La economía mundial cerró 2004 tal como había comenzado: con irresueltas interrogantes clave para el futuro próximo. La principal de ellas es que Estados Unidos no sólo no avanzó en la solución de su déficit de cuenta corriente, sino que incrementó sus números en rojo: hace poco más de un año, los EE.UU. tenía U$S 480 mil millones de deuda; hoy, U$S 660 mil. Sólo el último trimestre, el déficit de su balanza de pagos alcanzó a los U$S 165.000 millones, principalmente por el déficit fiscal, que se empinó a U$S 413 mil millones, y cuya reducción a corto plazo es incierta.

Ello ha continuado depreciando el valor del dólar frente al euro, al yen y otras monedas fuertes internacionales. El dólar ha caído alrededor de un 7% con respecto al euro y al yen en los últimos tres meses, pero desde 2000 lo hizo en un 57% respecto del primero. Y tanto los países asiáticos como los demás miembros del Grupo de las 8 economías más industrializados siguen resistiendo presiones de Washington para revaluar sus monedas.

Durante el segundo trimestre de 2004, el déficit de cuenta corriente de los EE.UU. alcanzó al 5,7% del PIB (probablemente, el mayor entre todos los países industrializados), debido a que el consumo y la inversión estadounidenses excedieron a la producción doméstica por un alto margen. Mientras tanto, su déficit balanza comercial sigue en ascenso (en octubre pasado subió un 8,9%, alcanzado la cifra récord de U$S 55.460 millones, y en los primeros diez meses de 2004 ya superaba el monto también inédito de U$S 496.500 millones alcanzado en todo 2003. En su proyecto presupuestario para 2006, la administración Bush acaba de revelar que el déficit fiscal de 2004 alcanzo a los U$S 412.500 millones y que este año continuará subiendo (llegaría a los U$S 427.0000 millones). También asegura que en 2006 lo reduciría a U$S 390 mil millones.

En vez de torcer el rumbo, el Congreso estadounidense lo remachó en diciembre pasado al eliminar las restricciones a los recortes de impuestos, y elevó el techo de la deuda federal en U$S 800 mil millones, llevándola a los U$S 8,18 trillones. Esta una cifra entendible sólo para los economistas y matemáticos de ese país, donde el trillón -una unidad seguida de 12 ceros- equivale al billón español.

Acostumbrada a importar mucho y a exportar muy poco, la economía de los EE.UU. desarrolla hoy una búsqueda desesperada de nuevos recursos. A mediados de octubre pasado, Lawrence Sommers, ex ministro de Hacienda y actual presidente de la Universidad de Harvard, admitió que el déficit de su país suma ya U$S 660 mil millones, equivale al 5,7 % del Producto Interno Bruto (PIB) y al uno por ciento del PIB global, y absorbe dos terceras partes del conjunto de la cuenta corriente de todo el orbe. Es una situación claramente insostenible que, sin embargo, aún parecía equilibrarse sobre “algo”. Pero al levantarse el manto que lo cubría, quedó en evidencia una serie de círculos viciosos de proyecciones espantosas, difíciles de tocar dada su extraordinaria fragilidad.

Tras la crisis asiática, los EE.UU. fue una economía de refugio. Apoyada en la existencia de altas tasas de interés, su economía se venía sosteniendo mediante una captura fenomenal de recursos financieros de bancos centrales extranjeros. Sólo los del Este de Asia habían aportado U$S 1,8 billones (contados a la usanza española) hacia mediados de 2004 (equivalentes a 3/5 del déficit de cuenta corriente de los EE.UU. ). Hasta China -con una extraña complicidad- parecía apoyar este proceso adquiriendo y acumulando sus bonos; otro tanto ocurría con casi todo el globo. El ritmo de crecimiento de otras deudas y el pago de intereses vitaminizaban al sistema. En algún momento, el 80% del ahorro mundial estuvo dirigido a sostener la estabilidad de los EE.UU.

