(basada en el voto religioso conservador del centro y sur del país) suscita una pregunta obvia: ¿cuáles serán las repercusiones sobre Colombia de un segundo mandato del Presidente Bush y de la ampliación de las mayorías republicanas en el Senado y la Cámara? En particular, ¿qué incidencia tendrán sobre los dos asuntos que han dominado la agenda reciente de las relaciones entre los dos países, esto es, el Plan Colombia y el Tratado de Libre Comercio?

En relación con el Plan Colombia, como lo sugiere un estudio reciente del Centro de Política Internacional (CIP) -probablemente la mejor fuente de documentación y análisis crítico sobre la política estadounidense hacia Colombia-, existen tres escenarios posibles. El primero es el lanzamiento de un «Plan Colombia II» al término del actual plan, que desde sus inicios en 2000 estaba programado para finalizar en 2005. Este escenario representaría la profundización de la tendencia al aumento de los fondos y el personal militar estadounidenses involucrados en el conflicto interno colombiano, tendencia que este año estuvo representada por la aprobación de más de 700 millones de dólares en asistencia para Colombia para el 2005 (80% de los cuales irán al ejército y la policía) y el incremento del límite de soldados y contratistas militares norteamericanos en el país. Un Plan Colombia II sería el camino preferido por mandos altos del Pentágono, el Comando Sur y el Departamento de Estado, así como por el gobierno del Presidente Uribe, quien, con un ojo en la reelección, buscaría asegurar la financiación de su política de seguridad democrática hasta el 2010. La escalada del gasto y la intervención en Colombia se encontrará, sin embargo, con los obstáculos del insostenible déficit fiscal de Estados Unidos y la reorientación de prioridades geopolíticas de este país hacia el Medio Oriente.

Un segundo escenario, a medio camino entre la escalada y la disminución de la intervención estadounidense en el conflicto interno, consistiría en el mantenimiento de los mismos niveles de asistencia a Colombia (en el rango de los 700-800 millones de dólares anuales), pero con una reducción del componente militar y una expansión del gasto en reforma judicial y programas de desarrollo alternativo y creación de empleo, bajo la coordinación de la AID. Esta es la ruta preferida por algunos sectores medios del Departamento de Estado y demócratas en el Congreso. Dado el debilitamiento de los congresistas demócratas tras las elecciones del 2 de noviembre, sólo una movilización y una presión eficaces sobre el Congreso por parte de los grupos de solidaridad de la sociedad civil estadounidense con Colombia podría abrirle campo a esta opción.

Finalmente, un tercer escenario consistiría en la reducción de los fondos de asistencia militar estadounidenses, posiblemente acompañada del congelamiento del número de soldados y contratistas militares norteamericanos en nuestro país. Esta es la ruta predilecta de algunos sectores republicanos en el Congreso -especialmente visibles en el Comité de Apropiaciones de la Cámara- que urgen la disminución del déficit fiscal a través de la reducción de los gastos en asistencia internacional.

¿Cuál de estas opciones prevalecerá? Cualquiera que ella sea, lo sabremos a comienzos del próximo año, cuando la administración Bush someta a consideración del Congreso el paquete de ayuda internacional en el que vendrá la asistencia militar para nuestro país para 2006, tras el vencimiento del Plan Colombia. Lamentablemente, el espaldarazo de la ciudadanía estadounidense a las aventuras bélicas del gobierno Bush parece inclinar la balanza hacia la primera o la tercera opción, es decir, una agudización de la intervención estadounidense (incluso hasta el punto de no retorno), o una reducción de los fondos por razones fiscales sin alterar la orientación del gasto hacia la guerra ni la presencia de personal militar estadounidense en Colombia. Del lado colombiano, el mal ejemplo de un Bush reivindicado en sus errores y embarcado en un segundo mandato patriótico y conservador sin duda le dará mayor vuelo a las pretensiones de un Uribe en campaña para la reelección cuyo discurso de «Dios y patria» está en plena sintonía ideológica y lingüística con el del presidente norteamericano.

Ante la desbandada de los sectores progresistas dentro del Partido Demócrata tras el desastre del 2 de noviembre y la continuación de la popularidad en las encuestas de Uribe, sólo un resurgimiento de la oposición a la guerra, allá y acá, podría ponerle freno a estos dos posibles escenarios. Del lado estadounidense, la presión no vendrá, por lo menos en el corto plazo, del Partido Demócrata, sumido en una crisis sin precedentes y forzado cada vez más a tirarse hacia el centro para complacer a un electorado crecientemente conservador. Por tanto, será la sociedad civil progresista -aquélla minoría que se encuentra en algún lugar dentro de los más de 55 millones de votos por Kerry- la que se tendrá que movilizar como no lo ha hecho desde la guerra de Vietnam para oponerse directamente al unilateralismo belicoso del gobierno Bush, desde Irak hasta Colombia. Del lado colombiano, el palo en la rueda de la escalada militar vendría de una combinación naciente de, por un lado, una coalición unificada de sectores democráticos capaz de presentar alternativas electorales frente a la nueva derecha y, de otro lado, la movilización de sectores sociales -desde los indígenas hasta los sindicatos- que ya en septiembre de este año mostraron con elocuencia al país su oposición a una solución puramente militar al conflicto armado.

¿Y qué pasará con el TLC tras los resultados de las elecciones en Estados Unidos? Aquí el grado de incertidumbre es menor, tanto porque la reelección de Bush significa la continuidad del equipo negociador estadounidense como porque éste -haciendo gala del desdén por la diplomacia de la política exterior del gobierno Bush- ha puesto las cartas sobre la mesa sin tapujos. Sabemos, entonces, que Estados Unidos quiere el tratado firmado para enero de 2005. Hemos sido notificados también de que no hay margen de negociación en relación con el régimen de propiedad intelectual que extendería la duración y el alcance de las patentes de las farmacéuticas y dejaría a los colombianos sin acceso a medicamentos básicos -dejándonos en una situación incluso peor que las de los estadounidenses pobres que tienen que viajar o rebuscarse las drogas en Canadá porque no pueden pagarlas en su propio país. Sabemos también que no podemos dar por descontadas las preferencias arancelarias del Atpdea, ganadas con el sacrificio de vidas colombianas en la «guerra contra las drogas». Se nos ha informado, por último, que los inmensos subsidios que el gobierno norteamericano otorga a sus agricultores no son negociables, pero que sí lo son las protecciones al agro nuestro que buscan contrarrestar semejante forma de competencia desleal.

No hay razón por la cual la reelección de Bush y el avance republicano en el Congreso vaya a cambiar ninguna de estas exigencias. El afán de concluir las negociaciones continuará porque en 2005 se vence la ley que habilitó al gobierno Bush para firmar este tipo de TLC. Y las pretensiones leoninas sobre derechos de propiedad intelectual y el agro, en lugar de ser retiradas o moderadas, serán reafirmadas. No hay que olvidar que Bush le debe su reelección en buena parte al dinero de las multinacionales -entre ellas las farmacéuticas- y a los votos de los granjeros del sur y el centro del país. Con un Congreso controlado por los republicanos, un TLC con éstas y otras cláusulas sería rápidamente aprobado.

La esperanza en relación con el TLC, entonces, radica en que la indignación que la desmesura de las pretensiones estadounidenses ha generado en Colombia -no sólo entre la oposición y los movimientos sociales sino incluso entre sectores empresariales- detenga la negociación de un acuerdo de cuyas consecuencias tardaríamos mucho tiempo en recuperarnos. En Estados Unidos, con la mitad del país anestesiada y la otra mitad desmoralizada por los resultados de las elecciones, no hay quien detenga ese tren.