es honrado creer que la felicidad de los mexicanos vendrá de los gringos.

“Se puede pedir al Olmo que de peras, pero hay que sembrar perales”. Si bien debemos proteger a nuestros emigrantes, hay que trabajar para suprimir las causas que generan la emigración.

Como diría Nicolás Guillén: “No me dan pena los burgueses vencidos” ni hago mías sus tribulaciones, simplemente advierto que el hecho de que arda París, no hará mejor a Senegal ni menos oligárquica a Centroamérica.

Cuando comprendamos que hay que cambiar, comenzar por casa no es mala idea.