Pero la llegada de las tasas bajas comenzó a enfriar ese flujo. Hoy invertir en los EE.UU. ya no es rentable. La devaluación del dólar tornó más delicada esta situación. Reduciendo artificialmente el valor de su moneda, los EE.UU. podría estar estafando a sus acreedores (tan sólo Japón tiene bonos del Tesoro estadounidenses por U$S 720.000 millones, y China otros 174.000 millones), pero ello también hace cada vez más difícil que alguien se interese en seguir adquiriendo el papel verde que pregona la confianza en Dios.

EE.UU. trató de “huir hacia adelante” mediante el sobre-estímulo de inversiones. El 9/11 le brindó una excelente oportunidad de expandir su gasto militar -hoy ya va en los U$S 500 mil millones anuales-, desarrollando por esta vía una suerte de “keynesianismo militar”. Ese gasto le permitía un cierto mantenimiento del empleo, el abastecimiento de energía barata y la posibilidad de dar nuevo esplendor al crecimiento de su economía. Pero el intento no encajó con su desastre comercial: sólo prolongó la agonía. Y, de paso, demostró que las inyecciones fiscales no podían reemplazar a la inversión directa o especulativa extranjera -que está en retirada-. La participación del dólar en las reservas extranjeras globales ha caído desde un 80% a mediados de los años 70 a un 65% hoy.

La reelección del Presidente George Bush ya era un problema para el pueblo estadounidense. Pero, ahora, la sostenida devaluación de su moneda implica que cada dólar en el bolsillo del trabajador equivaldrá a tres quarters. La depreciación del dólar reducirá fuertemente el nivel de vida promedio, afectando a los salarios, pensiones, cuentas de ahorro y valores de bonos. Ello no tardará en repercutir en una nueva contracción de las tasas de ganancia y en un crecimiento del desempleo. El alza de los intereses y algo más de inflación serán parte de la procesión en un país con tasas de ahorro casi inexistentes y niveles de consumo que hasta ahora vivieron de prestado.

Lo que hay detrás de todo este cuadro es una contradicción vital que cruza a prácticamente todos los principales socios de los EE.UU.: éstos exigen y esperan de Washington un ajuste, aunque al mismo tiempo se nutren de sus desequilibrios. Pero la Casa Blanca desoyó hasta ahora los clamores de otros gobiernos que le piden establecer un nuevo acuerdo monetario. Bush sigue convencido de que la devaluación es el camino para resolver su déficit: una suma de déficit que concluye en una cifra trillonaria. Mientras tanto, continúa generando una burbuja que podría estallar en cualquier momento.

En cambio, el presidente de la Reserva Federal (Banco Central) estadounidense, Alan Greenspan, ha reconocido que “esta situación sugiere que los inversores internacionales ajustarán su acumulación de activos en dólares o buscarán retornos más altos en dólares para compensar el riesgo de concentración, elevando el costo del financiamiento del déficit de la cuenta corriente de EE.UU. y convirtiéndolo cada vez más en menos sostenible.”

Adiós a los “petrodólares”, hola “petroeuros”

En una devaluación tan brusca como la que se está preparando, los Bancos Centrales pierden la fe en el dólar y comienzan a devolverlo al mercado en cantidades que pueden ser fabulosas, amenazando con hundir aún más al billete verde. Esto ya comenzó: Rusia e Indonesia se deshacen masivamente de sus dólares, Chile emite bonos de deuda en euros, el Banco Central de China (segundo mayor tenedor de reservas extranjeras, tras de Japón) dice que recortará sus compras de bonos. Países con deudas principalmente en dólares intentan prolongar las negociaciones... a la espera de beneficiarse con nuevas bajas del billete verde.

