La manera como los dirigentes políticos y del Estado y los generales del Alto Mando asumieron los recientes fracasos, con inculpación de los oficiales a cargo de la tropa durante los combates con la subversión, comprueba una vez más que para el curubito político y militar su culpa real o potencial en este largo conflicto es y será salvaguardiada a cualquier precio, mientras no cambie la naturaleza oligárquica del poder.

Esa cara dura no es de ahora. Para su resguardo, persisten en buscar la fiebre en las sábanas. Para evadir su responsabilidad, dan como explicación inmediata de la ineficacia operacional “un permiso dado por el oficial de la base a unos soldados para ir a fiesta”, “el desplazamiento inconsulto por razón personal de un oficial...”, o “el daño de una radio...”. Como se sabe, cuando no se quiere reconocer el factor fundamental de culpa, las explicaciones son adyacentes.

Así, ocultan, vedan para el análisis, el factor determinante de “ilegitimidad del Estado” y por tanto de ausente ‘apoyo ciudadano’ y de sufrimiento y desacuerdo con las acciones jurídicas, policiales y militares de ‘seguridad democrática’ vividos en poblaciones de amplias regiones rurales y algunas urbanas del país. Ésta y no otra, es la razón fundamental para comprender la incapacidad operativa y política del Ejército en múltiples lugares de la Nación. Es ésta una mirada realista sin la cual no es posible desenredar el ovillo del enfrentamiento interno.

Claro está, se trata de una situación difícil de encarar por un Presidente que no considera siquiera que exista una guerra interna. Que desconoce una solución política de inclusión y poder para un extendido conflicto social y armado que cuestiona, desde hace lustros, los cimientos del actual ordenamiento político y su acción estatal económica y social de todos los gobiernos hasta hoy habidos.

Un error que pagan jóvenes humildes, habitantes del campo y de la ciudad -y sus familias- que por dos largos años sufren el alistamiento obligatorio en las FF.AA. Una vez pago el servicio militar, ante la imposibilidad de acceder a un trabajo regular, no queda otro camino que el regreso a filas de su ser querido como soldado profesional o el enrolamiento paramilitar para garantizar los ingresos.

Con ‘éxitos’ apenas noticiosos y de imagen en las grandes urbes, los resultados de la Seguridad Democrática en el campo del combate que fueron anticipados por numerosos observadores, reabre el curso trágico de la guerra, con unos responsables en el Estado que ahora son menos ocultos. Para ellos, los soldados y su baja no son más que un chivo expiatorio. Con una guerra de prolongada permanencia, herida la sociedad por un sinnúmero de lesiones sin cicatriz, no extraña el desconocimiento que tienen amplios grupos poblacionales, sobre todo rurales, del estamento oficial. Un silencio de marginados que la bala no modifica, así Uribe candidato ayer y hoy lo haya prometido.

Es una barrera de aceptación de la institucionalidad ante la cual los oficiales y soldados poco pueden hacer. Podrán tener armas de última generación, visores y demás instrumentos de guerra, por los aires podrán navegar “fantasmas” y otras naves, pero la inteligencia de terreno, un instrumento fundamental de la guerra, no encontrará acceso, fuentes de información. Perdidos el corazón, los ojos y oídos de los habitantes de esos territorios, que sobreviven en múltiples formas, en algunas de la economía derivada del narcotráfico y cuya marginación impide la distinción urbana y culta del delito; una guerra con las raíces de la nuestra acumuladas desde el 9 de abril de 1948, se podrá animorar por corto tiempo pero nunca superar con plomo. Hasta Uribe campeón de esta modalidad ya no puede ocultar las goteras en su discurso.

Como lo habrán sentido generaciones de soldados y mandos, el Ejército se siente y sufre por importantes grupos poblacionales como un cuerpo armado de ocupación, que a la manera de las guerras de invasión impone a las poblaciones controladas, obligaciones y temores. Son innumerables las historias de las obligaciones que impone la tropa en el campo. Familias que pierden sus enseres y deben exponer su vida por darles abrigo. Pero esto es sólo un aspecto. Un Ejército salido de sus cuarteles -destinado por Constitución a la defensa de la soberanía nacional- obligado a desempeñar funciones de orden público, acrecienta su descrédito allí donde entra a defender intereses de terratenientes, grandes comerciantes y multinacionales, o donde pierde su dignidad y se alía con fuerzas paramilitares como antes lo hizo con pájaros y chulavitas.

Causante de desmanes, como lo señalan múltiples demandas ante los tribunales pertinentes, las Fuerzas Armadas sin el carisma requerido ni el desarrollo de la misión de soberanía para la cual fueran fundadas, entran a ser temidas y odiadas en vastas regiones.

Lemoyne lo comprendió

No es casual el horizonte que toma la guerra con el actual gobierno. Prohíben a los funcionarios argumentar en sus informes que en Colombia exista un conflicto armado. Se niega a Maurice Lemoyne comisionado de la ONU ejercer sus buenos oficios para la negociación política. Por tanto, y no sin amargura, la ONU concluyó la función aquí de este funcionario. ¿Para qué actuar donde “no hay conflicto armado”? Pareciera entonces que estamos condenados al olvido de la comunidad internacional. Sólo somos objeto de quienes insuflan más dólares para la guerra. Un destino en el cual muchos más soldados humildes, de ambos lados, ofrendarán su sangre, así Uribe despida más oficiales sin curubo. ¿Quiénes son los verdaderos culpables del desangre? Sin solución política para erigir una nueva República, la reelección es su impunidad.