También es de temer lo que pase con la inversión de los países árabes (hasta el 11/9, éstos tenían más de un billón de dólares en los EE.UU.) y la de los miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo: su retirada podría hacer todavía más insostenible la posición estadounidense. La devaluación de los “70 -que causó una violenta alza en los precios del crudo- fue de sólo de un 20% promedio y ocurrió en un contexto económico muy distinto al actual. Ahora, las pérdidas se anuncian mayores entre los países que producen el oro negro: en los de la OPEP: sólo en 2004, aquéllas succionaron un tercio del precio del barril de petróleo.

Todo este escenario ha levantado una interrogante impensable hasta hace unos años: ¿podría el dólar perder su estatus de moneda de reserva? Algo similar sucedió a principios de los “90, cuando la divisa tuvo una prolongada baja, que logró finalmente remontar. Pero entonces no existía otra alternativa que el dólar. Hoy está el euro. Ergo: ha comenzado a levantarse el fantasma de la inminente conversión de los famosos “petrodólares” en “petroeuros”. Hay puntos a favor y en contra de esta posibilidad. Entre los últimos están que los mercados financieros y de cambios son mucho más débiles en Europa que en los EE.UU. y la tasa de crecimiento del PIB sigue siendo más elevada en este último. A favor juegan el que la economía de la euro-zona es hoy mayor que la estadounidense y es también el mayor exportador mundial.

Los europeos perciben la devaluación del dólar como una amenaza para su comercio, aunque la fortaleza del euro no deja de serles atractiva en su lucha por la hegemonía global. La guerra de Irak ha develado este otro trasfondo bélico: una guerra entre el dólar y el euro. Pero si hay dos regiones en el mundo con una interrelación muy fuerte, ésas son EE.UU. y Europa: el comercio entre ambos representa un quinto del comercio total de cada una de las partes, y alrededor de la mitad de las inversiones totales en cada parte proviene de su socio. Por eso Greenspan ha amarrado la suerte de uno al destino del otro, y advertido la necesidad de “hacer mucho más tanto en Europa como en los EE.UU. para que nuestras economías sean lo suficientemente flexibles y puedan responder con eficiencia a todos los impactos que seguramente traerá el futuro.”

La caída del dólar y una recesión global

En el punto en que está, la deuda de los EE.UU. sólo puede crecer. Cualquier disminución es problemática. Peor aún: catastrófica. El hecho es que las presiones sobre el dólar se han ido haciendo más fuertes, y una nueva devaluación es inevitable.

Los altos requerimientos de financiamiento por parte de los EE.UU. y las renovadas presiones hacia la baja del dólar pueden elevar la tasa de interés de largo plazo a niveles superiores a lo proyectado. También es altamente probable que el gobierno de Bush no logre revertir con rapidez el déficit de cuenta corriente, porque éste no puede ser corregido sólo con la caída del dólar: EE.UU. necesita también mayor ahorro interno público y privado.

Y es difícil que el consumidor promedio estadounidense dé ese voto de confianza (¿Se lo daría usted a una administración responsable de que su moneda valga un cuarto menos de su valor?) Si la Casa Blanca no logra reducir el déficit fiscal, el dólar podría caer más bruscamente y el gasto en consumo caería bruscamente. Esta combinación de efectos podría redundar en una violenta y prolongada desaceleración de la economía mundial, un incremento sustancial de los costos de financiamiento, problemas de insolvencia entre países altamente endeudados, mayor turbulencia en los mercados financieros, debilitamiento de los niveles de inversión...

Hay quienes sostienen que todo depende de la profundidad que pueda alcanzar el derrumbe del dólar. El problema radica en que, una vez iniciado, es difícil mantener controlado el proceso -sobre todo cuando discurre en un espacio globalizado de gigantescas, pero también incontrolables reacciones-. Recuérdese nada más la forma cómo se expandió el pánico tras el derrumbe de la moneda tailandesa en 1997.

Bajo este abanico de circunstancias, una recaída en la recesión y el tránsito hacia una extensa depresión parecen ser prácticamente inevitables.

Si Japón o China (los dos principales acreedores estadounidenses) comenzasen a vender sus reservas en dólares, esta divisa podría caer rápidamente entre un 15 ó 20% adicionales a lo que ya descendió. Eso obligaría a los EE.UU. a elevar fuertemente sus tasas de interés, abandonando la parsimonia con que hasta ahora inició el ajuste al alza -confiado en que China, Japón o Corea del Sur seguirán comprándole sus bonos y financiándole sus déficit.

A los chinos, la devaluación del dólar les afecta sus reservas en un porcentaje importante de su PIB, y como además el yuan está amarrado al dólar, sigue el mismo derrotero de éste. Esto podría derivar en un sobrecalentamiento o una brusca contracción de su economía. Sobre todo porque su sistema crediticio se encuentra carcomido por un exceso de créditos no recuperables, sostenido sobre un -hasta ahora- creciente flujo de inversiones externas, mayor crédito y expansión comercial. Ciertamente, lo que pase en Asia será para nada beneficioso al resto de la economía -en especial para quienes exportan a su enorme mercado. Una contracción sólo en China (para no hablar de India y otras regiones) afectaría a un quinto de la base industrial de Occidente.

Una caída adicional del dólar generaría una estampida que multiplicaría los efectos de aquélla: una gran cantidad de inversionistas, gobiernos, instituciones financieras se precipitaría a deshacerse de una moneda que pierde a pasos acelerados su condición de reserva.

El fenómeno podría revestir efectos funestos para los países en desarrollo -entre ellos los de América Latina-, que mantienen reservas en esa moneda fluctuantes entre el 10 al 20% del PIB. En este contexto, es casi un suicido seguir aferrados a la idea de mantener un excedente de reservas monetarias en dólares -a la espera de utilizarlos para pagar los intereses de la deuda externa. Es precisamente el caso chileno: aferrado a una ortodoxia donde la estabilidad del precio ha sido más importante que el valor real del tipo de cambio, el Banco Central mantiene prácticamente la totalidad de sus reservas en dólares.

Suponiendo que -en el intento de reducir la deuda estadounidense- el dólar baje entre un 20 y un 30%, las pérdidas que podrían seguir a la presente devaluación podrían fluctuar entre el 2 al el 5% del Producto de cada tenedor de reservas en dólares. Según estimaciones del FMI, esas pérdidas podrían proyectarse al equivalente de un 3.5% del PIB en Argentina, un 5.8% en Chile, un 10% en China y un 14.1% en Malasia.

Ello equivaldría a desandar -con creces- todo el camino recorrido y a soportar los efectos de una nueva “crisis asiática” como la vivida entre fines de 1997 e inicios de 2004.

Otro efecto directo son las consecuencias para países cuyo comercio está concentrado en el área del dólar (México, con casi un 90% orientado a los EE.UU., es el caso más extremo, pero no el único) Muchos exportadores hicieron pingües ganancias en 2004 con las alzas que experimentaron el precio del petróleo, cobre y otras materias primas. Pero para los países en su conjunto, nuevas y fuertes devaluaciones del dólar podrían originar efectos nefastos sobre la producción de manufacturas, el consumo y el empleo.

Algunos analistas internacionales temen que las medidas de remedio hasta ahora insinuadas sólo actuarían como aceleradores. Una mayor apertura y liberalización de las economías, como recomendó la reciente reunión de APEC en Santiago, multiplicaría los efectos perversos de la devaluación. Así, la intervención en los mercados financieros pasa a asumir un rol vital. A partir de los desastrosos efectos del contagio financiero creado tras la crisis asiática, dos de los más férreos defensores de una mayor regulación para minimizar la volatilidad de os mercados financieros han sido el Nobel de Economía Joseph Stiglitz y, en Chile y en América Latina, el economista Ricardo French-Davis -con escaso éxito, a decir verdad.

Publicado en Argenpress